Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 36 – Otoño 2014
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Hoy es el término.

La noche lateral de los pantanos

me acecha y me demora.

Jorge Luis Borges

(Poema conjetural)

 

 

Al abrir la puerta, la paz de aquel día cesó fatalmente. Fue una premonición del destino, de la suerte que tal vez podría haber evitado negándole el paso, acaso fingiendo una enfermedad, una desgracia familiar o, en fin, cualquier pretexto para evitar los caprichos del destino. De haberlo sabido, como hubiéramos hecho todos sin duda, Bernardo le hubiera prohibido la entrada y aquella tarde podría haber sido así una más en su vida, una cuenta más del rosario de días que se iban sucediendo sin pena ni gloria.

Pero Bernardo, en vez de oponerse, se limitó a mirarlo con la admiración de quien contempla a una celebridad y, a la vez, con la nostalgia de quien desvela una estampa ya marchita por el tiempo. De una cosa estaba seguro: no se trataba de un sueño, era él en persona. De pie sobre el felpudo, el visitante permaneció quieto un instante que a Bernardo le pareció no tener fin. La visita, tal vez porque jamás había tenido la menor delicadeza con él, seguía pisando su apreciado felpudo. Bernardo lo había comprado hacía mucho, en una época en la que aún esperaba de la vida unas pinceladas de felicidad. De cuando los restos de juventud todavía lo empujaban a buscar la emoción en forma de fama o de aventuras amorosas, por inocentes que fueran. Entonces, en un mercadillo de la playa adquirió la esterilla porque tenía escrito BIENVENIDOS, y le pareció una sugestiva invitación a los visitantes de su casa. Pagó unas monedas a un gitano tonante y guardó bajo su cama aquel rectángulo azul marino con letras blancas. Como de costumbre, su madre, inaccesible a las debilidades humanas, criticó su iniciativa y consideró el felpudo caro y feo o, por usar su propia contundencia verbal, una frivolidad, un gasto inútil, una mamarrachada.

—Pero mamá, déjame que lo ponga en la casa de Murcia. ¡Verás lo bien que queda!

Pensaba ingenuamente que, con esa compra, su casa iba a abrir la puerta a la alegría, al sentimiento, a la espontaneidad, a la carcajada, tal vez al amor. Por fin, un día de Navidad, contagiado del espíritu festivo, lo colocó en la entrada y, desde entonces, el felpudo se fue desgastando, pisada a pisada, mes a mes. Al compás de esta degradación, Isabel fue olvidando el asunto y Bernardo llegó a admitir con tristeza que lo obvio se había hecho realidad, que el felpudo no los había convertido en personas felices, ni alegres ni vividoras. A pesar de todo, la vieja estera seguía guardando la entrada de la casa.

A sus cuarenta años, Bernardo aún vivía con su madre Isabel, una setentona menuda y enérgica, cuyo marido había muerto víctima de un cáncer de estómago a los pocos meses de nacer el niño. A la madre y al hijo se les había sumado, desde hacía poco, un hermano de Isabel, el tío Santi. El hombre sufría algún tipo de demencia senil y hubiera sido una crueldad dejarlo solo en su piso del centro, aunque el alquiler fuera muy barato y diera lástima desaprovecharlo, en el fondo. De modo que decidieron traerlo a casa para que estuviera acompañado durante sus últimos años. O más correcto sería decir que Isabel decidió la venida de su hermano, sin consultarlo siquiera con su hijo.

