Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 35 – Verano 2014
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Ama y guía tu alma hacia la libertad

 


INVIERNO


Alexander aferraba sus manos a la barandilla del mirador. Abajo, las olas golpeaban con furia las rocas. Su mirada se perdía. Aunque su pensamiento retornaba a su juventud, cuando muy juntos, él y ella, reían, observando la grandeza del mar, acercando sus latidos, que competían con la fuerza marina. No hablaban entre ellos. No utilizaban el lenguaje usual. Sus ojos eran los auténticos mensajeros de sus respectivos egos. El verde se cruzaba con el azul. Las pestañas onduladas, con las apaisadas. Los labios de color coral, con líneas rectas perfectamente enmarcadas. Las manos enlazadas y solo el susurro penetrante del mar.

Se había alejado demasiado de la residencia, pero no le importaba. Cada día emprendía el mismo itinerario. Atemperaba su interior malherido, suavizaba las arrugas de su rostro. Incluso sus piernas doloridas aceleraban el paso, como si supieran lo que aquel mirador significaba. Pero su mente, eterna compañera, todavía entablaba batalla tras batalla contra el olvido. No podía olvidar. Era el último bastión vital que le quedaba. Por esta razón, volvía una y otra vez al escenario donde su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, donde había descubierto el amor. A sus pies, el mar rugiendo. En su interior, rugiendo el corazón.

No importaba dónde ni cuándo la había conocido. No era relevante por qué ella se fijó en él. Nunca había sido un muchacho agraciado y nunca se sintió admirado por el sexo femenino. Su único objetivo era dominar la tensión que le generaban las oposiciones a notaría. Para Alexander el mundo giraba al revés, y él se consideraba alejado de esa irrealidad que cada vez le aportaba menos. Con un expediente impecable al concluir la carrera de abogacía, no había perdido el tiempo en pequeños romances. Su talante tímido e introvertido le había permitido no sentirse marginado ante la plebe juvenil que anhelaba otros logros contrapuestos a sus intereses. Su anhelo era superar la dura prueba. Solo por sentirse seguro de poder hacerlo, ya que en otros ámbitos se sentía inseguro. El ser notario lo elevaba. No era cuestión de orgullo. Simplemente era reforzar su maltrecho ego.

Aquella mañana, ante el mar embravecido, las lágrimas caían por su rostro. Silenciosas, demostraban los miedos de Alexander. Pánico por no cumplir los objetivos propuestos. Y si no, la nada. La impotencia hacia aquella situación no lo dejaba vivir. Había centrado en tal medida su vida en el estudio, que todo aquello que se refería a la vida cotidiana no era notable. Limpiaba su interior con decretos y leyes. Soñaba con registros civiles y escrituras parlantes. Dormía escasas horas engullendo folio tras folio rodeado de tazas de café cuyos posos diluían esperanzas y alientos.

Pero en aquel anochecer dos ojos azules rompieron su destino dirigiéndolo hacia el infinito.

Alexander vivía en la Residencia Montemar. Tenía dos hijos, repartidos por el vasto mundo, con una posición social y profesional elevada. Hubiera podido vivir con ellos y disfrutar de sus nietos. Pero su media naranja dormitaba eternamente muy cerca.

Isabella había muerto hacía ya diez años y descansaba cerca del acantilado donde aunaron sus vidas. Desde el primer instante en que los dedos de Isabella enjugaron sus lágrimas, una fuerza inmensa inundó su interior, convirtiendo su miedo en valor. Y este coraje se acrecentó después de pasar horas y horas hablando. La suavidad de la voz de Isabella contrastaba con la fuerza de su sonrisa.

Alexander recordaba aquellos días sumergiendo su mirada en el horizonte lejano. Había cumplido ochenta años y su vida junto a Isabella pasaba por su mente como un celuloide. Durante cuarenta y cinco años, la risa de Isabella emergió por encima de aquel horizonte que ahora observaba. Ella le había infundido vida cuando solo lo rodeaba la soledad. Ella había transportado su silencio hacia el sonido ensordecedor de su corazón. Ella había convertido sus dudas en fe; su sensación de posible fracaso, en victorias.

