Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
33 – Invierno 2014
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Antonio aguardaba en la sala de espera con los ojos transidos de angustia. Largos meses de tratamiento le habían dejado en el espíritu, acentuando hasta lo indefinible la adusta vejez de sus ochenta años. El diagnóstico de la enfermedad había sido un mazazo. Ante él se abrió el vacío que representa la nada, el sinsentido que personifica la propia extinción. Durante días tuvo la sensación de habitar un decorado, de ser un simple espectador en el enigmático teatro de la vida. Todo le era ajeno; ya no compartía los problemas comunes de los seres humanos.
Desde el fallecimiento de su esposa, Antonio había transitado por un desierto llamado soledad. Tras las honras fúnebres de Margarita, sus hijos le rogaron que vendiera el piso y se fuera a vivir con ellos; pero Antonio no deseaba ser una carga. Además, él había conocido la ventura de los pobres, y su pisito de extrarradio almacenaba nostalgias imposibles de desechar. Como era de esperar, al principio sus hijos le visitaban a menudo; pero luego las visitas se fueron espaciando hasta transformarse en lacónicas llamadas telefónicas interesadas en su estado de ánimo y su salud. Antonio reconoció en la ceguera de sus hijos su ingenua invidencia de antaño, cuando absorbido por el trajín cotidiano pasaba semanas enteras sin ver a sus padres. La vida enseña con retraso, pensó, porque ahora era él quien se asomaba al abismo del abandono.
Todo comenzó con un dolor de espalda e incómodas toses, molestias que en principio achacó a un resfriado de pecho. No había fumado nunca, prueba fehaciente de ello era que conservaba en cajas de madera labrada los habanos con los que había sido obsequiado a lo largo de cincuenta años. Bonita colección de puros y vitolas. Al cabo de dos semanas, un esputo de sangre le hizo temer lo peor. El diagnóstico no tardó en confirmar que una lucha por la supervivencia se libraba en su interior. Valoró la opción de mantener a sus hijos al margen, al fin y al cabo ellos ya tenían problemas de sobra y lo suyo representaba el devenir natural de las cosas; sin embargo, un pensamiento furtivo lo sumió en un estado de incertidumbre del que fue incapaz de escapar. Antonio no tenía miedo a la muerte; pero le aterraba la idea de morir solo. Esta última consideración le condujo a levantar el auricular del teléfono y marcar el número de Alejandro, su hijo mayor. Tanto en Alejandro, como posteriormente en Roberto y Teresa, predominó la incredulidad. Por desgracia, las pruebas clínicas no dejaban lugar a dudas. Y aunque el escepticismo inicial en seguida derivó en conformismo, Teresa no tardó en enfocar el problema desde un punto de vista optimista. “Papá siempre ha gozado de una salud de hierro, y hoy en día el cáncer tiene un porcentaje importante de cura”. Para sorpresa de Antonio, su hija le insistió en que se fuera a vivir con ella. “No seas tozudo, papá, que no hay nada que negociar; o ¿acaso piensas que vamos a abandonarte en este trance?”. De este modo, Antonio acaparó la atención de sus tres hijos, disfrutaba a diario de sus nietos, era el centro de sus remilgos. Los meses pasaron rápido y Antonio respondió bien al tratamiento dando muestras de su proverbial fortaleza. Aun así, como los heraldos de la muerte suelen ser amigos de las falsas apariencias, el entusiasmo fue contenido a la espera del dictamen definitivo.
Alejandro había acompañado a su padre a la consulta del hospital. Sentado junto a él en la sala de espera, procuró infundirle ánimos brindándole una mirada confortadora. Antonio respondió a su hijo con una débil sonrisa. Entrelazó los dedos sarmentosos de sus manos y los apretó con fuerza. Una súplica silenciosa revoloteó en sus labios al tiempo que la ayudante del doctor abrió la puerta del despacho. Por fin el momento tan deseado y a la vez tan temido.
—A la vista de las pruebas clínicas, puede afirmarse que está usted curado —expresó el galeno sin apartar la vista del dossier abierto sobre su mesa.
—¡Es una noticia fantástica! —Alejandro no pudo contener su gozo.
—Pero alegre esa cara, Antonio —le instó el doctor—. Por la expresión de su rostro, se diría que acabo de comunicarle una desgracia. A partir de ahora tendrá que vigilar los hábitos poco saludables. Y el tabaco, por supuesto, ni olerlo.
—Mi padre no ha fumado jamás —indicó Alejandro.
—Tendrá que someterse a revisiones periódicas; pero no ha de preocuparse por eso. Usted posee una naturaleza envidiable.
—¿He de tomar alguna medicación? —preguntó el interesado.
—Largos paseos y una dieta rica en fruta y verduras.
Antonio abandonó la consulta portando el semblante de un hombre taciturno.
La familia entera celebró la recuperación del patriarca en un restaurante de alto copete. Antonio, a la cabecera de la mesa, se sintió igual que un actor sin texto desubicado en el proscenio.
—Mañana mismo llevaremos tus cosas de vuelta a tu casa —le dijo Teresa a los postres.
—Si te apetece, puedo quedarme un tiempo contigo —propuso Antonio a su hija.
—Tú eres un hombre independiente, es hora de que recuperes tu libertad.
—La libertad está sobrevalorada.
—No insistas, papá —le reconvino su hija con dulzura—. No somos tan mezquinos como para privarte del estrecho margen de autonomía del que aún gozas.
Antonio regresó al opresivo exilio de su independencia. Ahora disponía de más vida para poder añorar sus carencias. Los días se sucedieron entre el decaimiento y la abulia. Las paredes corredizas de su anodina existencia se estrecharon en torno a él añadiendo al marrón de sus ojos un tinte de recóndita melancolía. Al parecer, la vida se había convertido en un naufragio. “Sabes que eres un egoísta, ¿verdad?”, se interpeló a sí mismo frente al espejo del vestíbulo antes de salir de casa una mañana. Enfiló calle abajo con paso decidido y entró en el primer estanco que encontró a su paso.
—Deme un cartón de cigarrillos —pidió a la estanquera.
—¿Alguna marca concreta?
—La que contenga mayor cantidad de alquitrán.