Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
32 – Otoño 2013
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Acodado en la cubierta de mi pentera me dirigía por primera vez a la ciudad de Kart-Hadast, el viento fresco azotaba mi cara y la puesta de sol enrojecía el paisaje costero; ¡Cuán diferente era a mi ahora lejana África!
Iberia se extendía ante mí como una tierra de promisión, como una esperanza de futuro fértil e inaudita. Con la inevitable atracción que provoca lo desconocido, hacia ti nos aproamos mientras el mar brillaba con destellos amarillos, entonces una extraña visión deleitó a mis ojos, un misterioso fuego cruzó sobre nuestras cabezas como flamas suspendidas en el azul del cielo, con un pausado movimiento centelleaban sobre la embarcación que extrañamente parecían guiar.
Quedé atónito ante semejante prodigio. ¿Cuál sería su significado? ¿Por qué la nave seguía aquel chispeante fulgor?
Enseguida un viejo sacerdote fue apremiado por la tripulación para dar interpretación al raro espejismo. Éste con elegante parsimonia y la usual prepotencia del que se sabe representante de los dioses alzó su cayado a los cielos, balbuceo unas extrañas palabras y conminó a los hombres a que se arrodillaran e imploraran a Baal.
De repente el viento de África comenzó a soplar con fuerza en nuestras velas e irremediablemente nos empujó a tierra, ante nosotros apareció una escarpada isla a la que el capitán griego de nuestra nave llamó de Herakles-Melkart sobre ella se batían las olas con inusitada fiereza pero el duro acantilado las convertía en blanca espuma que volvía mansa al ancho mar. Aquel islote debía ser el que cerraba la bocana del magnífico puerto de Kart-Hadast. Aunque mil veces había escuchado su descripción en los relatos de viejos nautas nunca pensé que me impresionaría tanto, tras él debía estar la ciudad... pero yo, no la veía.
La tripulación se agitaba en cubierta intentando domar la nave y evitar que acabáramos como las olas, destrozados por las agujas de aquel peñasco. El viejo sacerdote permaneció inmóvil con su cayado bien alto mientras sus amplios ropajes ondeaban al viento dándole un aspecto cambiante, yo sentí la necesidad de avanzar presa del nerviosismo, mi respiración se aceleró, como pude alcancé la proa que como un caballo desbocado saltaba sobre las ondas en pos de la locura.
Los navegantes intensificaron la brega y mi inquietud crecía por momentos, desde mi privilegiada atalaya casi podía tocar las agudas rocas del abismo, entonces en un alarde de audacia el capitán logró un viraje casi perfecto y ante mí de nuevo aquel flamígero resplandor que con su tímido aleteo devolvió la bonanza, la apacible sensación de sosiego rota por el viento.
Y así sin darnos cuenta nos adentramos en la bahía. ¡Qué magnífico abrigo! Atrás quedó el revuelo, el tamborileo en mi peto fue recobrando su ritmo natural y mis ojos como dos ventanas abiertas de par en par se llenaron de aquel remanso de beldad.
Y ante nosotros la espléndida ciudad de Kart-Hadast rodeada por sus cinco colinas que como cinco prometedores pechos amamantan la metrópoli de vida y esperanza.
Los tripulantes arriaron las velas, blandieron los remos y se dispusieron a la maniobra, en el puerto siempre se arremolinaba la gente a la llegada de un nuevo barco convirtiendo así la rutina en una especie de ceremonia popular que satisfacía la curiosidad de los de tierra y colmaba de alegría a los sufridos marineros tras una larga travesía.
Una vez salté a la playa y sentí mis pies de nuevo en tierra firme corrí entre la algarabía en pos de aquel incendio que tanto me había sorprendido y que tan dichoso hubiera hecho al mas reputado ornitomante, el vocerío era colosal, la muchedumbre excitada corría de un lado para otro pero yo logré escabullirme y me alejé siguiendo con la mirada aquellas chispas que temblorosas se fueron perdiendo en el horizonte recortado de la ciudad, sus templos, murallas, palacios y jardines.
Comprendí que habían marcado mi desembarco en esta magnífica ciudad pero fascinado por ellas seguí corriendo por la playa hasta llegar a la gola, corrí y corrí mientras las últimas luces incendiaban el paisaje y finalmente descubrí lo que me había llevado hasta allí. Sobre la dorada laguna, a los pies de Kart-Hadast, la áurea ciudad bruñida por la mágica luz del agonizante sol, la hueste de antorchas se precipita sobre el estero rasgando la serena superficie del charco emitiendo un alegre trompeteo que parece agradecer a Baal el día que se va y solicitar a Tanit su protección para la noche venidera.
Siempre sorprende la visión de una bandada de flamencos. Su colorido y su característico trompeteo son tan llamativos que ninguno deberíamos perder la oportunidad de asistir a semejante espectáculo, máxime teniéndolo tan cerca.
Precisamente su colorido en vuelo que le da nombre, -Flamenco (Phoenicopterus ruber) que deriva de llama o flama- nos transporta al legendario Ave Fénix que renacía de sus cenizas.