Alexander llegó a buen puerto porque durante toda su trayectoria un faro, siempre iluminado, protegió su camino, evitando que cualquier tormenta pudiera entorpecer la travesía. Aprobó la oposición de notario, consiguiendo su objetivo, pero aprendió a utilizar su posición social de manos de ella. Aprendió a dar sin esperar a recibir. Aprendió que los propósitos deben convertirse en decisiones.

Con pasos lentos, se alejó del mirador acercándose al cementerio cercano. El silencio galopaba por cada una de las calles de aquel espacio donde la vida se había detenido. La tumba donde reposaban los restos de Isabella semejaba un jardín de flores. Alexander visitaba a diario aquel lugar. Escuchaba interiormente la risa de Isabella, su voz tenue, brillante y acogedora, sus manos acariciando cada poro de su cuerpo, sus ojos rompiendo sus mares ocultos.

La añoraba tanto que solo deseaba reunirse con ella. Su misión en este mundo había finalizado. Por ello, antes de volver a la residencia, le prometía a su esposa:

Cariño, tal vez, hoy sí.



OTOÑO


Isabella rompió el silencio de la noche con sus risas. Aunque se encontraba en lo que se enunciaba como “edad madura”, su estilo de vida era totalmente contrario. ¿Por qué someterse a los formalismos sociales que encorsetan a las mujeres? ¿Por qué a esta edad es imprescindible mantenerse guapa, atractiva, llevada por los eternos estereotipos y prejuicios sociales?

Isabella se reía de lo que había sido, de las largas horas dedicadas a un rosario de preocupaciones ahora sin sentido, de... Pero no más, a partir de los cincuenta su visión de la vida toma un camino para ella antes insospechado. Se producen cambios, algunos importantes, pero las soluciones solo están en sus manos, y ella, la única que decide.

Isabella estaba enamorada, y por esa razón no experimentaba los cambios físicos o psíquicos sobre los que advertían todas las revistas especializadas. Ocupaba hacía ya treinta y cinco años el corazón de un hombre. Y aquello sí había sido una gran aventura.

Y esa gran aventura estaba directamente relacionada con sus risas. Reía de todo y con todos. La vida le había entregado una vida, sensaciones, ilusiones, anhelos, decepciones. Pero, sin duda, le había presentado a Alexander, su fiel amigo y compañero.

¿Cómo podría Isabella definir el amor? Se puede querer a una persona, pero también desear alguna cosa. Isabella amaba a su marido desde la primera vez que coincidieron, por casualidad, en el mirador de su pueblo. Un encuentro fortuito. El perfil del muchacho que se apoyaba en la barandilla de madera se recortaba en la inmensidad del mar. Aquello no le llamó la atención. Sus lágrimas, sí. Caían lánguidas sobre su rostro sin percatarse de que una joven, al otro lado del camino, lo observaba. Casi anochecía e Isabella no se atrevía a inmiscuirse en un escenario en el que no se sentía partícipe. Pero, de pronto, dos inmensos ojos verdes se dirigieron hacia ella y ahondaron en los suyos azules. No intentó esconder su callado sollozo. Isabella se acercó, rozó con sus ligeros dedos los pómulos del muchacho y le sonrió.

Desde ese día no se separaron y los dos sabían el porqué. Dos seres con caracteres contrarios, con ideales antagónicos, con una concepción de la vida distinta, pero con una inusual concepción del amor, de la convivencia, del diálogo, del saber ponerse en el lugar del otro, del saber estar en silencio pero comulgar con el silencio del otro, de anteponer todo y a todos ante la individualidad de cada uno, como pareja.

Alexander e Isabella se amaban, unieron sus vidas porque el uno necesitaba del otro, soñaba con el otro, luchaba con el otro, anhelaba al otro.

Y a pesar de haber superado la medianía de edad, rompían los moldes impuestos por la sociedad imperante. Su alegría, su afán solidario, se manifestaba omnipotente en todas sus actividades profesionales y particulares.

