Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
39 – Verano 2015
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Quizás fue su semblante, tal vez el holgado rato que permaneció inmóvil observando, o incluso la leve sonrisa que poco a poco fue dibujando su rostro. En cualquier caso, algo estaba pasando en su interior, y fuera lo que fuese suponía una experiencia placentera.
Sus pupilas dilatadas, el rubor en sus mejillas y el ligero aumento de su ritmo cardíaco indicaban que sus emociones afloraban desde la profundidad de su ser, como la luz lo hace al alba.
¡Emociones!, ¡sentimientos!, ¿qué es la vida sino la percepción de sentimientos? Quien no siente no vive, y quien no vive no siente. Se puede percibir a las personas alrededor, a la vez que ellas te perciben. ¿Poseo entonces vida?, ¿parece absurdo? ¡Qué tontería!, pero los suspiros, los gestos, la emoción en sus caras…, puedo sentir todo eso.
Hay mucha gente que está viva porque es capaz de sentir, pero solamente odio, ambición, envidia, frustraciones o incluso eso que llaman amor. ¡Vaya vida!, ¿es eso mejor? ¡Si supieran! En fin, pobre del que no sea capaz de disfrutar de la esencia de su existencia y de la belleza.
Sin embargo, el miedo..., el miedo te atrapa y te acompaña durante largo tiempo. ¡Vaya elucubración! Pero no es malo, al pensar y recordar se siente, y sentir es vida. ¿O acaso no es así? Incluso cuando lo que se recuerde sea el miedo.
Aquel día, él no sufría la opresión del temor, nada más lejos de ese desagradable sentimiento que provocó la chispa en su joven mirada. Estaba predestinado. Sin ser consciente de ello, estaba comenzando algo grande, un tiempo durante el cual podría disfrutar de la más intensa esencia de la vida. En ese momento no lo sabía, pero las circunstancias le llevarían a vivir una gran aventura. Un episodio de su devenir por el mundo en el que se vio inmerso, sin meditarlo, por inercia, como si la razón de su existencia fuera vivirlo. ¿Acaso estaba en el mundo de los vivos para eso?
¡Otra vez la dispersión! Habrá que centrarse.
Remontémonos un tiempo atrás, a su carita de inocente, inexperto e incluso ingenuo jovencito, lo propio de la lozanía, aunque escondía unos valores diferentes al resto y pronto tendría ocasión de demostrarlo. Aquel día pareció quedarse embelesado ante lo que acababa de descubrir. Y luego vino todo lo demás...
Capítulo 1. Tiempos convulsos
Tras las primeras luces del día, la tranquilidad habitual con que solía comenzar la jornada se vio relegada por el toque rápido y violento de las campanas. Todos sin excepción en el pueblo supieron inmediatamente que algo pasaba. No repicaron como habitualmente lo hacían para el toque de misa, de ángelus o de plegaria, y desde los más pequeños, que salieron corriendo, hasta los más ancianos, que lo hicieron con las limitaciones características de su edad, todo el mundo fue a la plaza del pueblo.
En los últimos meses, desde que empezó la guerra, habían llegado muchas noticias inquietantes a estas tranquilas tierras malagueñas, para romper una y otra vez la paz que disfrutaban sus gentes. Pero las novedades que recibieran aquel día de mediados del mes de enero de 1937 serían especialmente turbadoras.
Braulio, el alguacil, como era habitual, sería el encargado de comunicar a sus vecinos las últimas noticias. Hacía tan solo un par de días, concretamente el 14 de enero, que las tropas enviadas por Mussolini habían iniciado la campaña en la provincia de Málaga. Se trataba de unidades motorizadas de la división de milicias fascistas italianas, que eran conocidas como los «Legionari de CTV» (Corpo di Truppe Volontarie). Tras las palabras de Braulio, la pequeña plaza se convirtió en un hervidero de comentarios. Los más temerosos comenzaron a vaticinar todo tipo de infortunios, mientras otros más audaces les debatían. El alguacil tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para que le permitieran continuar. Habían iniciado su ataque avanzando desde el norte y se encontraban ya en Ronda, a unos 60 km al noroeste del pueblo. Esta información volvió a desencadenar que de nuevo los vecinos se vieran exaltados, emitiendo todo tipo de opiniones.
