Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
36 – Otoño 2014
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Los tejados. Me pregunto para qué sirven los tejados, los techos que cubren las casas. Las casas que adornan las calles y las calles por las que transitan quienes viven en las casas. Hacer un trabalenguas de mi abuela frente al fogón. La leña apilada con cuidado. La mesa con mantel de hule. Sobre ella, el tazón rebosante de leche fresca, como fresco el olor a pan recién horneado. La magia de un nuevo día. De los buenos días y cómo has dormido. De la cartera junto las piernas flacas, de los cuadernos borroneados y presurosos libros abiertos en la lección de hoy. De traspasar una mañana tras otra la puerta siempre abierta y patear las piedras de la calle hasta la entrada del colegio.
Llegábamos desde las casas trepados a las tejas de nuestra fantasía. Desde los cuatro costados del pueblo relatando interminables goles y aclamados por la hinchada. Era normal la sucesión de imágenes de adultos que se interponían en el camino a la portería rival y nos acariciaban la cabeza al tiempo de alentarnos con un: cómo va el colegio, amigo. Eran seres vestidos de gris que extraviaron su infancia. No les llegó público a la puerta de los estadios, no se agotaron las entradas, sólo los días, y así encallecieron las manos y ablandaron sus corazones a base de amasar harina con lágrimas. A sabiendas de que no saldrían en los telediarios y ningún reportero dejaría la carretera principal para adentrarse en las estrechas calles, tan estrechas como empinadas. Sueños obligados a no mirar a mañana. A esperar el domingo y los días de fiesta. Los cumpleaños y alguna boda. Esos días el hule se cubría con el mantel de hilo también bordado por la abuela, y los platos y las copas se alineaban frente a la familia y vecinos que cantaban canciones de vino desafiando al tiempo, desafiando los sentimientos.
La maestra también era adulta y a veces indolente. Creo que se frustraba pensando en que la vocación de jugadores de fútbol no era compatible con historia y matemáticas. Además le faltaba gramática. Ella conocía hasta los tirantes sobre los que descansaban los techos. Ellos le decían todo, absolutamente todo. Quién iba y quién venía, quién sanaba y quién iba a morir. Mala cosa son los tirantes, decía. Lo que ellos avistan provoca conflictos entre vecinos, rencillas bajo las tejas, gestiona alcaldes, curas y comisarios.
La abuela había levantado la casa y todo lo que guardaba. Su marido, mi abuelo, dicen que marchó a una de esas guerras inventadas en las ciudades y no volvió. Ella levantó paredes, tuvo a mi madre y necesitó cada uno de los días que le asignaron. Por eso su pelo era blanco. El color del tiempo gastado. Sus mañanas fueron mis mañanas asemejadas cada quince metros de fachada y tanto que las más de las veces, cuando alguien estaba cerca de alcanzar las fantasías, le podía la fatiga y moría.
Así ella decidió morir en el atardecer de un verano asfixiante y con mosquitos. Definitivamente las monedas del tiempo se habían agotado. La última quedó en el cepillo de la misa de las diez ese mismo día, y abuela no lo sabía. Caminó lento de regreso a casa conversando con otras abuelas, según parece tenía planes de cambiar su eterno mantel de hule por uno que le había mandado mi madre desde la capital. Blanco con un cerco verde y rosas decorando las esquinas. Un cerco de vida alrededor de la mesa. Mi hija es agradecida. Alguien la saludó y ella no contestó. Lo único que recuerdo es la gente alrededor de su mecedora y el cura dándole la extremaunción.
El nuevo techo de la abuela no necesitó tejas ni tirantes. Desde ese día el monedero vacío sobre la mesa permaneció en silencio y las calles desvanecidas sin esquinas. Lo suyo pasó a ser un largo túnel que transitar con diferente moneda de cambio.
El camino al cementerio lo hicimos en un silencio apenas interrumpido por el quejido de alguna piedra al ser pateada. No era fiesta pero todos estábamos allí y, a falta de gritos, sólo algún sollozo presentía el final. La abuela regresaba triunfante a la tierra. Se lo merecía, le había ganado por goleada a la vida.
Los espectadores llegados desde otros pueblos me besaban con cariño y reconocían mis cualidades para el deporte. El futuro desde ahora va a ser diferente, te espera el gran club de la capital y vivirás rodeado de fotógrafos.
Hoy estoy seguro de que mi madre no estuvo en el cementerio y fui yo quien dejó un ramito de flores cuando los primeros terrones secos cayeron sobre la caja. Con la vista busqué el pueblo. Ya no estaba. Apenas una foto de techos cubriendo casas. De casas perfilando calles por las que transitan quienes viven en las casas. La de la abuela ahora tenía las ventanas cerradas y por la puerta por la que ella salió yo entré para volver a salir y llevar en los ojos un gato desperezándose en el tejado. Él iba a ser testigo de cómo cedían los tirantes y las tejas caerían sobre la mesa llena de soledad pese al mantel de hule.
La maestra besó varias veces mi frente en el andén, justo antes de subir al tren que me llevó a la capital. Desconocía a mi madre. No preparaba el desayuno, no tenía leña apilada ni respuestas para mis preguntas. Por mi padre nunca pregunté. Me contentaban los cromos de la Liga.
Desde ese día todo se confunde en la memoria. La carrera como futbolista se agotó sin piedras que patear. Los cuadernos aburridos pocas veces dejaron la cartera que la maestra se empeñó en que conservara. Cuando las nuevas calles con extraños buenos días se hicieron cuesta arriba recordé el monedero vacío de la abuela y añoré las fachadas del pueblo. Había comenzado a gastar mis monedas sin preocuparme el precio que pagar. A razonar el porqué de los tejados.