Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
31 – Verano 2013
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Las cuerdas del arpa recuerdan las líneas de la vida.
La hiedra, sus raíces.
Bilbo
Bilbo y el Nervión. Bilbo y la ría, los inseparables, la pareja. Saltando de la orilla derecha a la izquierda, de la izquierda a la derecha. Y así sucesivamente formando la ciudad desde la Bilbo la Vieja hasta Miravilla, hasta configurar la Gran Bilbao.
El voraz deseo de anexionar pueblos y valles es producto de la capacidad creadora y laboriosa de sus habitantes, que han sabido provocar un crecimiento industrial y comercial gigantesco.
Cae la noche en la margen izquierda del río Nervión. Enjambres de casas se agolpan unas junto a otras lanzando llamaradas de esperanza. Las ventanas, pequeños panales de miel añeja, encierran el aliento de miles de corazones que, como buenos soldados, cada amanecer, trasladan sus vidas hacia los bastiones fabriles.
Inmensas naves componen el paisaje del Bilbao industrial. Altos hornos inundan la visión de cualquier personaje que observe el panorama. La riqueza minera, la cercanía de los yacimientos permiten el desarrollo fulgurante de una industria siderúrgica autóctona.
Gentes provenientes de muchos lugares configuran la población que con esfuerzo y empeño ha convertido a la Vieja Bilbo en un Bilbo financiero, artístico, universitario y literario.
Spes-speratis
Pablo, siguiendo fielmente su costumbre, dejaba atrás las calles del barrio. Aún no había amanecido. Era su día de fiesta y aprovechaba para acercarse a las calles del centro. Sentado en el banco de una plaza durmiente, esperaba paciente el despertar de la ciudad. Algún transeúnte, aterido por el frío mañanero, recorría raudo la travesía sin percatarse de su presencia. A Pablo no le importaba. Su mirada se perdía a lo largo de las calles. Escrutaba cada detalle porque cada semana descubría novedades que impactaban su innata curiosidad expectante: nuevos anuncios publicitarios, funcionarios del ayuntamiento regando las calles anunciando el inicio del nuevo día.
Pero para Pablo lo más importante era el escaparate de una tienda enfrente del banco donde se sentaba cada domingo. En su interior se disponía con un orden riguroso una gran variedad de instrumentos de todas las familias. Pero él sólo miraba un arpa majestuosa colocada en primera línea. Todo ella competía con el resto.
Pablo provenía de una pequeña aldea asturiana. Fue en la escuela donde descubrió sus aptitudes musicales y, aconsejado por su profesora, el párroco le inició en el lenguaje musical. Al poco tiempo, había superado los conocimientos de su mentor y sus padres vieron la necesidad de cambiar el rumbo de su vida. La única solución era emigrar y por esta razón se encontraba en Bilbao.
Su potente industria había atraído a un gran número de emigrantes de zonas cercanas. La siderurgia dio paso a otras industrias secundarias y la mano de obra se hizo necesaria para completar sus necesidades. Máquinas y hombres formaron el paisaje de Bilbao desde inicios del siglo xix. La extracción del hierro desarrolló la potencialidad económica de Vizcaya. Una potente burguesía detentaba la propiedad de las minas junto a otras compañías extranjeras encargadas de extraer el mineral de hierro. Pero, por el tiempo, la siderurgia vasca se reestructuró en función del mercado español mediante una política proteccionista. Sería en los albores del siglo xx cuando se consolidarían definitivamente la industria vasca y la vizcaína.
Pablo valoraba el esfuerzo de sus padres por facilitarle sus estudios musicales. Pero todavía no había podido pagarse los estudios y sus esperanzas cada vez se veían más truncadas. Con los salarios familiares sólo se cubrían las necesidades básicas y era imposible acceder a otros gastos.