Julio, desde la ingenuidad propia de su juventud, no era capaz de discernir quién estaba en lo cierto, si aquéllos que mantenían que era inminente un ataque al pueblo de dichas tropas, o los que afirmaban que no había razón alguna para tener miedo, ya que los italianos no tenían motivos para luchar contra simples civiles desarmados. Pero algo parecido a la intuición le llevaba a creer que efectivamente la barbarie acabaría por imponerse.
En cualquier caso, en ese momento no hubiera podido ni siquiera imaginar la cadena de acontecimientos que, en un futuro no muy lejano, le supondrían dejar atrás su tranquila vida de mozo para convertirse súbitamente en un hombre.
Julio vivía en aquel pequeño pueblo desde que nació. Don Antonio Garrido anunció a todos sus paisanos su nacimiento hacía veinte años, después de un duro parto en el que tanto su esposa, María, como el propio Julio estuvieron cerca de perder la vida. El maestro albañil, persona muy reconocida y apreciada en el pueblo, se mostró sumamente alegre y no pudo disimular su orgullo. Por otro lado, María, tras haber traído al mundo dos hijas, a las que habían llamado María y Ana, se sintió dichosa de que su tercer hijo fuera varón, a sabiendas de lo mucho que lo deseaba Antonio.
Quizás debido a ser el deseado hijo varón, al hecho de ser el pequeño, o tal vez simplemente porque era un chico entrañable, tuvo una agradable niñez en la que siempre estuvo sobrado de cariño y atención. Pero sobre todo, fue desarrollando una relación muy especial con su padre, a quien idolatraba y amaba profundamente. Con una edad muy temprana comenzó a ayudar en sus faenas a don Antonio, primero como aprendiz y, con tan sólo dieciséis años, como oficial. Sus trabajos de albañilería y sus construcciones abundaban por toda la comarca y no había familia en el pueblo a la que no le hubiera hecho algún trabaojo.
Era además un matrimonio con un marcado sentimiento religioso, el cual inculcaron a sus hijos desde pequeños. Pero fue Julio quien siempre mostró una especial sensibilidad espiritual. Con ocho años comenzó a ayudar en sus misas a don Miguel, el cura del pueblo, y desde entonces hacía de monaguillo siempre que sus obligaciones se lo permitían. Además, debido a sus habilidades, tanto en albañilería como en otros campos, se encargaba del mantenimiento de la iglesia. Poco a poco fue sintiendo la casa de Dios como algo propio, llegando incluso a desarrollar una verdadera admiración y devoción por aquel lugar que tanta paz le proporcionaba.
Un día, cuando contaba con trece años, llegó a la parroquia un tríptico que enviaba un pintor valenciano aún poco conocido. Venía acompañado de una breve nota:
Hace ya un año que tuve el acierto de visitar su bonito pueblo durante mi paso por la comarca. En ningún sitio del mundo me hubieran atendido y tratado tan bien como allí, y especialmente usted, padre Miguel. Sus excelentes cuidados ganaron la batalla a las graves fiebres que a punto estuvieron de causarme la muerte. De modo que, como agradecimiento a aquel gesto del pasado, es para mí un honor obsequiar a su parroquia con la obra que he pintado con tanto cariño. Me despido de usted, padre Miguel, con la promesa de visitarle en cuanto me sea posible, ya que me gustaría explicarle personalmente el significado que he querido plasmar en mi obra y me encantaría dialogar con usted sobre ella.
Aquello fue una sorpresa para todos, pero principalmente para Julio, quien quedó maravillado con la pintura cuando la vio. Inmediatamente le atrapó, ejerciendo sobre él un extraño magnetismo. No sólo reflejaba una gran belleza artística, sino que también transmitía una sensación especial, una gran tranquilidad y bienestar.
Con el paso del tiempo, Julio iría creciendo y mejorando día a día en su faceta de hijo, hermano, albañil, vecino, y en definitiva como persona. De modo que, sintiéndose tan querido por todos, era feliz.