Efectivamente, había sonado el timbre y Luis Alberto, su antiguo compañero de facultad, había aparecido inopinadamente en el umbral de la puerta pisando su felpudo, ajeno al simbolismo de aquel gesto. Desde que terminaron sus estudios universitarios, la relación de los amigos se había hecho distante. Mientras Bernardo parecía caminar por la vida a paso lento, abrir un despacho donde colgar el título y esperar la lluvia lenta de clientes en esta tierra seca de Murcia, Luis Alberto salió a la carrera en su fórmula uno y se perdió en lontananza escalando puestos importantes. Nada más licenciarse en Derecho se casó con la hija del alcalde de la ciudad. Unos años más tarde fue elegido concejal. Le otorgaron la delegación de urbanismo justo cuando se estaba elaborando un plan nuevo. Creó su equipo de abogados y de arquitectos. Su fama y su familiaridad con los políticos locales de la región le consiguieron nuevas clientelas entre grandes promotores urbanísticos. Como una cosa llama a la otra, el dinero y los conocimientos que había amasado le permitieron publicar libros anunciados a bombo y platillo, redactados por su equipo de abogados. En realidad, no tenían profundidad ni rigor jurídico, pero trataban temas de actualidad para el mundo del Derecho. Con lo dicho no queda duda de su personalidad: extravertido, dicharachero, embaucador. Más vale una buena cena con un juez que una demanda sesuda, solía afirmar entre carcajadas. Vividor, mujeriego, gran comensal, se hizo un chalet lujoso y descomunal en una conocida urbanización de lujo a donde llevaba a jueces, concejales y promotores inmobiliarios a pasar veladas entre jaurías de ninfómanas que animaban el cotarro, según él. Luis Alberto era fornido, ligeramente alto y ligeramente gordo, pero su garganta no era ligera sino potente, capaz de dar una conferencia ante un auditorio numeroso sin necesidad de micro. Era un tío simpático, un triunfador desinhibido que se había separado de su mujer para poder disfrutar su vida de éxitos. No tenía todavía los cuarenta y desde hacía dieciocho no había puesto los pies en casa de Bernardo.

Y allí estaba, sonriente, ignorante de las consecuencias de su visita. Desde los años de la Facultad se habían visto únicamente en congresos, en el Colegio de Abogados, en conferencias y demás actos sociales. En todos estos eventos Luis Alberto lo había tratado con una simpatía que no conseguía, sin embargo, ocultar la disparidad de sus trayectorias. Al contrario, se imponía al primer cruce de miradas. Yo soy una estrella, tú eres un humilde picapleitos; mi voz es un huracán, la tuya una flauta rota. Y como a Luis Alberto le aburrían los aburridos enseguida se despedía calurosamente pasándole el brazo por los hombros, bueno, Bernardo, ya sabes, como en los viejos tiempos, para lo que quieras.

Sí, ahora estaba allí, encima del felpudo. La Fama visitando a la Humildad. La Fama en el extrarradio de la ciudad, en una vivienda que hacía las veces de despacho a las horas de visita. Esta sorpresiva aparición debía explicarse, exigía una presentación, pero, por raro que pareciera, Luis Alberto no decía nada. ¡Qué extraño! Parecía un tendero bonachón esperando la petición del cliente, que en este caso sería Bernardo. O mejor, se diría que buscaba ayuda, como si se estuviera refugiando en sus orígenes, en su viejo y leal amigo de la Facultad, mientras huía de alguna desgracia.

Todavía no era hora de cenar, pero desde la cocina ya llegaba el efluvio de la coliflor. Ese olor avergonzó a Bernardo, porque imaginaba ingenuamente que Luis Alberto no solía cenar hervido de verduras, sino marisco o buenos pescados o solomillos de ternera con salsas maravillosas, sin sospechar siquiera la suerte de su colega y sus preocupaciones. De un momento a otro su madre saldría en bata y sin su peluca de calle, con esos cuatro pelos enroscados sobre el cráneo, avisando que la cena estaba ya preparada. Bernardo sintió unos deseos irreprimibles de despedirlo y cerrar tranquilamente la puerta, volviendo a la seguridad del hogar representada por ese olor del hervido al que luego habría de llegarle la acidez del vinagre para alcanzar el summum del placer al juntarse ambos en la boca con la solidez tibia del pan.

—Pero pasa, no te quedes ahí, Luis Alberto. ¡Qué bueno tú por aquí! ¿De dónde vienes?

—Del centro, de presentar mi libro sobre la ley del suelo murciana, ya sabes.

Bernardo se dio cuenta de que a Luis Alberto le pasaba algo, porque en condiciones normales hubiera dicho algo más burlón, por ejemplo: de presentar ese bodrio sobre la ley del suelo, ya sabes que sembrar la confusión me pone, ¡ja, ja, ja! Aquella vez no, en ese instante parecía inocente, casi un niño bueno. En cualquier caso, era Luis Alberto y ahí estaba, en su casa, husmeando sus privacidades, aquellas que Bernardo no quería mostrar al gran triunfador ni a nadie, desde que comprobó la inoperancia del felpudo. Y lo irremediable se produjo: apareció Isabel ataviada con una bata azul de paño grueso y tan calva como los años la habían dibujado, para vergüenza de Bernardo. Sin embargo, Luis Alberto se mostró indiferente y sólo contestó con un ahogado murmullo de afirmación cuando Isabel le sugirió que se quedara a cenar. Mientras la mujer se arreglaba un poco y ponía la mesa pasaron a una pequeña habitación que llamaban pomposamente sala de visitas y que daba a un patio de luces. Bajo una luz mortecina se sentaron en un tresillo1 de escay verde floreado con cojines de frivolité2.