Sentado delante del escaparate, volvió a observar con deleite su arpa. La consideraba suya. Mentalmente imaginaba los sonidos que iba componiendo en su cerebro. Incluso garabateaba en un papel burdos pentagramas salpicados de infinitas notas que galopaban radiantes por líneas y espacios. Las manos de Pablo revoloteaban de papel en papel, de clave en clave, de escalas mayores a menores. Y de forma intermitente sus ojos se dirigían hacia el escaparate. Algún día toda su sensibilidad sería pulsada por aquellas cuerdas, ansiosas de ser tocadas, acariciadas, mimadas por unas manos sencillas cuya única ilusión era dar a conocer al mundo el interior de su alma.
Estoicismo
Andoni esperaba en su habitación la llegada de su ayudante. A pesar de sus limitaciones, se consideraba feliz. El hecho de sentirse vivo llenaba su razón para continuar. Desde niño había envidiado a todos los que podían trasladarse de un lugar a otro. Hijo de un adinerado empresario, había accedido al saber e incluso a la Universidad. Pasaba largas horas leyendo extensos libros en la biblioteca de su casa y aleteando sus dedos sobre las teclas del piano, alternando largos paseos empujado por Tomás, su mano derecha desde niño, que atendía todas sus necesidades. A Andoni sólo le faltaba una simple cosa: sentirse querido.
Su infancia había estado repleta de nanys que cuidaban de él, y su adolescencia y juventud, de importantes internados. Su timidez le impedía tener amigos y los sustituía por su amor a la literatura y a la música. Pianista muy perfeccionista, antiguo alumno del conservatorio, continuaba visitando a sus profesores y era recibido siempre con cariño porque lo consideraban un gran talento musical. Pero Andoni no había aprovechado esta aptitud por tener miedo a enfrentarse a su realidad. La necesidad de viajar de un lugar a otro había cercenado su futuro. Por mucho que sus profesores le animaron a iniciar varias giras de conciertos por todo el país y parte de Europa, Andoni se negó por completo. Sus padres, enclavados dentro de la burguesía empresarial y social, dejaron en manos de su hijo de dieciséis años la respuesta. Y esta fue muy serena pero cruel: ¡No puedo! Habían pasado años y Andoni reducía sus “conciertos” al salón de su casa. Todos los días practicaba varias horas llenando la estancia de frescor musical.
Como cada mañana, Tomás abría pausadamente las cortinas de su habitación.
—Buenos días, caballero. Despierta, el noveno de caballería nos espera para organizar la estrategia militar.
—Tomás —respondía durmiente Andoni—, eres un ser muy culto. Desde hace años inventas siempre un chascarrillo para levantar mi ánimo.
—¿Levantar tu ánimo? Pero si eres el emperador del arresto, catedrático de…
—Calla, calla, no me adules. Que siempre acabamos discutiendo. Buenos días, Tomás. Iniciemos la jornada.
Casi una hora duraba el aseo personal de Andoni antes del desayuno. Su día a día se asemejaba a una instrucción militar. Sin cambios. Sin alteraciones de ningún tipo. No gustaban a Andoni. Las sorpresas le producían nerviosismo y prefería la estabilidad. Andoni vivía en una hermosa casa de campo de una sola planta, rodeada de un jardín frondoso. Esta estructura le permitía tener mayor accesibilidad y disfrutar de las ventajas de la naturaleza. Para trasladarse a la ciudad utilizaba varios automóviles conducidos por Tomás. Desde pequeño, su vida había sido organizada desde arriba. Casi sin elección. Y él, sumiso, no había osado cambiarla. Sus padres y familiares le consideraban un inválido y, por tanto, limitado, y Andoni lo asumía con resignación. No Tomás, que veía año tras año que su amigo caía cada vez más en la soledad, anclado en el teclado de su piano, en óperas, conciertos y teatros. Sin saberlo Andoni, había intentado hablar con sus padres, pero siempre había fracasado, convirtiéndose en su verdadero hermano.
¿Por qué yo?
De mi infancia sólo recuerdo imágenes borrosas. Siempre acompañado por nanys inglesas que me cuidaban de día y de noche. La causa de mi invalidez me la revelaron a lo seis años: un problema al nacer. Nada más. Veía a mis padres cada noche recibiendo un beso y poco más. A los cinco años, la figura de un tutor suplió la posibilidad de conectar con otros niños.