Pero ahora, los últimos acontecimientos y la posibilidad de que la guerra llegara a sus vidas le angustiaban. ¿Cuánta destrucción y dolor podía traer consigo? No quería ni pensarlo. Esa noche rezó, lo hizo por largo rato, hasta que se durmió extenuado para caer en las garras de una larga noche de pesadillas.
Capítulo 2. Algo excepcional
Nunca llegaría a una explicación convincente de lo ocurrido aquella tarde, salvo que la causa no era terrenal. ¿No lo era? Entonces ¿de dónde soy?, ¿realmente no pertenezco a este mundo? Quisiera saberlo... El caso es que el chico vivió una maravillosa experiencia…
A pesar de que Julio contaba con tan sólo catorce años, don Miguel confiaba plenamente en él, de modo que le encargó la realización de los trabajos. Era necesario rehabilitar un viejo muro de la iglesia de Santa María, nombre que recibía la parroquia. Debido a su gran antigüedad, la pared estaba muy debilitada y amenazaba con venirse abajo. Para poder llevar a cabo la reforma, sería necesario retirar gran parte de los objetos que se encontraban en esa zona del templo, y entre ellos destacaba el tríptico que ya hacia un año llegó al pueblo enviado por el pintor valenciano. Decidieron que se trasladara durante los días que durara la obra a unas dependencias del ayuntamiento, donde estaría a buen recaudo.
Sería en torno a las cinco de la tarde cuando Julio salió hacia la calle Mayor con la obra. Estaba bien protegida por una estructura de madera fabricada por él mismo: varios tablones clavados entre sí y unas viejas mantas entre dichas maderas y el tríptico. Al principio no se dio cuenta, pero a medida que se fue acercando, el sonido de los cascos se hizo más intenso hasta llamar su atención. Un caballo desbocado corría calle abajo, justo hacia donde él se encontraba. Rápidamente valoró la situación y sintió un gran temor, pero no por él, sino por el niño que, ajeno a lo que ocurría, se encontraba jugando en mitad de la calle. Sólo vio una alternativa viable, tratar de alcanzar al caballo antes de que éste embistiera al chico; así que corrió, lo más rápido que pudo. Después todo sucedió tan deprisa que realmente no fue consciente, sólo recordaría un fuerte golpe, y después el vacío. Sin saber por qué, la ensoñación trajo de nuevo a su mente la pintura del artista valenciano.
El Tríptico del Cristo de la Misericordia contaba con una pieza central de aproximadamente medio metro de ancho por casi uno de alto, y dos piezas a cada uno de sus lados de un tamaño algo inferior. Toda la obra se encontraba rodeada por un borde tallado con minuciosidad y decorado exquisitamente con pan de oro. Igualmente, el exterior había sido decorado con ese mismo material. Al abrir las hojas laterales, perfectamente engarzadas sobre la central a través de cuatro precisas bisagras, se podía descubrir con asombro la gran belleza de la obra. En su imagen central, el Cristo de la Misericordia, con su mano derecha elevada y la izquierda sobre el pecho, despertaba inmediatamente la confianza de aquél que supiera comprender cómo ofrecía su perdón a quien le aceptara como el Salvador que ya pagó por los pecados de los hombres. Dos ángeles primorosamente pintados custodiaban la escena desde las hojas laterales. Pero la que verdaderamente resultaba turbadora era la mirada del Cristo. Lejos de ser una simple pintura, parecía tener vida propia. No era una obra más y sólo algunas personas poseían la sensibilidad necesaria para apreciarlo.