Lo había comprado el tío Santi en los sesenta a un huertano-tapicero de Puente Tocinos que tuvo un arrebato de creatividad tras hojear una revista de moda parisina y, a pesar de ser un buen belenista artesano, según sus paisanos, saltaba a la vista su confección artesana. Los defectos que lo exornaban fueron siempre el orgullo de Santi y de nadie más. Cuando acogieron al tío, el anciano quiso traerse su sofá y, para complacerlo, se deshicieron de unos viejos muebles y, en su lugar, lo colocaron en esa sala con vistas al patio de luces, donde el anciano, desde entonces, solía pasar las largas tardes de invierno.

El anciano repetía las ideas como si estuviera volviendo a la infancia, ese mundo donde está permitida la fantasía y el juego, donde el rigor no sobrevuela aún las cabezas ni aletea como un cuervo negro para agriar la vida. Las mismas historias, siempre las mismas historias, con la misma estructura, arañaban el silencio de la sala y los amigos o parientes buscaban cualquier pretexto para despedirse lo antes posible. Pero Bernardo era la excepción de la familia porque se sentía bien a su lado, en el tresillo de escay verde de la sala de visitas, arrullado por la lenta salmodia que parecía no tener fin.

—No crea usted que aquella novela me llevó mucho tiempo, no, por favor, no. Sencillamente me cargué de café y una botella de vino de Jumilla, que entonces era un vino para camioneros, amargo y fuerte, me senté ante mi Underwood3 y clap, clap, clap, toda la noche estuvo fluyendo la historia de mi mente, sí, sí, bueno, mire usted, así fue.

Todas las tardes que podía, mientras Isabel se enfrascaba con sus bordados en la sala principal, Bernardo escuchaba pacientemente a su tío, celebraba por enésima vez sus chistes y, cuando el anciano se dormía, agotado por la febril conversación, le colocaba un cojín floreado bajo el cuello. Parecía un muñeco delicado, iluminado por el trasluz de la tenue ventana de la sala. Si se muriera ahora tendría la muerte ideal, tranquila, indolora, colofón de una vida intensa, solía pensar Bernardo mientras salía silenciosamente para respetar al máximo su sueño. El tío Santi fue de joven un agente de seguros de la Aseguradora Italiana, pero a los cuarenta años dejó de trabajar y se dedicó a escribir, a hacer por fin lo único que le gustaba en realidad. Ahora vivía en un permanente estado de tertulia o visita de cortesía con todo el mundo y hablaba de su mundo favorito a los acompañantes. No importaba quiénes fueran, él los convertía automáticamente en personajes, no se sabía si ficticios o reales, le hacían la visita y lo oían como si todavía estuviera en la tertulia del casino o del café Gran Vía. Era un personaje de otra época, anclado en los recuerdos de un mundo ya desintegrado. Había sido un escritor de póquer. Cuatro libros como cuatros ases: La venganza, un libro de relatos, ambientados en el mundo huertano; La cuerda floja, una antología de sus sonetos; La Isla, una novela que ganó un premio en un concurso de un ayuntamiento zamorano, cuyo tema giraba en torno a una isla ideal, fantaseada y deseada por un enfermo terminal que muere atrapado por un león de la isla mientras muere de verdad en el hospital. Y por fin La Memoria, un libro autobiográfico, de importancia meramente familiar y que ninguno de sus parientes leyó con agrado por la sinceridad de sus páginas. A estas obras hay que sumar algunos artículos en La Verdad de Murcia, de motivos locales por lo general.

Sentado en su sofá favorito, el tío Santi se había despertado de su cabezada y le contaba a Luis Alberto una historia antigua. La de su amigo Arturo, el inventor sedicente, el que vivía en una buhardilla en el barrio de San Andrés. El que salía de noche para darse a la bohemia por las calles de la Murcia de principios del siglo xx y se acostaba al amanecer. Este curioso personaje siempre había sostenido que podía vivir de su oficio y tuvo engañada a su familia y a sus amigos. En realidad, solamente se le conocía un invento: la radio de galena, aunque muchos años después de que Marconi la presentara al mundo.