Siempre he pensado que mis padres se avergonzaban de mí. Su único heredero. Pero nunca contemplaron la posibilidad de que, a pesar de mi discapacidad, yo podría velar por sus empresas. Prefirieron dejar en otras manos sus intereses. A cambio, me construyeron una casa preciosa, alejada de ellos y de su cariño. Y convirtieron a Tomás en el cuidador de mis deseos y necesidades.
Evalúo mi vida y ha sido tranquila y placentera. Pero me considero un cobarde. Un inadaptado que no ha tenido el valor de afrontar sus restricciones. Y ahora ya es tarde. Con casi cuarenta años cumplidos, he perdido todas las opciones como concertista. Tuve miedo a lo desconocido. A no poder dar la talla. Siempre me he considerado diferente y me arrepiento. He fracasado y cada vez me hundo más en mis desgracias.
Muchas tardes, en el jardín, contemplo la yedra, que, luchadora, trepa rauda colonizando cada centímetro de la fachada, reptando hacia lo más alto. Yo, en cambio, soy como las raíces de los árboles, hundido en la tierra.
Tomás
Aún recuerdo el día en que entré al servicio de los padres de Andoni. Tuve la suerte de ser el seleccionado porque el perfil y las competencias exigidas eran muy altos.
La primera vez que vi a Andoni sólo me fijé en sus ojos. Negros pero sin vida. Su mirada se perdía a través del amplio ventanal del salón principal. Ni siquiera se volvió cuando su padre quiso presentarme. Pero la voz firme del progenitor le obligó a dirigirme un saludo. Me sentí ridículo ante aquella escena. Un chaval de dieciséis años, esclavizado en una silla de ruedas desde niño.
A pesar de su invalidez, su talle era esbelto, envuelto en un traje impecable. De todo él, sólo la silla de ruedas rompía con la elegancia y porte del muchacho. Andoni tenía los cabellos y los ojos negros. La tez blanquecina se enmarcaba en unos labios que continuamente ensayaban una sonrisa. Su complexión era fuerte y sus brazos fornidos gracias al esfuerzo perenne de la silla, ya que no siempre se dejaba arrastrar. Pero eran sus manos las que llamaban la atención. Unos largos y huesudos dedos que se alzaban como las astas de las banderas, enarbolando victorias. Las manos de Andoni gritaban en silencio, suplicaban en silencio, aclamaban en silencio. Y era preciso conocer este lenguaje. Las tullidas piernas eran suplidas por el vigor de brazos y manos. Eran ruedas transportadoras de su ego maltrecho.
Andoni estaba cansado de convivir con personas que al fin y al cabo eran ajenas a su familia. Y yo entré en su vida como uno de ellos. No pretendía ir contra nadie. Luchaba contra él mismo. Pasados tantos años de invalidez, sus deseos e ilusiones se agotaban. Nanys, tutores y sirvientes habían ocupado los minutos de niño y adolescente.
Aquella noche la recordaré toda mi vida. Despidiendo a su padre con un gesto forzado, siguió observando el exterior de la casa sin inmutarse por mi presencia. Sin saber cómo actuar, decidí sentarme cerca de él. Los minutos traspasaban el ambiente cortado de la estancia. Hasta se podía escuchar la respiración de los dos. Respetaba su silencio, sólo quebrado por los sonidos cotidianos del interior de la casa. Poco a poco, el salón se inundó de una suave penumbra que difuminaba nuestras siluetas.
El paso de un segundo y el inicio de una gran amistad. Andoni volvió su rostro y pude observar gruesas lágrimas surcando cada poro de su piel. Acercándome, agarré con fuerza su mano y le dije muy quedamente:
—Estoy aquí.
Andoni se abrazó a mi cintura y toda la amargura interior que había arraigado a lo largo del tiempo emergió sin vergüenza.