Cuando Julio recuperó el conocimiento, tardó unos segundos en asimilar lo sucedido. El caballo que tan sólo unos instantes antes galopaba desbocado calle abajo, ahora se encontraba calmado y sumiso ante las órdenes del mozo que sujetaba sus riendas. La madre del chico que estuvo a punto de ser embestido por el equino lo abrazaba totalmente excitada por el suceso y agradecida por la resolución del mismo, a la vez que el chico lloraba asustado. Pero... de repente, Julio vio un escenario muy extraño; había algo que no alcanzaba a comprender. ¿Qué había pasado exactamente? Aunque lo recordaba todo de forma muy confusa, Julio hubiera jurado que cuando inició la carrera hacia el animal, soltó la estructura de madera que contenía el tríptico. Sin embargo, no entendía cómo, ahora dicho armazón protector de la obra se encontraba despedazado calle abajo, justo donde comenzó a correr unos momentos antes, y sin embargo, a bastantes metros de distancia, la pintura estaba intacta en el suelo, exactamente entre el caballo y el niño.
Algunos vecinos del pueblo dijeron que se trataba de un milagro, que la pintura del Cristo había salvado la vida del chico, pero don Miguel desde el principio se mostró tajante con el asunto: había sido un afortunado golpe de suerte. No quería oír hablar de milagros a no ser que desde el obispado se dijera lo contrario.
Unos días después, don Miguel sintió la necesidad de hablar de ello y mantuvo una conversación con Julio. Fue entonces cuando el joven supo de la muerte del pintor valenciano. Tras su enfermedad, durante su paso por el pueblo, logró recuperarse para pintar el Cristo de la Misericordia, pero lo cierto es que nunca llegó a gozar de buena salud y murió un año después, durante el traslado de la obra. Curiosamente, la vida le abandonó antes de que la pintura llegara a su destino. Injustamente, y a pesar de su virtuosismo, no llegaría a ser conocido; el paso del tiempo borraría su huella, salvo allí. En aquel pueblo malagueño, su obra perduraba.
Aquella tarde marcó un punto de inflexión en el pueblo. A partir de aquel episodio, la pintura, que a pesar de todo no había sufrido daño alguno, pasó a ser profundamente venerada por todos los vecinos, quienes comenzaron a ver en ella mucho más de lo que en un principio fueron capaces.
Capítulo 3. La amenaza
Antes de comenzar a hablar bebió un gran trago de agua. Aunque el mes de febrero de 1937 ya se había abierto camino en el calendario y el frío aún estaba muy presente, tenía la garganta seca. Los meses de guerra transcurridos habían hecho mella en numerosos pueblos de la península y, aunque afortunadamente no había llegado aún a la comarca, las noticias sobre Málaga no eran halagüeñas. Varias columnas italianas habían tomado la ciudad. Ya sólo era cuestión de tiempo que marcharan sobre lo poco que quedaba sin controlar de la provincia. Tras dejar el vaso en la mesa, se dirigió a don Miguel:
—Están a punto de llegar, esta misma mañana he oído que ya han tomado algunos pueblos cercanos.
—Lo sé, Julio, la situación no es nada alentadora, pero no nos queda más remedio que ser fuertes y afrontarla. Cuando llegue el momento, tendremos que dejar que los italianos entren en el pueblo y colaborar con ellos, de lo contrario será mucho peor.
—No estoy tan seguro —añadió Julio tras un gesto de desaprobación, pues no confiaba en que esta postura evitara todo tipo de tropelías por parte de los militares extranjeros.
—Debes confiar, hijo, Dios nos protegerá. —Y añadió preocupado por las palabras de Julio—: Nosotros no podemos hacer nada.
—Perdone, don Miguel, pero sí hay algo que podemos hacer...
—¿En qué estás pensando?
—Si usted me ayuda, junto con mi padre construiremos un refugio. Aún nos queda tiempo y puede que sea necesario.
—No lo veo mala idea, pero siempre que me prometas que sería para proteger a la población y no para oponer resistencia alguna.
—Le aseguro que así será, padre, pero una cosa más: debemos también proteger nuestro legado. ¿Me permitirá esconder el Cristo de la Misericordia?
Los días siguientes fueron agotadores. El ritmo de trabajo que Julio se impuso para poder llevar a cabo su propósito fue durísimo, pero no había tiempo, todo debía estar listo para la llegada de los legionari.