A pesar de su exitosa carrera, él como notario y ella como abogada, su vida privada era muy sencilla, muy familiar, educando a sus hijos y saboreando cada minuto en el que podían, por enésima vez, mirarse a los ojos y abocetar una amplia sonrisa.

Su desahogada posición social les permitía sufragar las necesidades de conocidos y desconocidos. Pero sin grandes voces, en silencio, como se debe entregar lo que concedemos desde nuestro interior. Alexander e Isabella amasaban esas penurias del prójimo y las convertían en panes deliciosos, fáciles de adquirir.

Los dos creían en el destino, y el suyo había sido elegido por los dioses. Por eso vivían imbuidos por la doctrina del ofrecer sin recibir. Los envolvía tal nebulosa de paz y amor que se sentían culpables de ello y, consecuentemente, necesitaban propagar ese sentimiento. Y la forma más eficaz y única era desarrollar una virtud poco conocida: la empatía.

Por eso no podían comulgar con los valores consumistas, egoístas y egocéntricos de la colectividad que los envolvía. Se negaban a ser absorbidos por las fauces inequívocas del derroche. Y buscaban cómo cubrir los grandes huecos, algunos muy profundos, que se abrían engullendo a las capas sociales más débiles, que no portaban ni escudos, ni lanzas, ni ballestas para defenderse.

Alexander e Isabella se convirtieron en paladines de esta complicada cruzada. Recorrieron largos caminos, cabalgaron noche y día, atravesaron elevadas montañas en busca de instituciones estatales que facilitaran el proyecto de solidaridad. Pero la pasividad de estos organismos ante las llamadas de socorro los obligó a cambiar la estrategia de la batalla: crearon su propia fundación. Indagaron qué señores feudales podían ayudar a sufragar los gastos de la contienda. Y no solo eso. Obtuvieron la promesa de que esta ayuda se prorrogaría a largo de los tiempos.

La fundación “Hoy sí” amplió sus redes por muchas ciudades. La carga emotiva de sus fundadores se contagió a todos aquellos que, de forma altruista, quisieron colaborar en este proyecto. Cuando un periodista preguntó a la pareja el motivo del nombre, expuso:

La afirmación es la base de la vida. El presente es nuestro y debemos cuidarlo. Y somos capaces de hacerlo porque los errores del pasado pueden subsanarse. Y el futuro, ¿quién lo conoce? La solidaridad es presente, no utopía.



VERANO


Alexander no cabía en sí de gozo. En sus brazos llevaba a sus hijos recién nacidos. Una pareja de gemelos que iniciaron su venida al mundo con unos pulmones de acero. Dos pares de ojos azules y verdes miraban sin ver las paredes verdosas del paritorio. Al fondo, Isabella anhelaba que posaran sobre su pecho a sus dos retoños. El parto no había sido muy complicado y la recuperación sería rápida.

La llegada de un vástago supone un cambio radical en la vida de una pareja. La primera emoción de dar vida se asocia con la responsabilidad de guiar a un ser que se abre hacia un mundo desconocido. Un mundo que los padres muestran, dirigen, aconsejan, afianzan. Pero la última palabra queda en manos de los protegidos. Pues los hijos no son nuestros, no han rogado nacer. Solo el destino los ha situado en un lugar, familia, momento determinado. Solo el destino ha permitido que el futuro de esa nueva criatura sea benigno.

El rostro de Alexander irradiaba una gran felicidad. Marta y Juan, sus dos mellizos, dormitaban en brazos de su madre. Todavía no sabía cómo podría hacerse cargo de tales personitas. Su trabajo en un bufete de la ciudad no cubriría las necesidades de los niños; además, Isabella no tenía trabajo, a pesar de su brillante paso por la Facultad de Derecho. La única solución era opositar. Pero la aparición de los niños no supuso en principio un obstáculo para ellos.