—Yo sólo quiero ser tu amigo. No el sirviente que arrastra una silla. Pero a cambio de mi amistad, me debes proporcionar otra cosa imprescindible: tu confianza.
El semblante de Andoni resurgió del infierno. Una amplia sonrisa rompió el hielo de su piel.
¿Discapacidad?
La definición de la Real Academia Española de este vocablo es intensa y amplia porque acoge distintos tipos de limitaciones a las que a lo largo de los siglos el ser humano ha tenido que enfrentarse. También encontramos muchos sinónimos que explican este término. Unos y otros dibujan la realidad de muchas personas coartadas por condiciones físicas, cognitivas, sensoriales o mentales.
Imagino las situaciones que toda persona discapacitada debe afrontar durante toda su vida. Es complicado ponerse en su “piel” porque sus restricciones no las percibimos. Cerremos los ojos, cubramos nuestros oídos, sentémonos sin mover piernas o brazos... Sintamos el vacío a nuestro alrededor, la sensación de impotencia que nace en nuestro interior.
Discapacidad. ¿Alguien ha pensado que este término en muchas ocasiones no se corresponde con la valentía y arrojo que presentan estas personas?
Capacidad. Aptitud de integración, de adaptación, de suficiencia, de eficacia, de utilidad.
Las instituciones creadas han luchado por su integración completa en la sociedad. Y han posibilitado que las barreras sean totalmente abolidas.
El último peldaño de la escalera que le queda por ascender a esta sociedad es desdibujar el prefijo “dis” y matizar con grandes grafitis “capaz”.
Pablo
De niño me escapaba a lo alto de la montaña y disfrutaba del paisaje asturiano. En invierno, la cruda nieve me impedía subir hacia las rocosas peñas y con el deshielo aprovechaba el tiempo de ocio sentándome encima de la hierba con la única compañía de mi flauta. Éramos inseparables. Su sonido abría las puertas de valles y peñascos, acompañaba el timbre del agua que mimosa se dejaba caer en cascadas precipitadas hacia el vacío, apacentaba los mugidos del ganado que pacía en los prados.
Fue en la escuela donde pasé de ser un simple flautista a un alumno aventajado en el lenguaje musical. Pero a pesar de las buenas intenciones de todos, precisaba estudios superiores.
La decisión de mis padres de emigrar con la intención de sufragar mis estudios la recibí con alegría y dolor. Dolor por alejarme de mi Asturias, alegría por poder alcanzar la deseada formación musical.
La llegada a nuestro nuevo hogar me impactó. El paisaje de Bilbao era una mezcla de añoranza y novedad. El mar y la montaña. El río. Todo ello salpicado de plazas, calles y edificios, coronados por multitud de fábricas talladas a piedra, enmarcado por un puerto símbolo del vínculo con el exterior.
El trabajo en la fábrica no podía compararse con mi vida anterior, pero me permitía ayudar a mis padres en el intento de alcanzar un futuro mejor. Todo el interés de mis padres se basaba en ello. Y sufrían al ver que sus intenciones tocaban fondo.
—No sufras, Pablo —me decían—. Con el tiempo lograremos nuestros propósitos.
Yo comprendía que para llegar a la meta deseada no sólo necesitaba ampliar mis estudios, sino además tener posibilidades de acceder al exterior, a la eterna Europa. Castillos en el aire organizados con puntillos, calderones y barras de repetición. Ahora no sólo me acompaña mi flauta de adolescente. También hojas pautadas donde todas las grafías musicales luchan por componer versos con cadencias, trinos y fermatas. Pero todas ellas languidecían dentro de mi carpeta esperando salir a la luz.
Todos los días festivos recorro el camino hacia el centro de Bilbao y me siento delante de mi deseo más preciado: mi arpa. Una tienda de instrumentos descubierta al poco tiempo de llegar a la ciudad cambió mi vida. Me indicó por dónde debía encauzar mi futuro.
