Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 36 – Otoño 2014
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


La noche se torna día por el resplandor de las llamas que asoman amenazadoras desde el otro lado de la colina. Somos una veintena de hombres los que permanecemos ocultos a las afueras de la aldea, agazapados entre la maleza al pie de la pequeña montaña. El viento arrastra hasta nosotros desgarradores alaridos que proceden del pueblo vecino. Allí tengo buenos amigos y un escalofrío recorre mi cuerpo al pensar qué habrá sido de ellos. Los invasores no conocen la piedad, arrasan los poblados asesinando a todos sus habitantes. Las mujeres son violadas antes de ser descuartizadas y los niños son tomados como prisioneros, esclavos que desearán haber muerto junto a sus padres antes que vivir el calvario que les aguarda. No somos soldados ni hemos manejado más armas que los cubiertos que se utilizan para comer. Sabemos que nuestra aldea es la siguiente y que no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir ante la ferocidad de tales hordas. Al menos espero poder aguantar con vida el tiempo necesario para que nuestras familias puedan huir lo más lejos posible. 

Las primeras sombras de los sanguinarios guerreros preceden a sus siluetas en lo alto del monte. Sus estremecedores gritos penetran sin obstáculos en nuestros atemorizados oídos. Permanecemos escondidos mientras un pequeño desprendimiento de rocas se cierne sobre nosotros obligándonos a protegernos para no ser golpeados. Con horror comprobamos que no son piedras lo que rueda colina abajo, sino cabezas, rostros ensangrentados que conservan la última expresión de pánico de quienes acaban de ser brutalmente asesinados. Mi hermano contempla con pavor la cara desfigurada de una mujer que cae junto a él. Se trata de una joven que conocíamos y con la que solíamos coincidir en ferias y mercados. Sólo tenía catorce años, uno más que mi hermano. He intentado sin éxito convencer a mi padre de que le permitiera abandonar el pueblo con las mujeres y los niños, pero ha insistido en que su lugar estaba entre los hombres, protegiendo a su familia. No es fácil tomar la decisión de enfrentarte a la muerte junto a tus dos hijos y separarte para siempre de tu mujer y del resto de tus seres queridos. No hubo tiempo de despedidas. Tampoco habrá reencuentro.

Las pisadas y los gritos se hacen cada vez más fuertes. Tenso con fuerza mis manos sobre el rastrillo de labranza que utilizaré contra espadas, hachas y mazas. Por unos instantes la mirada de mi padre se une a la de mi hermano y a la mía. No dice nada, pero sus ojos reflejan la más amarga de las despedidas. Inclina levemente su cabeza mientras una media sonrisa se dibuja en sus labios. Acto seguido se levanta y comienza a correr colina arriba gritando y blandiendo su arma de campesino. De un salto, mi hermano y yo lo seguimos al tiempo que el resto de hombres de nuestra aldea gritan y corren valerosos hacia los invasores.

¡Por nuestras familias, por nuestro pueblo, por nuestro mundo!