—Nadie sabía qué comía o si había comido alguna vez. Claro, que beber, sí que bebía, el tío. Pues por ahí andaba con su capa negra y desgastada.

Esa tarde, Luis Alberto lo miraba sonriente. Alguna vez asentía con su vozarrón como diciendo qué cuentos tan disparatados los de don Santiago.

—¿Y de verdad conoció a don Arturo?

—Ya lo creo.

—Pero sería usted muy pequeño.

—Ya, ya.

Durante la cena, el invitado no fue fiel a su imagen de macho alfa. Ningún chascarrillo, sarcasmo o barbaridad. Al contrario, se interesó de forma cariñosa por la salud de Isabel y por las comidas de tío Santi. Miramiento de Luis Alberto que incluyó interés por las historias familiares. Hasta hizo un esfuerzo por recordar anécdotas de la universidad. Por ejemplo, la historia de Los Porculeros en la que Bernardo estuvo implicado. Con unos estudiantes de Medicina, organizaron una función absurda, contracultural, muy del gusto de aquellos años, en la que aparecía un burro en el escenario. El acto se les fue de las manos. El caso es que el animal se escapó corriendo para escándalo del orbe universitario. Muerto de risa, Luis Alberto había presenciado la escena desde su butaca y recordó a Bernardo su maravillosa actuación.

Isabel sacó a los postres un pacharán, un whisky con hielo y ginebra para hacer cubatas. Esta invitación a continuar la velada fue la perdición de Bernardo, que al día siguiente tenía un acto en el juzgado de instrucción número uno de Murcia. Se estaba haciendo tarde para cumplir con sus rituales de lavarse los dientes, escoger la ropa del día siguiente, colocar un vaso de agua encima del hule bordado que protegía su mesilla, ponerse el pijama, leer un poco y, con la radio bajo la almohada, esperar el sueño que llegaba siempre antes de dar las doce. Luis Alberto bebía y los sonreía cortésmente una y otra vez. Conforme avanzaba la noche el invitado dio muestras de estar borracho y se quedó dormido en el comedor. Isabel dispuso que pasara la noche en la casa y durmiera con Bernardo en su propia cama, que era muy ancha, porque Isabel no quería que le sudara y manchara de babas el sofá donde hacía su punto de encaje, inspirada en las telenovelas y magazines de frivolidades todas las tardes después del café. También descartó el tresillo por incómodo y contrahecho. Bernardo hizo un amago de oposición.

—Pero mamá, ¿cómo vamos a dormir juntos?

­—Debes tratarlo bien. Nunca se sabe, a lo mejor un día lo necesitas.

Luis Alberto se puso un pijama del tío Santi tan pequeño que no podía abotonárselo. El vientre blanco, grasiento y abultado, le sobresalía grotescamente.

Se metió en la cama ocupando el lado izquierdo y Bernardo se tumbó en el hueco restante, contrariado por tener su mesilla tan lejos. Transigió para no alargar la charla. Eran las dos y aún tardaría en dormirse. Pensaba que en el juzgado estaría al día siguiente espeso y sin reflejos. Le daba vueltas el pensamiento, se preguntaba si Luis Alberto roncaría, si aquella situación era normal o la había urdido el hado para su mal. En cualquier caso, nunca había pensado que llegaría a dormir con un hombre y menos con Luis Alberto.

—¿Sabes una cosa que me preocupa?

—No —contestó Bernardo molesto por tener que mantener la conversación y abandonar sus pensamientos.

—Me preocupa la pervivencia del apetito sociosexual.

—¿Qué me estás contando, Luis Alberto?

—Seguro que nunca te has parado a pensar qué sería del mundo si desapareciera de repente el apetito sexual de todos los hombres y mujeres.

—¿Qué quieres que te diga?, pues no.

—Me imagino que ya nadie podría levantarse por las mañanas ilusionado, nadie se arreglaría con esmero al vestir. Total, ¿para qué?, pa ver cuatro espigas arroyás y pegás a la tierra4.

Bernardo calló, expectante.