A lo largo del día imagino aspiraciones que aparecen ante mí como un sueño. Y me veo adulado por el público, por sus aplausos, hasta que vuelvo a mi realidad y la Vieja Bilbao se presenta otra vez ante mí.
Todas las mañanas se suelen repetir las mismas escenas de la vida cotidiana de esta plaza. Y sólo repetimos como personajes de la película un caballero inválido y yo. Llega acompañado por un sirviente que le deja en una cafetería durante varias horas. No habla con nadie. Pero hay algo que me llama la atención: hojas pautadas cubren gran parte de su mesa.
Perseverancia
Andoni garabateaba insistentemente pentagrama tras pentagrama. Solía acudir con fidelidad todos los días a aquella cafetería, sentándose en la misma mesa y tomando la misma infusión. No acostumbraba a fijarse en la gente que cruzaba la plaza o en las circunstancias que acontecían en ella. Su fin era otro. Cansado de permanecer en espacios cerrados, aquella plaza era como su segunda casa. Permanecía en ella hora tras hora con la única pretensión de pasar el tiempo, colmándolo de signos musicales.
Una leve ráfaga de viento revolucionó las partituras de Andoni, que, sin pensar, instintivamente quiso alcanzarlas, cayendo estrepitosamente de la silla. Sin saber qué hacer, quedó quieto en el suelo, pero dos fuertes brazos lo levantaron como una pluma y con gran suavidad lo acomodaron en su silla. Andoni observó al muchacho que vergonzoso le miraba a los ojos. Eso era importante. No soportaba a la gente que dirigía su primera mirada a la silla de ruedas.
El aspecto del chaval era musculoso. Su cabello revuelto en amplios rizos caía sobre su frente. Vestía sencillamente pero con un porte muy cuidado. Sus ojos castaños traslucían sensatez y cierta velada timidez. Con gesto preocupado se afanaba en recoger los papeles que revoloteaban por el suelo. Andoni se sintió incómodo ante aquella escena pero esbozó su mejor sonrisa para evitar que sus sentimientos pudieran incomodar a su bienhechor. Una vez Pablo concluyó su pequeña cruzada, se quedó de pie en espera de alguna respuesta, también sin saber qué decir.
—Gracias, muchacho —dijo Andoni con una potente voz que desdecía con su semblante blanquecino.
—No tiene por qué dármelas. ¿Ha mirado si tiene todas las partituras?
Andoni repasó todo el legajo de papeles y contestó con su mejor sonrisa.
—Sí, todas han vencido al huracán.
Las risas de los dos llenaron el pequeño espacio que ocupaban en la cafetería.
—Bueno —contestó Pablo—, no le molesto más. Voy a continuar mi paseo.
—No me molestas, todo lo contrario. Me encantaría invitarte a algo.
Pablo acercó una silla y dirigió su mirada directa a las partituras.
—¿Te interesa la música?
Pablo afirmó con la cabeza pero no osó contarle a aquel desconocido sus anhelos. Con manos ansiosas, fue desgranando una a una las notas que subían y bajaban líneas y espacios construyendo una hermosa melodía.
—Dios mío —susurraron los labios de Pablo—. Esta música es..., es... No puedo darle más calificativos que impresionante y desconocida. Nunca había visto una música tan agresiva y novedosa.
Andoni quedó sorprendido por el vocabulario que utilizaba aquel chaval. Siguieron comentando aspectos relacionados con el tema, y cuando Tomás volvió como todos los días a recoger a su amigo, encontró a dos jóvenes apartados del bullicio de la plaza conversando como dos camaradas.
Desde aquel día, todos los festivos se producía el encuentro, siendo el único tema el musical. Ninguno se atrevía a revelar su mundo interior por miedo a ser rechazado, por su invalidez o por su condición social.