¿Es esto el miedo? Pero también es valor, fuerza, incluso estar vivo... De nuevo siento esta extraña sensación. ¿Estoy entonces vivo? ¡Es absurdo! Sal ya de este circulo vicioso. Pero si es que no puedo, no sé quién soy, lo siento...
Debo volver al joven, hay que reconocer que es valiente, además me consuela saber que se va a enfrentar a mis mismos temores: el odio, la destrucción...
Capítulo 4. Llegó el momento
Siempre confié en Julio, desde muy niño me había demostrado que era una persona especial. Su sensibilidad, su disposición para ayudar a los demás, su calidad humana y en definitiva su forma de ser, le hacían único. Siempre fue una parte muy importante, no sólo de mi parroquia, sino también de mi vida.
Ahora, haciendo frente al infortunio, se había volcado totalmente en la protección del pueblo frente a la inminente llegada de las tropas italianas.
Toda su atención se centraba en la construcción del refugio para los vecinos, pero su pensamiento nunca abandonó al Cristo de la Misericordia. Tenía claro lo que debería hacer con él cuando llegara el momento.
Es algo que como cristiano, párroco del pueblo y sobre todo como vecino, siempre le agradeceré.
El toque de campanas le trajo el recuerdo, sin poder evitarlo, de aquel día en que empezó todo. Hacía ya algo más de un mes que vinieron las primeras noticias, las que desterrarían sin remedio la paz de sus vidas. El toque rápido y violento era inequívoco, avisaba de lo que ya todos esperaban.
El primer pensamiento de Julio fue para su familia. Debía avisarles para que estuvieran preparados, les indicaría que fueran al refugio. Tras recorrer la poca distancia que le separaba de su casa, avisó a su madre y a sus hermanas, quienes no tardaron en hacer lo que les pedía. Pero su padre no se encontraba allí, había salido a hacer un trabajo al otro lado del pueblo. Rezando para que don Antonio hubiera oído las campanas y ya estuviera prevenido y en un lugar seguro, se dirigió hacia la iglesia. Debía sacar de allí el Cristo de la Misericordia y guardarlo en el lugar que tenía previsto para su protección.
De nuevo ese temor, esa sensación que ahoga el alma. ¿Soy de este mundo si lo siento?
Él si lo era, sin duda. Tenía una difícil tarea que cumplir y no dudaría en llevarla a cabo.
El niño, entregado por completo al juego, buscaba un lugar donde esconderse de los demás chicos cuando se topó con ellas por casualidad, bajo la maleza había dos pequeñas portezuelas. El viejo jardín se encontraba situado en el lateral de una casa noble. Julio había oído comentar en alguna ocasión que estaba abandonada. Debido a la falta de cuidado, las plantas habían crecido a su antojo alcanzando la altura suficiente para tapar los pequeños portones que flanqueaban la entrada. Con la osadía propia de la niñez, no lo dudó y tiró con fuerza de aquellas viejas piezas de madera. Al principio ni se movieron, pero a medida que el chico tiró una y otra vez con fuerza, parecieron rendirse. Nada más abrirse al exterior, aquellas dependencias liberaron un fuerte olor áspero y pestilente que provocó que Julio retrocediera levemente. Pero, una vez pasados los primeros instantes, la nube fétida se disipó devolviéndole de nuevo las ganas de adentrarse en aquel lugar. Antes de cerrar las puertas, contando aún con la luz exterior, agarró una pequeña antorcha situada en un hueco de la pared, así como la piedra de sílex y el trozo de hierro que estaban junto a ella. Una vez la hubo prendido con aquellos utensilios, cerró las portezuelas y se adentró escaleras abajo en aquella galería.
El espacio que dejaba el corredor era poco más que el que ocuparía una persona adulta, pero para el tamaño de Julio era suficiente. A lo largo de ambas paredes se disponían, tapando varias hileras de huecos, unas piedras planas con diferentes signos grabados. El chico supo en seguida que se trataba de inscripciones en latín, pues las conocía de su experiencia como ayudante de don Miguel en misa. Ajeno ya totalmente al juego que le había llevado allí, un escalofrío recorrió todo su cuerpo cuando pensó que debían de ser unas antiguas catacumbas romanas. Entonces calculó, por la distancia recorrida, que se situaban bajo el Portal de San Pedro, que era la entrada principal al pueblo, aunque no la única.
