Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
32 – Otoño 2013
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

VIII "Concurso Una imagen en mil palabras"
Solía pasar las largas horas insomnes de las tardes de verano en esa playa de aguas tranquilas, donde las hileras de barcos flotaban sosegadamente, bajo la eterna vigilancia del muro de rocas que se extendía en el horizonte marítimo. Solía adentrarse en el agua salada poco a poco, avanzando y retrocediendo torpe y lentamente, estremeciéndose con cada ligero chapoteo que le salpicaba la piel cálida, dorada por el sol y barnizada por la arena. Solía dejarse caer en el agua, como quien se deja caer en una cama, y se dejaba hundir en esa tibia oscuridad, en el añorado silencio que le separaba del mundo durante los instantes en que duraba la presencia de las burbujas a su alrededor. Entonces volvía a oír de nuevo el bullicio de la playa y le deslumbraba el sol, reflejado en el agua y en la arena. En los momentos en que no estaba allí, paseando por la orilla ni buceando en el agua, leería algún libro en su terraza, con vistas al azul horizonte, o simplemente se dejaría llevar por el lejano y constante rumor de las olas, pasando así las horas del hastío. La soledad sería su amarga compañera. Debió de aparecer un día en su casa con mucho sigilo, sin hacer ruido, sin que él pudiera notar nada; pero al final terminó quedándose, ya sin ocultarse, y él tuvo el presentimiento de que aquella visita se alargaría eternamente. Eso no le debió de molestar tanto como el hecho de que la soledad no dejaba de hablar en ningún momento. Fue eso, su incesante murmullo, lo que le hizo darse cuenta de su presencia. Poco a poco el murmullo fue invadiendo su intimidad entera; la soledad no le dejaba ni un segundo a solas, ni diquiera en la madrugada; cuando trataba de conciliar el sueño aún seguía escuchándola. Los días de verano se sucedían uno tras otro, sin variaciones importantes, sin novedad. ‹‹Todo sigue igual››, le anunciaría su casa cuando entrara por las noches en el vestíbulo y recorriera el infinito pasillo apáticamente, como un sonámbulo en la madrugada, hasta llegar al salón y dejarse caer en el sofá con desgana. Desde allí contemplaría los muebles, el techo y las paredes, para cerciorarse de que, efectivamente, todo seguía igual que siempre. Allí seguirían las fotografías, que cada noche miraba como quien oye llover, sin ser consciente apenas de su propio ritual contemplativo; le resultaban molestas las fotos por ser un vano intento de hacer presentes las ausencias largo tiempo perdidas en el tiempo pero nunca quitó una de su sitio, quizá porque en el fondo le reconfortaba saber cada noche que todo seguía igual. Repasaría con la mirada los libros de su biblioteca incoherente, los periódicos caducados, la suciedad amontonada entre ellos. En una de las esquinas del salón habría una telaraña a medio tejer, junto a una silla rota y cubierta de polvo que nunca nadie usó antes. Y, mientras, la soledad allí a su lado, siempre murmurando. Empezó a viajar con frecuencia, nunca en compañía de nadie, siempre como un vagabundo. Pero todos sus intentos fueron en vano: ella no se marchaba. Una vez, a plena luz del día y en mitad de una calle concurrida, en un país extranjero llegó a gritarle a su soledad que le dejara en paz de una vez, ante la atónita mirada de los turistas y transeúntes que no pudieron tomarle en serio. Pocos días después de su regreso del último viaje estuvo a punto de morir ahogado en la playa porque mientras buceaba no pudo evitar empezar a reírse a carcajadas. Permaneció largo rato tosiendo en la superficie, aún bajo los efectos del terrible ataque de risa. Algunos curiosos bañistas le observaban con indiscreción a cierta distancia, creyéndole un loco. A él no le importaba ninguna de aquellas miradas de estupor; sentía las burlas, pero reía. Porque entonces le pareció muy irónica su estrafalaria odisea para tratar de librarse de la soledad: el único sitio en donde halló el ansiado silencio, donde al fin pudo darle esquinazo a la soledad, fue allí, bajo el agua. Aquel mediodía, como tantos otros, él le vio llegar a la playa. Caminó largo rato por la orilla. De vez en cuando le observaba en la distancia: daba la impresión de que el hombre solo estaba enfrascado en algún extraño pensamiento suyo, tan insondable como el mismo océano a donde iba cada día a reencontrarse con el silencio. El hombre solo se había convertido para él en un entrañable y enternecedor personaje, con el que nunca había hablado pero al que tantas veces había visto, un día tras otro, hacer las mismas cosas. Desde el primer día en que le vio, riéndose solitario, como un absoluto demente en la orilla de la playa, le llamó la atención su singular comportamiento. Desde ese día él no pudo evitar pensar en la vida de aquel hombre solo: se imaginaba lo que haría al llegar a su casa, lo que haría al despertarse, lo que haría por las tardes, lo que haría por las noches… Se imaginó toda una vida de conmovedora soledad. No le imaginaba casado, ni con hijos, ni siquiera con sobrinos, tampoco con amigos. Nunca supo realmente nada de él. Todo eran conjeturas, desde su edad hasta su supuesta vida de ermitaño. Nunca quiso acercarse a hablar con él, pese a tener algunas oportunidades de hacerlo, en las horas en que la playa estaba casi desierta. No quiso nunca salvarle por unos instantes de su soledad porque entendió que ese era su destino inexorable. Tampoco le salvó aquella vez. En aquella ocasión, como siempre hacía, se dejó caer en el agua. Cayó de lado, lenta y majestuosamente, y se hundió en el silencio salado. Él se quedó ensimismado, mirando la leve agitación del agua, allí donde el hombre solo había desaparecido. Nadie hizo nada, ni siquiera él. El mundo siguió funcionando con normalidad, mientras el agua aún temblaba y las últimas burbujas iban a morir a la superficie.