Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
31 – Verano 2013
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Algunos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el maestro de escuela Antonio García recordaba aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer la nieve.
Fue una de las experiencias más bonitas de su vida. Vivían en un pueblo escondido y seco, cerca del mar, y la nieve no era pródiga por aquellos lares. Unas vacaciones de Navidad, como premio por las buenas notas que había sacado después de trabajar fuerte todo el trimestre, su padre le ofreció pasar un fin de semana en una estación de esquí. Su madre protestó un poco, pero ellos insistieron y marcharon con entusiasmo a ver la desconocida nieve. Lo pasaron estupendamente y regresaron muy morenos y felices.
Cuando acabó la carrera, sacó plaza en un colegio de la cercana ciudad, y con su novia María alquilaron un pisito para ambos. Eran novios casi desde niños. Todo el grupo de amigos, al terminar el colegio, salían de excursión, iban a las verbenas de los pueblos cercanos, al cine de verano y al de invierno cuando empezaba el frío, y sin darse ni cuenta se enamoraron.
Siempre que podían, iban al pueblo a ver a la familia y amigos que estaban allí.
Al poco tiempo tuvieron un precioso niño que se parecía a María, y el pisito se les quedó pequeño. Se hipotecaron en un piso más grande y, al tener espacio, pronto encargaron un hermanito para Toño. Cuál fue su sorpresa cuando aparecieron un hermanito y una hermanita a la misma vez. El presupuesto cada vez era más escaso, pero se arreglaban bien. Siempre que podían se acercaban al pueblo para hacer felices a los abuelos, que presumían de nietos durante unos días, y si no podían se quedaban en la casa, que con tanto sacrificio pagaban religiosamente. Era su hogar, y, aunque humilde, se encontraban muy a gusto en él.
Hasta que estalló esa maldita guerra que tantas vidas se estaba cobrando. Su casa ya no los refugiaba, fue victima de unos bombardeos, como tantas otras, el colegio y entidades oficiales, que dejaron la ciudad hecha una escombrera.
Sin trabajo y sin casa, cómo no, se fueron al pueblo, a casa de los abuelos, donde siempre había una acelga, un huevo de las gallinas o una higuera cercana para recoger sus frutos.
La vida transcurría tranquila, menos cuando pasaban los aviones volando bajo y en la lejanía veían el resplandor de las bombas al estallar sobre la ciudad. Casi siempre era durante la noche, pero una mañana no dejaron de bombardearla durante cuatro horas. Contaban las gentes que había sido horroroso y sufrían por los amigos que habían dejado allí.
Ese desastre se iba alargando y cada vez su brazo llegaba más lejos. El río que cruzaba el pueblo, siempre de aguas cristalinas y piedras blancas y redondas, bajaba removido y fangoso.
Todos tenían miedo por todos, presentían que el desastre les alcanzaba y no sabían qué hacer, salvo esperar. Toda su vida habían trabajado, intentando criar a sus hijos honradamente y sin hacer daño a nadie.
Una mañana de niebla espesa, el río bajaba rojizo. Llamaron a su puerta. La entreabrieron temerosos, y se encontraron un furgón con varios vecinos en su interior, y un grupo de hombres uniformados que preguntaron por Antonio García. Éste salió de la cocina, en la que estaba desayunando sus sopas de leche. Lo agarraron del brazo y lo empujaron hacia el furgón. La abuela abrazó a sus tres nietos. El abuelo, impotente, se dejó caer en una silla con la cabeza entre las manos. La mujer, presurosa, le sacó el chaquetón y la bufanda, y uno de los militares, empujándola dentro de la casa, le dijo que lo guardara, que a él no le iba a hacer falta.
Por eso Antonio, frente al pelotón de fusilamiento, con un frío helador que se le metía en los huesos, se acordó cuando aquel día remoto, alegres y felices, con mucho frío, su padre le enseñó la nieve.
Ese día, el río de aguas diáfanas bajó más rojo, y sus piedras blancas y redondas, más oscuras que nunca.