Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 36 – Otoño 2014
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad,
fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad.
Tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos.
(Epitafio de Lord Byron a su perro Boatswain)


Acaso las sombras del recuerdo nos transmitan la clave necesaria que desvele el origen de nuestra desventura. Quizá podamos, al revivir los hechos del pasado, entender por qué nunca encontramos la felicidad al término de aquel viaje sin sentido. En una cuneta, purificados por el sol y bendecidos por los voraces cuervos del ocaso, descansan los restos de una criatura que todavía nos espera.

Era el tiempo de las opciones, de las crueles disyuntivas, de abandonar lo que según mis padres resultaba tan inútil como costoso, y yo, de entre todos los libros que amaba y permanecían escondidos en un viejo baúl, en la buhardilla, elegí La Odisea. Era un volumen pequeño, en octavo, de la colección Araluce, que ostentaba en la primera página el sello morado del Patronato de Misiones Pedagógicas de la República. Había que vender todo lo demás... conservando lo absolutamente imprescindible para el largo viaje. El sacrificio había sido unánime y cada miembro de la familia había contribuido desprendiéndose de sus posesiones más preciadas. Inmolábamos nuestro pasado para que mi hermano Manuel pudiera continuar sus estudios de bachillerato en una capital de provincias, cuyo nombre, aún después de tantos años, no puedo pronunciar sin que un estremecimiento me traspase el ánimo.

Primero nos deshicimos de todo lo superfluo y después fueron cayendo uno por uno los objetos que para mí eran míticos, porque yo los había hecho humanos al concederles un alma legendaria: la brújula, la lupa, el reloj de oro... Lloré cuando malvendimos la escopeta. Y ya, hundida por la pena, contemplé cómo mis padres regalaban a los vecinos las herramientas, los cacharros de la cocina, mi colección de fósiles y minerales, las jaulas de mi hermano, nuestros juguetes. Y, a pesar de todo, no podía imaginar que mi padre fuera a cometer el tremendo despropósito de poner a la venta a uno de nosotros, a quien formaba parte, por derecho propio, de nuestra familia... A Caribe, nuestro podenco, el extraordinario cazador que era mi sombra.

El viento de septiembre, indolente y caprichoso, apagaba los últimos ardores del verano que todavía abrasaba las ramas polvorientas de las sabinas. Todos los años escuchábamos su seductora balada, nos atraía hacia los campos con la alegre promesa de una cacería fructífera, siempre que fuéramos capaces de soportar la dureza del monte agreste, cubierto de secos matorrales que se desintegraban crepitando como leños en el hogar bajo nuestras pesadas botas. La empresa era ardua, pero nosotros sabíamos que, fuera de la Dehesa, en las alamedas del río, cuando caía la tarde, el viento guardaba para nosotros la dulce recompensaba de su brisa entre los chopos. Cerrábamos los ojos y aunque lleváramos vacíos el zurrón y la canana, nos sentíamos reconfortados, repletos de dicha y de frescura como si acabáramos de surgir del fondo de la presa del río.

La mañana de nuestra partida, el viento de septiembre susurraba entre las hojas de los plátanos de sombra que flanqueaban la calle mayor del pueblo, nos pedía que nos quedáramos, que no emprendiéramos aquel viaje incierto, que subiéramos una vez más a la Dehesa, donde nos esperaban, agazapadas en sus madrigueras, las bestias expectantes para practicar de nuevo el juego de la vida y de la muerte. Pero ya no había marcha atrás y nadie hizo caso de sus cantos de sirena.

La camioneta aparcó en la puerta de nuestra casa. Los vecinos que habían venido a despedirnos nos ayudaron a cargar los bártulos. La cama de nogal de los abuelos, los colchones, la escribanía... Todo lo que pudimos apilar en un equilibrio precario fue depositado y atado en la parte trasera, a la intemperie. En el suelo quedó abandonado lo que no conseguimos llevarnos, en un revoltijo desolador. Yo miraba tristemente esos objetos descartados, aferrada a mi maleta de cartón, donde había guardado los escasos recuerdos de un mundo irrecuperable.