Transcurrieron algunas semanas y los dos apasionados de la música continuaban acudiendo a la cita, aunque Pablo seguía ocultando a su amigo su situación, por no sentirse humillado. En todo caso, era Andoni el que llevaba siempre las riendas del diálogo, ansioso por sacar de dentro todo aquello que había guardado desde hacía muchos años. Sus conocimientos musicales eran tan extensos que Pablo no osaba interrumpirle, captando cada frase, cada concepto. Pero una de sus preguntas atrajo la atención de Andoni:
—¿Cómo sabes tú esto?
El rostro de Pablo era todo un poema. Tuvo que sincerarse:
—Lo siento, Andoni —contestó con la cabeza baja—. No me atrevía a sincerarme. Desde niño he estudiado lenguaje musical, pero la situación económica de mis padres no era muy próspera y nos obligó a emigrar a Bilbao en busca de trabajo para poder pagar mis estudios. Pero hasta ahora no ha sido posible.
—¿Y tú quieres dedicarte a la música?
—Quiero ser arpista.
—Pero chaval, tanto tiempo para sincerarte. Es una idea muy tentadora. Y ¿cómo lo vas a conseguir?
—Trabajando duro y consiguiendo el dinero.
—Consideración que merece mi respeto. Pero podías habérmelo contado antes. Te hubiera podido ayudar. En ocasiones el orgullo no es el mejor compañero.
—No era orgullo, Andoni. No quería que pensaras que nuestra amistad estaba cimentada sólo en un interés.
—Déjate de intereses. Ahora lo que importa es que yo analice tu nivel de conocimientos y a partir de ahí, decidiremos.
Desde ese día, Tomás se convirtió en el chófer privado de Pablo, llevándolo a la casa de Andoni incluso por las noches, ya que debían acoplarse a su horario laboral. Pablo soñaba despierto. Lejos quedaron las enseñanzas de los profesores de la aldea. Andoni era un magnífico profesor que durante años había guardado su saber entre telarañas. El ansia de Pablo por aprender le llevó a desempolvar todo aquello. Pero lo más impactante para Andoni era la cara de Pablo, expectante ante un nuevo conocimiento, su mirada centrada en los libros como si de ellos manara el único saber. La capacidad de Pablo era inmensa y Andoni juzgó que necesitaba llegar a caminos más lejanos.
Cuando Pablo llegaba a su casa, contaba a sus padres todo lo que había resuelto durante el día, y sólo viendo la inmensa felicidad de su hijo pensaban que todos los sacrificios estaban bien pagados.
Aquella tarde de un día festivo, Pablo se atrevió a contarle a Andoni por qué habían coincidido en aquella plaza: un arpa era la causante.
Las raíces de la hiedra
Cuando Andoni dictaminó que su alumno ya había asimilado todo lo que él podía ofrecerle, sin consultarlo con Pablo marchó una mañana hacia el conservatorio en busca de nuevas aspiraciones.
La noche anterior, Andoni había estado recopilando todos los trabajos de composición que había realizado con su protegido. Sentado delante de su mesa de trabajo recordaba sus dieciséis años, su miedo a salir de su mundo de invalidez y de demostrar su valía como concertista. Era una de sus frecuentes pesadillas y siempre se avergonzaba de no haber tenido la valentía de sentirse libre, no secuestrado por una silla de ruedas y por una mentalidad enfermiza.
Acompañado por su fiel Tomás, dirigió sus pasos hacia el Conservatorio bilbaíno, fundado en 1919 por la Diputación Foral de Bizkaia, con la intención de conversar con algunos de sus profesores. Su llegada, como en otras ocasiones, alegró a todos ellos:
—Andoni, cuánto tiempo sin verte. Tendrías que visitarnos más a menudo. Sabemos muy poco de ti. —Así le hablaba su antiguo profesor de piano.
—Tiene usted razón, tengo el gran defecto de no cuidar a mis pocos amigos.
—Andoni, Andoni, sigues igual de optimista. Sabes que en el momento que quieras tienes un puesto en la Orquesta Sinfónica.
—Ya sabe que lo que no se realiza de joven es difícil desearlo de mayor. No vengo a ocupar ninguna plaza. Vengo a hablar de un alumno mío.