«Dios, ¿unas catacumbas en el pueblo? —pensó—. ¿Sabrá alguien que están aquí? Nunca he oído hablar de ellas. Y... claro, todo esto serán... ¡tumbas! ¡Madre mía!».
Al hacerse consciente de donde estaba, de repente todo se tornó más lúgubre El resplandor que provocaba la antorcha tomó vida propia y comenzó a dibujar a su antojo figuras extrañas sobre la piedra. Pero no sólo eso, también pareció oír unos sonidos que antes no captaba, ruidos de piedras rozando entre si. Mientras deshacía con rapidez el camino andado en dirección a la salida, llegó la culminación del recital en que se había convertido la galería. Sonó un golpe seco e intenso, muy similar a una gran piedra que se quebrara, y a la vez, la antorcha sufrió un golpe de aire que la apagó. El miedo se apoderó del chico, que corrió a la salida como pudo apoyando las manos a ambos lados del corredor. Cuando tropezó con el primer escalón, ascendió por las escaleras sin ver nada y casi sin tocarlas, y empujó entonces las puertas con el alivio de sentir cómo se abrían. Una vez en el exterior, cerró de nuevo la entrada y, con el corazón queriendo salir de su pecho, observó extrañado cómo ya se había hecho de noche. Era curioso, pues cuando entró, la luz del día aún dominaba plenamente sobre la oscuridad. ¿Cuánto tiempo había pasado?, ¡si sólo había estado allí dentro un instante!, ¿o no? Entonces pensó en el castigo que seguramente le impondrían por llegar a casa tan tarde y decidió que no diría nada de su hallazgo, sería su secreto.
Fue inevitable que Julio recordara aquel inquietante suceso de la niñez al ver entrar, precisamente sobre las catacumbas, es decir, a través del Portal de San Pedro, a los primeros soldados de Mussolini.
No podría llevar a cabo su propósito, al menos de momento. El Cristo de la Misericordia aún permanecería en la iglesia.
Capítulo 5. La sorpresa
Como si la misma muerte, guadaña en mano, hubiera llegado, el pueblo se iba sumergiendo en la más profunda quietud. Ante la presencia de los legionari, todos se metían en casa cerrando puertas y ventanas, eso si no habían ido al refugio preparado para su protección. Pero la realidad era que los soldados, que en unos pocos minutos habían inundado la calle Mayor y la plaza del pueblo, no tenían la menor intención de usar la violencia, al menos de momento.
Un oficial cuyo uniforme y galones destacaban sobre los demás dio una serie de órdenes que otro soldado se apresuró a traducir. Las gritó en un castellano bastante bueno.
—El capitán Caffarelli pide que se presenten ante él las autoridades del pueblo, el alcalde y el cura. —Y añadió—: No tengáis miedo; si no hay resistencia, nadie tiene nada que temer.
Se suponía que Julio debía sentir alivio ante esta actitud, pero lo cierto es que un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. No sabía el motivo, pero intuía que algo horrible podía pasar.
Tras unos instantes, don Amadeo, el alcalde, salió junto a los dos alguaciles respondiendo a la demanda del recién llegado, y por la calle de San Antonio pronto apareció la figura de don Miguel, flanqueado por dos soldados italianos. El capitán se dirigió entonces hacia ellos acompañado por los que parecían ser otros oficiales.
Julio no entendió muy bien lo que hablaban debido a la distancia a la que se encontraba. Solamente alcanzó a distinguir una frase:
—Por cierto, padre, espero que comprenda que nos vemos obligados a ocupar la iglesia; necesitamos un lugar espacioso donde acomodar a nuestros soldados.