Rompieron todas las lanzas que se dirigían peligrosamente hacia ellos y organizaron su vida anteponiendo sus hijos a cualquier otra cosa. El proceso era duro y agotador, pero ninguno de los dos se amilanó. Continuaron luchando, queriendo afianzar su futuro, pero sin dejar de lado el cuidado de sus bebés.

Con el paso de los meses, la situación empeoraba y tuvieron que tomar una drástica solución: Isabella sacrificaría su carrera para que su esposo pudiera preparar la oposición.

Isabella no solo se encargó del cuidado y educación de sus hijos, sino que también fue el apoyo de Alexander durante los cinco años de preparación de la prueba. Isabella acudía a todo, decidía todo. Dirigía su vida pensando en cada miembro de su familia. Organizaba la casa, acompañaba a sus hijos al colegio, y aun así tenía horas para dedicar a su marido, que, después del trabajo, se enclaustraba en el despacho a engullir la pesada carga que se había impuesto.

Y a pesar de abandonar un posible cargo con un gran futuro, su sonrisa se explayaba por doquier. Reía porque se consideraba la mujer más especial del universo. Amaba a sus hijos y agradecía a la vida la posibilidad de tenerlos. Además, idolatraba a su marido. Su amor hacia él era tan grande que en ocasiones dolía. Más cuando no lo tenía a su lado. Por ello, muchas noches se arremolinaba a los pies de Alexander mientras estudiaba y, en silencio, sentía el calor de su cuerpo y, de lejos, los latidos de su corazón. A menudo, Alexander tenía que recogerla dormida y posarla en el lecho. Después, observándola, acariciaba aquellas manos que habían trajinado todo el día arreglando los problemas cotidianos, limpiando las caras de los niños...

Alexander aprobó la oposición, y con ello la situación del matrimonio dio un vuelco. La solvencia económica mejoró e Isabella pudo por fin dedicarse a lo que siempre había deseado: defender como abogada las causas perdidas.

Los dos iniciaron su actividad profesional. Alexander en su elegante despacho, rodeado de oficiales que ayudaban en la ardua tarea notarial. Pero Isabella no. Abrió un pequeño despacho en un barrio humilde de la ciudad y se convirtió en la defensora de la gente más necesitada.

Por la noche, cuando cenaban los dos, Isabella le comentaba todo a su marido. Alexander la miraba y sonreía. Sabía que una gran parte del dinero que él ganaba se dirigiría hacia el despacho de su mujer. Y por ello, la amaba más.

Aquella noche Isabella llegó a casa con un portafolio lleno de papeles. Esperó hasta el final de la cena, cuando ya se encontraban solos. Con lentitud expuso su idea. Quería crear una fundación para las personas que no tuvieran a nadie para poder cuidarlas, fueran adultos o niños. Alexander sonrió. Sabía que no podía negarse, porque la fuerza de Isabella y sus convicciones estaban muy arraigadas desde siempre.

La fundación se llamaría “Hoy sí” y su financiación dependería de toda la gente importante que conocían y de las instituciones que quisieran colaborar.

Alexander escuchaba y asentía. Era un camino muy difícil; pero, después de tantos años en los que la pareja había sufrido, al verse ahora en la cima de la montaña, era preciso bajar a la llanura y volver a sentir el gusto de la necesidad compartida.

Y así lo hicieron, llamando a muchas puertas y convirtiéndose en defensores de los más desfavorecidos.

La fundación “Hoy sí” se amplió a lo largo de los años, siendo sus fundadores miembros activos hasta que la vejez les impidió continuar.

Con la muerte de Isabella, su tumba estuvo siempre repleta de flores. Nadie sabía quién las colocaba. Pero las gentes del pueblo dicen que todos los días, personas sin nombre las depositaban cubriendo todo el mármol. Y también dicen que cada mañana, un hombre anciano se acerca y derrama lágrimas sobre ellas.

Alguien dice que se oye un susurro:

Cariño, tal vez, hoy sí.