De pronto, lo vimos aparecer por la carretera de Establés, corriendo entre las primeras casas del pueblo. Se aproximaba hacia nosotros como una exhalación, como si de alguna forma supiera que aquella era la última vez en que tendría la oportunidad de volver a vernos. Mi hermano y yo corrimos a su encuentro. Caribe se abalanzó sobre mí y me lamió las manos y la cara. Exultante de alegría, daba saltos locos como un pez que se resiste a morir fuera del agua. Manuel se arrodilló en el suelo y lo estrechó contra su pecho, ocultando sus lágrimas en el pelo duro e hirsuto del podenco. Los vecinos, que contemplaban fascinados la escena, iniciaron un gesto de alerta cuando distinguieron, por la misma carretera, en una moto vieja y renqueante, a Emilio, el Tuerto, el cazador de Mazarete al que, quince días atrás, mi padre había vendido a nuestro perro por una suma considerable. El Tuerto no había conseguido que cazara ni una sola vez con él, pues, en cuanto el nuevo amo se descuidaba, el perro regresaba a nuestra casa, su casa.

Cuando el Tuerto, áspero como un enebro, bajó de la moto, le pedí a Caribe que se marchara lejos, que huyera, pero el perro no me obedeció. Gruñó a su dueño, enseñándole los dientes amenazadoramente... El hombre no se inmutó. Llevaba la escopeta cargada al hombro y en la mano una cuerda de esparto que, con agilidad, echó al cuello del perro. Apretó el nudo y lo inmovilizó, estrangulándole. Nuestro perro comenzó a emitir un ladrido quejumbroso, tristísimo, del que se sabe perdido sin remisión.

Por detrás de nosotros, intuí la imponente figura de mi padre.

—¿Qué pasa, Emilio?
—Ya ve, don Antonio —dijo el Tuerto clavando su ojo ciclópeo en el rostro enjuto y moreno de mi padre—, que me ha vendido un mal bicho. Es la cuarta vez que vengo a buscarlo. Y la última.

Miré a mi padre y me sorprendió que no le contestara, porque, al igual que todos nosotros, había comprendido perfectamente las palabras del Tuerto. La amenaza velada que había lanzado contra el perro. En ese momento, atónita, comprendí que a mi padre ya no le importaba nada de lo que había abandonado. Había olvidado ya nuestras batidas por el cazadero de Valdeclares, Caribe saltando por el barranco pedregoso, levantando con sus latidos a los conejos, sacándolos de los espliegos, aliagas y zarzales donde se escondían, sin permitirles que se encadaran en la risquera, dirigiéndoles hacia donde les esperaban la escopeta y nuestros corazones anhelantes. No recordaba aquella tarde de invierno en que Caribe, protegiéndonos con su vida, ahuyentó a una jauría de perros asilvestrados. Ni el glorioso día en que Manuel, reptando por una tortuosa zorrera, rescató a Caribe, que se había quedado atrapado cuando buscaba alimañas en el interior del túnel. No podíamos quedarnos en silencio. Yo seguía esperando que algo ocurriera, que algo despertara en el corazón dormido de mi padre.

Entonces, se movió. Sin apartar los ojos del Tuerto, se agachó y recogió un periódico viejo, tirado en la carretera. Lo enrolló, se acercó al perro y lo golpeó varias veces en el morro babeante.

—¡Perro estúpido! ¡Vete y no vuelvas más!

Caribe retrocedió asustado, movido por el respeto ancestral que profesaba a su verdadero amo, e intentó cobijarse entre nuestras piernas. Pero Emilio, el Tuerto, tiró de la cuerda con rabia y lo llevó a su terreno. El perro gimió sordamente. Sus ojos estaban empañados por un dolor que no era físico, un dolor que surgía de su espíritu traicionado. No pude soportarlo. Le di la espalda a él y a mi padre para siempre. Me subí a la camioneta encaramándome sobre los colchones y me sumergí en un mutismo inquebrantable. No quise ver cómo el Tuerto se lo llevaba, arrastrándolo. Sólo escuché sus aullidos temblorosos, que se fueron disipando en el silencio de la tarde.


Ahora recuerdo, como en un sueño, que nuestros vecinos nos acompañaron a las alamedas del río, donde acababa el pueblo. Puedo evocar nebulosamente los últimos abrazos, las lágrimas de mi madre, las promesas, los encargos... Pero nunca he podido borrar de mi memoria la sorda detonación de un disparo de escopeta que conmocionó el momento sagrado de la despedida.

Interrogué a Manuel con la mirada, buscando una respuesta que me tranquilizara.

—Un furtivo —me dijo—. No te preocupes. Es un furtivo que anda pegando tiros por las lomas de Establés.

Los dos callamos. El peso de la pena nos mantuvo despiertos durante kilómetros de negras carreteras secundarias, hasta que contemplamos, en la lejanía, el resplandor de una ciudad dormida.

Nuestra odisea había comenzado y todavía no éramos conscientes, como yo lo soy ahora, de que la verdadera Ítaca se quedaba atrás, tirada en la cuneta donde también reposaban los despojos de una infancia que pudo ser feliz.