—¿Para qué luchamos en la vida? Para conseguir la mayor satisfacción sexual posible. Como los animales, porque somos animales, sí Bernardo, tú también. Somos putos animales, eso sí, más evolucionados que los demás y además no sólo follamos en temporada de celo, no. Lo hacemos todo el año. De modo que imagínate qué situación tan extremadamente grave. La vida no tendría mucho sentido. No habría bodas, ni embarazos. Bueno, tal vez se pudiera fecundar artificialmente a las mujeres para perpetuar la especie. Pero lo peor sería que no habría puti-clubs, ni sex-shops. ¿Te imaginas? Sería un país de viejos, sin viejos verdes siquiera.

—Pero tampoco habría violaciones, ni pedofilia, ni abusos y toda esa violencia sexual tan horrorosa. Y, bueno, Luis Alberto, ¿por qué se iba a producir esa circunstancia?

—Imagínate un fogonazo, como en El día de los trífidos5 de Wyndham, solamente que ahora se trataría de un experimento de la guerra nuclear, que dejara a todos los hombres inapetentes.

Bueno, no me parece que sea posible. Es inverosímil, porque el resplandor ese o lo que sea no podría afectar a todo el mundo.

—¡Claro! Quedarían unos pocos a los que el fogonazo no habría alcanzado por varias circunstancias. Esos serían unos enfermos, solitarios en la sociedad casta y pudorosa, buscando sexo. Imagínate qué papelón. Disimulando la atracción por los cuerpos ajenos. ¡Qué más da! La sociedad seria y puritana te condenaría al menor atisbo de alegría.

Bernardo calló un rato repasando con preocupación esas elucubraciones.

—Y eso ¿tiene que ver con tu vida? ¿Es que te sientes así de verdad? El llanero solitario sexuado, ¡como si tú fueras el único que tuviera pulsiones en las venas! A veces me pareces un poco egocentrista, no te lo tomes a mal, pero eso es lo que pienso... y lo que piensa mucha gente. Además, la vida se mueve por impulsos distintos a lo que mencionas, amigo freudiano.

Luis Alberto no le contestó, porque estaba ya durmiendo. Enseguida comenzó a roncar con un ritmo constante, como una ola, un vaivén estridente, un batán horrísono de obediencia telúrica.

Tras una hora de soniquete, resignado al insomnio y fantaseando con su isla abandonada donde él era un Robinson Crusoe viviendo una vida maravillosa, a Bernardo lo sorprendió su compañero de cama. Lo sorprendió con un extraño juego. ¿Qué hacía? De pronto Luis Alberto, sin dejar de roncar, abrió los ojos, le sonrió y le pellizcó el vientre burlonamente.

—¿Qué haces?, ¿qué haces?

Y como no dejaba de tocarlo, para rechazarlo, lo empujó con todas sus fuerzas hasta que cayó al suelo: la Fama, hecha un pelele, dejó de roncar. Luis Alberto se levantó, sonrió como el gato de Cheshire6 y enseguida se metió en la cama y volvió a roncar como si no hubiera pasado nada, con la misma cara de inocente y bobo que tanto había extrañado a Bernardo cuando le abrió la puerta de su casa, porque aquella fisonomía resultaba la de una persona sin poder, la de un perdedor, y el gran Luis Alberto siempre había sido la insoportable y petulante personificación del éxito.

Al poco volvió al jueguecito, la mano revoltosa de Luis Alberto amasaba su vientre, hundía sus dedos en sus michelines hasta que Bernardo, indignado, la rechazaba. Al segundo embate, Bernardo respondió con una bofetada. Al tercero, agarró la papada de Luis Alberto, hermosa y oronda, y se la retorció con una violencia inusitada en él, incluso le dejó las huellas de su mano, unas señales rojas. Al cuarto, le golpeó la cabeza con el despertador y le abrió una herida en la ceja. Todas las veces, Luis Alberto se levantaba del suelo sonriente y estúpido. Eran las cuatro y el ruido había sido exagerado. Isabel entró en la habitación.

—Bernardo, ¿qué pasa?

—Nada, mamá.

—¿Qué ha sido ese ruido?

—Nada, mamá, que Luis Alberto se ha caído.

—¿Y esos insultos?

—Nada, que habla en sueños.

—Bueno, duerme, cariño.

—Adiós, mamá.

—Adiós, Bernardo.