PRIMAVERA


Vuelvo la cabeza y te veo por primera vez. Y sé que se acerca a mi vida algo inmenso que perdurará eternamente. Y es tu sonrisa la que amarra mi existencia. Son tus ojos brillantes los que otorgan sentido a todo aquello que gira a mi alrededor. Son tus primeras palabras las que enaltecen mi orgullo olvidado.

Buscas mi mirada y la secuestras, nunca sabré cómo, nunca sabré por qué. Lo que sí murmuro hacia mis adentros es que soy incapaz de alejarme de ti, soy incapaz de romper el espacio que viaja contigo.

Porque tú te mueves y tu dulce mirada se introduce por todos los recovecos de mi alma, inundando mis ilusiones, mis pasos, mis advertencias, mis pasiones, mis verdades escondidas, mis...

Antes de conocerte, mi existencia discurría porque sí, sin más objetivo que el trabajo y la responsabilidad. Ahora abres mis ojos hacia latitudes insospechadas que nunca hubiera sido capaz de alcanzar. Tu fuerza imperiosa me catapulta hacia una visión de la vida carente de materialismo y repleta de solidaridad.

Pujas por mí y me conviertes en eterno ganador de la partida, me enseñas que el damero de la vida se juega con muchas piezas, pero todas son necesarias para ganarla.

Me abres el camino hacia lo desconocido, pero solidificando cada uno de mis pasos, evitando cualquier escollo que pueda entorpecer mi vida, allanando cada centímetro de mi suelo, recogiendo cada aflicción que dormita en mi alma.

Eres la primavera de mi vida. Contigo alcanzo lo que todo hombre anhela y busca: la felicidad. Crees en mí, en mis posibilidades, y estás siempre a mi lado. Eres leal compañera.

Eres mi primavera porque en esta estación toda la naturaleza florece y entona un canto clamoroso a la vida. Eres mi canto. Eres la mano que acaricia mis cabellos.

Eres mi primavera. El nacimiento de mi existencia. Todo lo que soy te lo debo a ti, amor mío.

Hoy y siempre estaré a tu lado y te situaré en lo más alto, para evitar que nada ni nadie pueda herir tus sentimientos.

Soy el caballero andante que defiende a su damisela.

El Quijote de Isabella.



PRIMAVERA


Camino por el sendero del desfiladero y al fondo veo la figura de un muchacho arrimado al mirador. La escena, primero borrosa, se define a medida que me acerco. Pero retengo mis pasos cuando observo que velados sollozos caen por su rostro. Estimo que no debo seguir por no inmiscuirme en una situación ajena.

Dos ojos verdes se dirigen hacia mí y una fuerza superior a mi entendimiento me lanza hacia él. Cuando llego, un rostro sorprendido me ofrece sus lágrimas. Y mis manos, eternas perdedoras, casi sin darles permiso, acarician sus mejillas enjugando sus lamentos.

Un encuentro fortuito. Pero, sin creerlo, las miradas se unen y contactan para siempre.

Y en ese mismo instante se inicia la primavera de mi vida, porque te conviertes en el asidero de mi existencia. Busco en ti lo que siempre he anhelado. Encuentro en ti los valores que nunca imaginaba que podría hallar.

Eres mi primavera porque permites que entre en tu llanura y que juntos subamos raudos a la cumbre de las montañas.

Eres mi primavera porque consientes que siga a tu lado, en silencio, solo porque me amas. Y ensalzas mi risa, la eriges a lo más alto enmarcándola con un gran marco, tallado por tus manos, acariciado por tus labios.

Eres mi primavera porque enarbolas una bandera con mi sonrisa y exiges a todos que la sitúen en los lugares más preciados, para que todos puedan observarla.

Eres mi primavera porque te halaga amarme, con y sin mis defectos, con y sin mis virtudes.

Eres mi primavera por ser mi marido paciente, dialogante, por no querer acaparar mi vida y hacerla tuya.

Eres mi primavera por amarme y dejar que sea libre.

Hoy y siempre estaré a tu lado y te situaré en lo más alto, para evitar que nada ni nadie pueda herir tus sentimientos.

Soy la damisela que defiende siempre a su caballero andante.

La damisela de Alexander.