Ya en su hogar y junto a su familia, le invadió un efímero sentimiento. Por un lado, el joven sentía tranquilidad, ya que parecía que las tropas italianas no iban a hacer daño alguno a sus paisanos. Sin embargo, por otro lado, no podía dejar de pensar en que seguramente saquearían todas las provisiones del pueblo y harían en él lo que se les antojara, con el riesgo que eso suponía. En cuanto al Cristo de la Misericordia, le preocupaba especialmente, era consciente de que había algo en aquella obra que le atraía de una extraña forma; pero era inevitable, no podía cambiar ese sentimiento.
La volátil tranquilidad no duró mucho tiempo. A las pocas horas de la llegada del contingente extranjero, cuando ya todos parecían dormir, se oyeron los primeros disparos. Las guerrillas de republicanos no estaban totalmente ausentes en la comarca y debían estar esperando la llegada de los legionari para atacar. Debieron pensar que el establecimiento de las tropas en el pueblo, junto al hecho de estar concentradas en la iglesia y desprevenidas, era una oportunidad para hacerlo.
Aquellos primeros disparos fueron todo lo que Julio necesitaba oír. Inmediatamente, desoyendo las súplicas de sus padres, inició una carrera hacia la iglesia. Debía llegar antes de que los guerrilleros iniciaran una lucha encarnizada con los soldados que acabara destruyéndolo todo, y debía sacar de allí el Cristo de la Misericordia; de lo contrario, se perdería para siempre.
Gran virtud la valentía, alabada por todos pero secundada por pocos. Menospreciada tan sólo por los pusilánimes, que ven en ella temeridad y locura, y envidiada por quien la quisiera y no la consigue. Gran virtud, sin duda, que el joven poseía.
¿Y con respecto a mí? Para eso es preciso pertenecer a aquéllos que pueden hacer uso de la misma, y no es el caso; además, eso no es importante ahora ¿O si? ¡Maldita sea, otra vez la gran duda!, ¿a qué mundo pertenezco?
Las lágrimas emergían de los ojos de don Miguel de igual modo que el humo ascendía desde los rescoldos de lo que quedaba de la iglesia de Santa María. La que hasta ayer mismo y durante tantos años había sido su parroquia ahora se veía reducida a un montón de escombros y ceniza. Una inmensa sensación de ahogo le invadía, haciendo que el poco aire libre de humo que había en el lugar fuera totalmente insuficiente para llenar sus pulmones. Pero si su cuerpo sufría con aquella visión, su alma lo hacía mucho más. El padre Miguel, de repente, se sintió un anciano, incapaz de sacar fuerzas para afrontar lo que estaba pasando. Su vida estaba allí, en aquella parroquia, y ahora, al igual que ésta se había consumido ante el fuego, él lo hacía también ante el dolor. A la falta de aire le seguiría una fuerte opresión en el pecho que tras unos segundos se transformó en una intensa punzada, para pasar a continuación al más absoluto sosiego. El dolor cedió, de repente ya no sentía nada, pero su mente tuvo el tiempo suficiente para saber lo que le pasaba y adónde iba.
Fue don Antonio quien dio la noticia a Julio, mientras le curaba sus heridas, de la muerte de don Miguel. De los ojos del chico no brotaron lágrimas, simplemente se quedaron vacíos e inexpresivos, se mostró además incapaz de emitir palabra alguna. El maestro albañil supo que nunca volvería a ser el mismo, pues no sólo había perdido a su guía espiritual, sino que también se desvanecía una parte de él. Tanto don Antonio como su madre fueron incapaces de reprochar a Julio su conducta, sabían que lo había hecho por pura generosidad. Pero eso no evitaba que se sintieran profundamente preocupados. El chico era joven y sano, se repondría, pero sus heridas y quemaduras eran graves, necesitaría un buen tiempo para recuperarse del todo.
Lo ocurrido aquellos días en el pueblo no traería como consecuencia la retirada de las tropas extranjeras de aquella comarca, pero aún así sería vivido como una victoria por los republicanos, ya que habían causado muchas bajas italianas. Afortunadamente, y a pesar de la muerte de don Miguel, el refugio construido salvaría a la mayoría de los vecinos. Supuso por otro lado la destrucción de una parroquia antigua como la de Santa María, pero desde el primer día todos se volcarían en su reconstrucción; sería cuestión de tiempo, pero lo acabarían logrando. Más tarde o más temprano, volverían a tener una iglesia.