El tío también se había despertado y se había acercado a la puerta de la habitación de Bernardo, oyendo los gritos y los golpes. Se había sentado en una silla del pasillo junto al mueble del teléfono, mientras lloraba recordando algunos lances tristes de su oscura historia. Los gritos y los golpes lo habían despertado de su permanente estado de visita, de cortesía, y encaraba la realidad con su propia crudeza. Se sintió viejo y débil.

—Vamos, Santi, acuéstate, son cosas de los chicos, que son bromistas.

Bernardo quiso acabar con el asunto:

—Luis Alberto, ¿por qué haces eso? Te he pegado fuerte, no me has dejado otra opción, no me gusta que me manosees la barriga, que me molestes aunque estés borracho. Has despertado a mamá y es posible que también al tío Santi. Así que duerme un poco y si no estás a gusto, te puedes ir de casa. Luis Alberto, ¿me has entendido?

La contestación adoptó la forma horrísona del ronquido. Cuando Bernardo, una vez sosegado del nerviosismo, empezaba a descender por el dulce talud del sueño, Luis Alberto volvió a palparle la barriga con su sonrisa pueril. Nuevamente, después de múltiples súplicas y protestas, Bernardo lo golpeó con fuerza y lo tiró al suelo. Y para garantizar definitivamente su silencio, le selló la boca con la cinta de embalar que utilizaba para empaquetar los papeles y periódicos destinados al contenedor de reciclaje. Le ató pies y manos. Se metió en la cama, acalorado y nervioso, dominado por una ira que no podía retener aunque era un maestro en la represión de sus propios impulsos. Mientras se tapaba con el embozo de la cama vio a Luis Alberto agitarse en el suelo como un gusano de seda, luchando por salir de esa situación.

—Vamos a ver si ahora me dejas en paz, que me queda sólo un par de horas. No te comprendo, no te comprendo, Luis Alberto, qué borrachera tan tonta has pillado. Es como si el fogonazo que decías te hubiera afectado no al sexo, sino al entendimiento. Pues así vas a descansar. Incómodo, pero vas a descansar, pijo.

Se interesó Isabel a través de la puerta del dormitorio.

—No, mamá, no te preocupes, ya estamos bien. Lo hemos arreglado. Luis Alberto estaba indispuesto por la cena y eso, pero ya está bien. Descansaremos por fin, adiós, mamá.

A la mañana siguiente, el destino le propuso a Bernardo un nuevo camino que no tenía vuelta atrás: Luis Alberto estaba muerto. Se había asfixiado con la cinta de embalar, muy ancha y muy recia para sus orificios nasales. A pesar de su corpulencia y de su vigor físico, la respiración se le debía de haber hecho imposible.

—Luis Alberto, ¡por favor! Despierta, no hagas tonterías, venga, venga, no sigas jugando a tus juegos estúpidos, que ya no estás borracho y yo debo acudir al juzgado. ¿Por qué no abres los ojos?

Luis Alberto era un muñeco en pijama, con la barriga peluda y blanca al aire, atado de pies y manos, tirado en el suelo de mala manera. Aceptando lo irremediable de la tragedia, Bernardo se sentó en la cama abrumado por el fogonazo de la angustia. Sentía punzadas de dolor en la cabeza, una corona de espinas clavada en sus sienes. Era el miedo a la cárcel y al reproche social. No sentía dolor por Luis Alberto, apenas le tenía afecto. Además, pensaba que había muerto por su culpa. Si no me hubiera molestado tanto y tan estúpidamente, si no tuviera que ir hoy al juzgado, si no hubiera despertado a mamá y al tío, tal vez no me hubiera puesto tan nervioso...

—Mamá, no limpies el cuarto, que yo lo arreglo luego, cuando venga. Luis Alberto se ha marchado, tenía prisa, ya sabes cómo es él, siempre liado. Y dile al tío que le compraré el periódico.

Bernardo había resuelto deshacerse del cadáver una vez volviera del juzgado, pero Isabel anunció que llevaba a su hermano a la calle. Entonces, Bernardo reconsideró su plan y decidió quedarse en casa para hacer el trabajo sucio. Cuando salían su madre y su tío, intentando disimular su estado de agitación, les habló con una voz débil.

—Tío Santi, te vas al centro, ¿no?

Se trataba del centro de día, un hogar del pensionista donde los viejos podían pasar las horas en compañía y de paso liberaban de carga a la familia.

