Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
38 – Primavera 2015
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Marimi vivía en el portal de al lado y por esa razón nuestros padres fomentaban nuestra amistad. Aunque no hacía falta, las dos nos admirábamos y coincidíamos en gustos, esperanzas y sueños, sueños que compartíamos. Marimi era baja y rechoncha, y yo, alta y delgada, por lo que no faltaba alguna envidiosa de nuestra amistad que, con ánimo de ofendernos, nos llamara «la gorda y la flaca». Esos apodos vejatorios, lejos de distanciarnos, nos unían con más fuerza, como soldados en la trinchera oyendo silbar las balas.
Recuerdo algunas cosas de Marimi vagamente, como la larguísima falda del uniforme. Su madre decía que la falda larga la hacía parecer más esbelta y que además no tendría que coser, porque, al no enseñar las rodillas, las monjas no le descoserían el dobladillo. También la recuerdo subiéndose los calcetines, que, no sé por qué extraña razón, siempre llevaba caídos. Pero, sobre todo, recuerdo el día de la pastelería, día que me marcó profundamente, hasta hoy.
Aquel día, Marimi y yo estábamos lamiendo los cristales de la pastelería de los hermanos García y repartiéndonos sus pasteles («yo me comería éste»; «y yo, éste»; «y éste»…), cuando se acercó un señor y nos dijo: «Venga, vamos a entrar, os invito. Podéis comeros todos los pasteles que queráis». Las dos nos quedamos inmóviles, sin atrevernos a entrar. Habíamos oído hablar de hombres malos, y, aunque no sabíamos muy bien qué es lo que hacían, sabíamos que no debíamos hacerles caso, porque eran malos hombres. Él se dio cuenta de nuestra reticencia y siguió hablando, con una sonrisa que oí, más que vi, pues al principio no me atrevía a levantar la vista del suelo. Pero, según iba hablando, mi vista se alzaba. Lo primero que vi fueron sus zapatos bicolores, blancos y beiges, calcetines blancos, pantalones beiges y camisa blanca remangada, al estilo de las películas de safaris. Cuando llegué a su camisa, él ya había hablado de su amistad con mis padres y había puesto el nombre a todos mis hermanos. Pero solo fue cuando habló de Tom, el setter que acompañaba a mi padre en sus cacerías, cuando mi vista llegó a su rostro. De pelo gris, ojos verdosos y llenos de vida y con una sonrisa de paz y sosiego que derrumbó todos mis ambages. Entré en la pastelería, seguida por Marimi. Me quedé inmóvil, mirando los pasteles y esperando la señal de partida. Cuando oí el «podéis comeros todos los pasteles que queráis; no os preocupéis por el dinero, yo invito», me lancé sobre un merengue y lo devoré hasta la nariz. Luego pedí un milhojas, que me constó acabar. Terminé empachada. «¿Os apetece otro?», preguntó. Las dos negamos con la cabeza y él abonó tranquilamente nuestra glotonería, mientras nos decía: «Cuando yo era pequeño, como vosotras, también me quedé mirando una pastelería y un señor, amigo de mis padres, me invitó a tomar todos los pasteles que quise. Aquel señor me dijo que a él también le había invitado a pasteles, cuando era pequeño, otro señor que también había sido invitado de niño. Esto es una cadena de hace mucho, mucho tiempo. Así que, cuando vosotras seáis mayores y veáis a un niño mirando los pasteles, invitadle, para que la cadena siga a través de los tiempos». Luego, se despidió de nostras con una sonrisa y un adiós. Yo me quedé pensativa, intentando imaginar cómo iban vestidos todos aquellos señores de hacía mucho, mucho tiempo, para, a través de su vestimenta, situarlos en un tiempo muy lejano a mí. Llegué hasta un tiempo en que los hombres se vestían con faldas y llevaban sandalias, aunque hiciera mucho frío. No lo sabía a ciencia cierta, pero lo que sí supe inmediatamente fue que yo cumpliría la promesa de invitar a pasteles cuando fuera mayor. Y así me lo prometí a mí misma.
Pasaron muchos, muchos años sin que yo cumpliera aquella promesa. Pero un día, al fin, vi a dos niños contemplando los pasteles a través de la vitrina, como antaño lo hiciera yo, y recordé mi promesa. Conocía a uno de ellos; era nieto de una compañera de trabajo, con la que simpatizaba. Me acerqué a ellos y saludé por su nombre al nieto de mi compañera. Luego, repetí exactamente las palabras de invitación que oí en mi tierna infancia y que nunca olvidé. El niño levantó la cabeza y, clavándome su mirada prepotente, despectiva, fría, se alejó sin decir palabra, dejándome helada y con la promesa incumplida.