Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 34 – Primavera 2014
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


Cuando eres capaz de pensar toda la noche sobre algo que le quieres decir a una persona querida y el día siguiente pasa sin encontrar la oportunidad de hacerlo. Tienes el don de la invisibilidad.
Cuando sales a pasear sin las gafas de lejos a sabiendas de que no reconocerás a quien te salude a menos que te topes con él al torcer una esquina. Tienes el don de la invisibilidad.
Cuando el móvil suena poco y, cuando lo hace, si es desconocido no lo coges, y si es conocido, piensas que si es por algo urgente volverá a llamar. Tienes el don de la invisibilidad.
Cuando vas a tomar un café en un bar y siempre llevas alguna lectura por intrascendente que ésta sea con la esperanza de que nadie turbe ese momento mágico. Tienes el don de la invisibilidad.
Cuando asistes a una reunión multitudinaria, es decir, de más de tres o cuatro individuos, ya sean familia, amigos o absolutos desconocidos, y dibujas trazos inconexos sobre el papel, pensando que sería importante aportar algo, y cuando te decides a hacerlo ésta ha finalizado. Tienes el don de la invisibilidad.
Cuando, a pesar de lo que se podría creer, eres incapaz de saltarte o hacer una cola, de meter el codo para ocupar un lugar mejor, o de cenar en un buffet libre gratuito. Tienes el don de la invisibilidad.
Lo bueno de ser invisible es que da igual que estés como que no estés. Si no estás, evidentemente nadie te ve. Si estás, cuando decides hacerte visible es demasiado tarde.
El invisible no tiene la capacidad de hablar. No me refiero a la emisión de la voz o la palabra, que eso sí. Sino más bien a comunicarse por medio de palabras. Este don queda reservado para los visibles.
¡Qué maravilla! ¡Decir lo primero que se les ocurre!
Algunos lo hacen con una elocuencia y un volumen que resultan típicamente españoles.
Claro, que a veces no se puede delimitar dónde termina la capacidad y dónde empieza la necesidad. Lo que sí queda bastante claro es que es inversamente proporcional a la capacidad de escuchar.
La conocida regla de antes de abrir la boca cuenta hasta tres, en el invisible se convierte en: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... y así hasta el infinito si lo dejas. Y no sólo para hablar.
Esto, según se ha dicho anteriormente, convierte al invisible en un gran escuchador.
Para el invisible, el silencio es su privilegio y la soledad su hábitat natural, ya que no se trata de un mundo aparte, los invisibles no se ven entre sí. Se trata más bien de un mundo interior.
Pero no creáis que está cerrado a cal y canto, existen vías por las cuales se comunican ambos mundos.
El invisible puede no entenderlo, de hecho nunca lo entiende, pero conoce perfectamente el mundo real en que vive.
A veces, la música, la danza, la literatura, el teatro, la pintura, etc. se convierten en el medio de comunicación del mundo interior con el mundo real y en ese momento el invisible se hace evidente, palpable, importante. Lo único que no puede hacerse es real.
Es una imagen proyectada de su mundo interior. Un anónimo multiforme. Es un sentimiento de tantos que se agolpan en su cabeza y no encuentran salida en la realidad. Si el invisible consigue trasladar el sentimiento a través de la imagen proyectada, entonces es feliz. Es más, se considera feliz mientras busca la salida, mientras recorre el camino creador que culminará con la emoción, la sonrisa, la sorpresa o el aplauso, aunque para este último procurará haber desaparecido.
Pero este don del que hablamos está basado en una evidente torpeza. La invisibilidad es una ficción. Los invisibles son tan reales como los visibles. Por eso no dejan de sorprenderse cuando alguien con una amplia sonrisa repara en ellos y con cierto cariño les dirige un amable saludo. Ése es el momento en que miran a un lado y a otro para cerciorarse de que no hay nadie más, de que esas dulces palabras son para él, y con cierto sonrojo contestan educadamente, aunque incrédulos y extrañados.
Podrán ser ignorados voluntaria o involuntariamente, podrán desear serlo con todas sus fuerzas, pero ninguna ley física ni ninguna fórmula química les ampara de momento para desaparecer.
No sienten ni más ni menos que los demás. No quieren ni más ni menos que los demás. No sufren ni más ni menos que los demás. Pero atesoran todo ello en su interior, difícilmente lo expresan y quizá nunca encuentren alivio para tanto sentimiento.
El invisible conoce del daño que en el mundo real provoca su don o su torpeza, confunde cuándo no está y cuándo está, pues generalmente los visibles no entienden ese complicado lenguaje de gestos, de sensaciones, de imágenes creado en torno al silencio, siempre necesitan oír los pensamientos.
Si no te oyen, es como si no te ven, y la ausencia hace daño. Pero el invisible no puede evitarlo y el dolor es dolor en ambos mundos, como el amor es amor en ambos mundos, aquí nada tiene que ver la física o la química.
Sin embargo, también conoce que algunas veces es capaz de comunicarse. Los niños son ajenos a la invisibilidad, por eso alcanzan el mundo interior, ellos tampoco necesitan palabras, sólo te dan la mano y te guían o te siguen. No preguntan. Simplemente te ven.
Y a veces, el invisible encuentra personas que de nuevo, sin responder a ningún razonamiento lógico, por uno u otro motivo, trascienden esa barrera. Existen miradas, silencios, sonrisas, notas musicales, imágenes que valen más que mil palabras, sueños compartidos que hacen sentir la presencia de un invisible, no la real, sino la interior, la verdadera, la esencial, y no necesariamente tienen el don de la invisibilidad.
Simplemente, te han visto.
Un invisible.