—Sí, me voy. Ya no sé si volveré, hoy es el fin... Me siento como don Fabrizio7...

—Vamos, tío, no digas eso. Vas a vivir muchos años más todavía. Deberías escribir otra novela...

—No, no y no.

Una vez solo, Bernardo hizo unas llamadas. Un colega lo sustituyó en el juzgado. Pasó todo el día construyendo la obra para emparedar a Luis Alberto. Condenó parte del cuarto ropero. Colocó el cadáver de pie, sujeto por las axilas y el vientre mediante los pulpos del coche. A Bernardo le impresionó especialmente verle colgado de la barra, amarrado a la pared como un maniquí realista y, conmovido por la injusticia de su muerte accidental, paró la obra. Con las manos sucias y enrojecidas todavía, le dedicó un minuto de silencio y recogimiento. La Fama inmóvil y presa se iba a quedar sola y a oscuras como los muertos del cementerio, pero de pie acompañada de paletadas de mortero y de ladrillo, de su querido ladrillo, al que tanto debía.

—Adiós, Luis Alberto, es duro morir, tú sabes.8

Levantó una pared nueva. Volvió a pintar el ropero. Finalmente, agotado, somnoliento y con las manos destrozadas, echó a un contenedor de la calle los ladrillos y masa sobrantes. En la cena, la angustia de la tragedia le impedía aún paladear el hervido. El tío Santi había regresado con vida del centro, pero su fisonomía era otra. Estaba cansado y sin ganas de ver a nadie, concentrado en percibir la agonía de su alma. Tal vez mañana volvería a despedirse para siempre. Isabel se quedó en silencio oyendo el noticiario de la noche. La Guardia Civil detuvo esta mañana en Algaida a ocho personas supuestamente relacionadas con la presunta trama de corrupción urbanística que se habría desarrollado en el Ayuntamiento de esa ciudad murciana desde hace cuatro años. La investigación ahora en marcha fue impulsada por la Fiscalía, a raíz de una denuncia en la que se acusaba al alcalde de haber creado una red de tráfico de influencias, favoreciendo a varios promotores urbanísticos. También han sido detenidos, entre otros, el arquitecto municipal. Se busca así mismo al célebre abogado Luis Alberto Buendía Gómez, que se encuentra en paradero desconocido. Se sospecha que fue alertado por una filtración y ha conseguido eludir la acción de la Justicia.

Isabel no hizo mención al fuerte olor de la pintura y Bernardo no consiguió que la coliflor le supiera tan bien como siempre. No importaba, esperaba que mañana todo volviera a su ser, sin reparar en la naturaleza caprichosa del destino.



Orihuela, nueve de septiembre de 2014


 

 

1 Sofá de tres plazas. También se denomina tresillo al conjunto de sofá y dos sillones, pero el huertano tapicero no debió de querer tentar a la suerte y, dado que su manufactura sería única como consecuencia de su aversión al trabajo en cadena, debió de juzgar imposible confeccionar tres iguales y optó por la primera acepción del diccionario.

2 Voluntariosos encajes de geometría fractal que Isabel tejía durante las largas tardes frente a la televisión.

3 Marca de máquinas de escribir de principios del siglo xx. Auténticas joyas de coleccionistas. La del tío Santi también era alta, cuadrada, negra y pesada. Un monumento al maquinismo decimonónico.

4 De los versos iniciales de Cansera, poema de Vicente Medina (1866-1937). Famoso poeta murciano que encarna el símbolo de su tierra.

5 Famosa novela de ciencia-ficción de John Wyndham, escritor británico (1903 -1969). Ha sido adaptada al cine con notable éxito.

6 El gato de Cheshire es un personaje creado por Lewis Carroll en su conocida obra Alicia en el país de las maravillas. Tiene la capacidad de aparecer y desaparecer a voluntad. Guarda similitud con la sorpresiva conducta de Luis Alberto, sonriendo y durmiendo alternativamente. Por lo menos, el autor sí encuentra la relación entre ambos personajes.

7 Referencia a don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, personaje de la famosa novela El gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896 -1957). Don Fabrizio encarna, para el tío Santi, el pesimismo y la nostalgia por la decadencia física y por la del mundo en el que fue educado. Es que todo se le desintegraba lentamente y el tío Santi lo sentía.

8 Paráfrasis de la canción El moribundo, de Jacques Brel (1929-1978), famoso cantante belga.