De cualquier forma, lo sucedido marcó un hito en Julio:
«Nunca olvidaré lo vivido aquel mes de febrero, la muerte de muchas personas, pero sobre todo la de don Miguel me marcaría para el resto de mi vida. La gran batalla que se produjo en el pueblo, localizada principalmente en la iglesia, me mostró el horror que el hombre es capaz de producir, y la destrucción de la iglesia me entristeció profundamente.
Con respecto a mi aventura..., ¿qué puedo decir? Hice lo que pude. Aún no comprendo exactamente lo que me movió a ello. Había algo que me llamaba, me estimulaba a comportarme así. Quizás fue la mirada del Cristo, o la belleza de sus trazos, tal vez el mensaje que pretendía transmitir o la historia que rodeaba a la obra y a su autor... No lo sé, pero siempre hubo en torno al tríptico algo especial, incluso sobrenatural, algo que no parecía de este mundo.
Todo eso fue lo que me llevó a actuar como lo hice... Y volvería a hacerlo».
Capítulo 6. Liberación
Año 1987, en un pueblo de Málaga...
Al principio se sintió asqueado. Era para él una obligación estar allí, nunca lo hubiera querido; de hecho, le repugnaba el lugar. Incluso, ¿por qué no reconocerlo?, le producía miedo, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo en cuanto supo de lo que se trataba.
El hecho de heredar la casa de su abuelo paterno le vino bastante bien. La verdad es que en aquel momento de su vida le resultó incluso providencial, debido a las dificultades económicas por las que estaba pasando. Otra cosa bien distinta era examinar aquel rincón escondido que su hijo pequeño había descubierto jugando. Pero debía hacerlo, ahora era su responsabilidad.
Una vez pasados los primeros momentos, fue superando el rechazo que sentía por el lugar, repulsión que desaparecería por completo cuando descubrió aquella joya. Desde el primer momento supo que estaba ante algo especial, la expresión de su cara y la precisión con que estaba pintado le abrumaron. Pero no lo podía comprender, ¿qué hacía una pintura de tal belleza en aquellas viejas catacumbas olvidadas bajo tierra?
Después de todo lo vivido, Julio no fue capaz de volver a por ella. Temía que si la sacaba de allí, algún otro episodio de la guerra podría volverla a poner en peligro, y no se sentía capaz. No hubiera soportado más muertes o más destrucción, de modo que esperaría a que la guerra terminara.
Sin embargo, el destino no le daría esa oportunidad, ya que Julio fallecería a comienzos de 1939, cuando, ajeno a su voluntad, no tuvo más remedio que participar en una escaramuza. Murió tranquilo, a sabiendas de que había sido una buena persona y siempre actuó como debía, pero no pudo evitar un último pensamiento para aquel año que tanto le marcó.
Esta expresión de sorpresa al descubrir la pintura me recordó a la que años atrás el joven Julio manifestara. Pero esta vez era algo diferente, en esta ocasión no se trataba de alguien tan especial. Además, el resto de circunstancias eran también distintas.
No volvería a empezar, no insistiría... Ya comenzaba a verlo todo claro y por primera vez encontraba respuesta a mis preguntas. Efectivamente, la respuesta era «no».
No estaba vivo, no pertenecía a este mundo y debía afrontar la realidad. Simplemente tenía una misión que cumplir y lo hice. Utilicé todas las armas que mi estado me permitió para lograr que un ser especial como Julio salvara mi obra.
Yo había fallecido. Debía irme, pero no lo podría hacer hasta asegurarme de que mi pintura iba a perpetuarse. Con la inestimable ayuda de Julio lo logré, y nunca se lo podré agradecer lo suficiente. Ahora ya puedo partir tranquilo sabiendo que de nuevo el Cristo de la Misericordia vuelve a ver la luz. No todo no vuelve a empezar aquí, sino que acaba aquí: por fin sé exactamente dónde estoy y sé adónde debo ir...
FIN
Francisco Manuel Sánchez Fernández