—¿Alumno? —se sorprendió el experto catedrático.
—Bueno —contestó Andoni—, más que alumno, protegido. Si ese chaval no tuviera el potencial que tiene, no me hubiera atrevido a recomendarlo.
—Explícate, Andoni —pidió el profesor con curiosidad.
—Se trata de un joven que conocí por pura casualidad y que se vio sorprendido al leer mi música. Pero, sinceramente, la grata sorpresa fue mía cuando día a día fui descubriendo que a mi lado tenía a un genio. Antes de venir aquí, decidí saber hasta dónde llegaba su genialidad. Le puedo prometer que es prodigiosa. Pero yo ya me veo totalmente limitado y necesito su ayuda.
—Pero ¿tiene estudios?
—Sólo primarios, pero sé que hará un gran esfuerzo para acceder al nivel de este conservatorio.
—No hablemos más. Tráelo y le haremos una prueba. Pero, en realidad, ¿a dónde quiere llegar?
—Ni más ni menos a solista de la Orquesta Sinfónica. El arpa es su instrumento.
—¿Y la domina?
—Sólo la admira en el escaparate de una tienda.
La hiedra crece
La primera vez que Pablo traspasó las puertas del Conservatorio, miles de músicas celestiales salieron de su alma. Quiso ir solo porque todo lo que allí pudiera ocurrir quería que pasara sin testigos. Temía el fracaso. Pero el trato tan amistoso que recibió de los profesores y su sorpresa al analizar sus composiciones le calmaron. Pasadas unas horas, Pablo salió del centro con una carta firmada por el director. Anduvo y anduvo por las calles de Bilbao sin atreverse a abrirla. Su destino dormía en su interior y no se atrevía a despertarlo. Se dirigió raudo a su banco, delante de su anhelada arpa. Esperaría un tiempo. Al día siguiente, después del trabajo, caminó hasta la casa de Andoni. Tanto él como Tomás le esperaban con gran preocupación. Sentados en el salón, Pablo le entregó a su gran amigo la misiva:
—He querido que la abrieras tú personalmente —le indicó.
—Gracias, Pablo —contestó Andoni.
En la carta se aconsejaba que Pablo debía ampliar sus estudios para poder acceder al centro como alumno, pero que se le permitía acudir como oyente a aquellas clases que los profesores le indicaban, ya que confirmaban sus aptitudes musicales.
—Perfecto —dijo Andoni—. No perdamos tiempo. Tomás, hay que contratar a un tutor y seleccionar a un profesor de arpa. Por cierto, detrás de esa cortina hay algo para ti. Tendrá que acompañarte Tomás si quieres llevarla a casa.
Los hechos transcurrieron de forma ordenada y sistematizada, tal como lo había previsto Andoni. Pablo dejó su trabajo y dedicó todas las horas posibles a realizar su sueño. Alumno aplicado, no dudaba en aprovechar cada minuto, pero la hora más preciada era su clase de arpa. En ésta, el mundo que le rodeaba desaparecía y sólo existían él y ella. Sus dedos seguían las indicaciones de la partitura, pero Pablo sentía que era su arpa la que le inspiraba y lograba extraer de sí mismo las melodías.
El mundo de Pablo se rompió en mil pedazos convirtiéndose en un inmenso puzle que debía recomponer. Cada pieza de ese puzle debía colocarse en el lugar idóneo y Pablo lo sabía. Valoraba esta oportunidad y por esa razón se afanaba en dedicar todo su esfuerzo y voluntad en convertirse no sólo en un músico reputado sino también en un hombre.
Para él, Andoni había sido más que un padre. Había confiado en su valía y le había proporcionado las llaves del futuro. No había dudado en ningún momento. Todas las tardes, excepto las horas en las que estaba ocupado por las clases, acudía a su casa para relatarle las novedades de cada día. El rostro de Andoni había cambiado por completo. Enmarcaba constantemente una amplia sonrisa e incluso se podían escuchar sonoras carcajadas con el gran asombro de todos. Todos, porque ahora Andoni invitaba a relevantes personajes del mundo artístico y literario y mostraba a su gran amigo como el gran concertista del futuro. Este hecho había devuelto a Andoni al mundo real, al mundo que nunca debía haber abandonado.
Transcurridos tres años, Pablo había logrado superar muchas de sus metas, culminando sus estudios. Gracias a su valía, consiguió una plaza como arpista en la Orquesta Sinfónica de Bilbao. Su sueño se había cumplido. Tanto Andoni como Tomás y los padres de Pablo festejaron con gran orgullo su éxito celebrando una gran recepción en los jardines de la casa.
Andoni no cabía en sí de gozo. Después de tantos años de soledad, entendía que el encuentro fortuito con Pablo había cambiado su vida. Por muy lejos que llegara Pablo en su andadura como músico, por mucho que Andoni le hubiera facilitado el camino, nunca podría pagarle el gran bien que le había proporcionado. Porque aunó todas sus fuerzas y quiso acompañar a su hijo adoptivo a los primeros conciertos, celebrados primero en España y luego en otros países.
Con los años, la fama de Pablo como solista de arpa crecía en los mejores auditorios europeos. Ahora se esperaba el salto a América.
Las raíces se hunden en el vacío
Aquella mañana, Tomás se extrañó al abrir la ventana de la habitación de Andoni. Habitualmente, nada más entrar y despertarse discutía con él por cualquier cosa. Asustado, se dirigió rápidamente a la cabecera del lecho. Andoni parecía dormido, pero su pecho no lanzaba destellos de vida. Tomás colocó su trémula mano encima de la de su más fiel amigo. Sólo pasado cierto tiempo vio sobre la mesita de noche un sobre dirigido a Pablo. Tomás, rendido por el dolor, sólo supo quedarse a su lado, olvidándose del resto del mundo.
Mi querido hijo:
Nunca me he atrevido a llamarte así porque consideraba que era derecho de tus padres, pero creo que en estas circunstancias me comprenderán.
Doy gracias infinitamente al destino por permitir que nuestras vidas se cruzaran. Considero que desde el día en que nos conocimos tú has sido el que ha aportado más parabienes. Has ocupado el puesto del hijo que no podía concebir y te has convertido en el célebre concertista que nunca me atreví a ser.
No quiero que estés apesadumbrado por perderme. Hace ya muchos años me diagnosticaron una lesión coronaria, pero sólo Tomás sabía el hecho y le hice jurar que nunca me delataría.
El poder llevarte de la mano a lo largo de estos años ha alargado mi vida, ya casi perdida. El poder acompañarte a todas tus actuaciones ha roto mi soledad y mi cobardía.
Te doy las gracias, hijo mío, por tus sonrisas y abrazos, por tus lágrimas y desilusiones, por tu cariño, por ser el principal motor de mi silla de inválido.
Sólo te pido un último favor. Cuando vuelvas, siéntate en mi banco preferido del jardín y observa la hiedra que germina desde el suelo. Sus leñosas y fuertes raíces permiten que la hiedra lance sus ramas hacia lo más alto.
Sigue ese camino aunque yo esté ausente. Tienes raíces suficientes para alcanzar el infinito.
Epílogo
Pablo recibió la noticia minutos antes de salir al escenario del Avery Fisher Hall. El público abarrotaba una de las salas más prestigiosas de la música clásica internacional, en espera de conocer a un músico tan valorado en la prensa y en otros medios de comunicación.
La respuesta de Pablo fue un largo silencio. Reponiéndose a duras penas, se dirigió hacia el lugar que ocupaban los solistas. Recordó que era la obra preferida de Andoni: Concierto para flauta y arpa en Do Mayor, K 299. Sus dedos nerviosos acariciaban las cuerdas de su arpa:
—Las líneas de mi vida —susurró.
Lo que el público no pudo comprender es por qué sus ojos se fueron anegando de lágrimas y durante toda la ejecución de la obra miraban hacia lo más alto, como hiedra trepadora.