Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 30 – Primavera 2013
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

Eduardo se sentía extraño cuando abrió los ojos buscando el verdoso resplandor del despertador digital que reposaba en la mesita de noche, siempre trabajando, incansablemente, marcando la cadencia de la temporalidad sobre la que creemos navegar al timón de nuestro bergantín siendo, en realidad, nada más que marineros rasos entre la tripulación del barco que nos es propio. Estaba un poco asustado, sutilmente miedoso, como un niño que aguarda la llegada de esa tormenta que, pese a que todavía no se intuye en la línea del horizonte, se terminará desatando como todas las jornadas. Pero no eran estas sensaciones escurridizas y atenuadas esa mañana, compañeras de los amaneceres de casi toda su vida, las que le reportaban la extrañeza que estaba percibiendo en algún recoveco de su cuerpo y que aún no lograba ubicar mentalmente. Había algo más en la alborada, cuando el sol comenzaba a despuntar, tímidamente, ascendiendo por el pétalo que le corresponde en la rosa de los vientos.

Empezó a realizar los típicos movimientos para lograr desincrustarse del colchón de viscoelástica que cada noche, lograra o no alcanzar el sueño, atrapaba su cuerpo en un confortable y acogedor abrazo, reportándole una buena dosis de molestias dolorosas en su espalda, tanto en la zona lumbar como a la altura de la cintura escapular. Así eran los abrazos nocturnos para Eduardo, tan agradables como si algún duendecillo mórbido y torturador se pasara las horas de oscuridad moliéndole los lomos con una buena vara de avellano, o con un vergajo, como solía hacer cuando se celebraba la feria taurina en la ciudad, tal vez en un intento de homenaje a la tauromaquia. Esforzándose, consiguió despegar el espinazo de la cama y bajar los pies al suelo, quedándose sentado unos segundos antes de levantarse.

Con los ojos aún perdidos por entre el insomnio que venía padeciendo en los últimos meses, trató de hacerse un chequeo mental para averiguar qué le estaba sucediendo y, como es necesidad para los hombres, poner palabra a aquello que, por el momento, no era más que una vaga sensación sin clarificar ni clasificar, términos que también nos resultan fundamentales si no queremos naufragar en la oscuridad indiferenciada que suponemos por detrás del orden y la luz, en el lado de allá de la razón. Empezó llevando la conciencia hasta su cabeza, ya que algunas mañanas se solía despertar con dolor en la zona de las sienes y los alrededores de los ojos, así como también en los maxilares, lo cual se debía a que tenía la insana costumbre de pasar toda la noche rumiando como las reses. Sólo que en lugar de regurgitar hierba, de su estómago salía todo aquello que no había sido capaz de masticar y desmenuzar a lo largo de su vida, junto con una ingente cantidad de jugos gástricos que se encargaban de ir erosionándolo por dentro. Pero las viejas indigestiones, y también las más jóvenes, eran duras de roer para Eduardo, por lo que tenía que emplearse al máximo si quería, tan siquiera, dejar las marcas de sus dientes en las duras y resbaladizas superficies de aquello que trataba de machacar y reblandecer para facilitar el proceso digestivo. Quizá ésta fuera la causa de los problemas gastrointestinales que padecía, así como también de la movilidad que estaban cogiendo sus piezas dentales con el paso del tiempo y el trabajo nocturno al que se veían sometidas. Estaba seguro de que, tarde o temprano, comenzarían a caérsele los dientes: más temprano que tarde.

Continuando con el chequeo, llevó la atención a su abdomen, pero allí tampoco encontró nada que se saliera de lo que venía siendo normal en los primeros momentos del día. Por la mañana, sus tripas y su estómago bostezaban y se desperezaban plácidamente, lo cual no era agradable para él porque ello le provocaba una buena ración de náuseas y retortijones. En ocasiones, debido al buen descanso que habían tenido sus vísceras, al amanecer se desperezaban con mayor énfasis y vehemencia provocándole un acceso de vómitos y diarrea que, en el mejor de los casos, lo mantenía a media asta toda la jornada, y en otros casos menos benévolos lo dejaban deshidratado y hecho un guiñapo. Según decía su médico, padecía el Síndrome del Intestino Irritable, pero, según él, lo que le ocurría es que sus entrañas iban por un camino distinto al suyo, con lo que no había ninguna posibilidad de encuentro entre ambos. Tal vez fuera este hecho el que le llevó a verse en la situación poco habitual en la que se encontraba, sobre la que todavía no tenía conciencia alguna.

Unos inciertos escalofríos comenzaron a rondarle el cuerpo, por la zona del pecho y también en la corcova de su espalda. Notaba el diario conato de ahogo matutino, que no se estaba saliendo de lo corriente, pero había algo más en su caja torácica que no acertaba a averiguar. A decir verdad, lo que había era algo de menos, como pronto comprobaría Eduardo. Realizó un par de respiraciones profundas llenando sus pulmones, en la medida de lo posible, mientras el aire silbaba al pasar por los bronquios entrecerrados y llenos de abundante mucosidad espesa, así como de ingentes cantidades de nicotina y alquitrán, ya que era un fumador empedernido. No observó nada anormal en su maltratado y ennegrecido fuelle, ninguna cosa a resaltar más allá del principio de bronquitis crónica que se le dibujaba bien cercano en el tiempo, si no lo había rebasado ya dando lugar a dolencias mayores. Pero algo sucedía en esa zona de su cuerpo, que estaba comenzando a tiritar espasmódicamente preso de un frío que nunca antes había sentido a lo largo de su vida.

Debido a los temblores, todavía le costó un poco llegar a darse cuenta de lo que estaba acaeciendo aquella mañana. Se puso en pie y encaminó su rumbo hacia el baño creyendo que iba a sufrir una de sus crisis intestinales, mas esta vez sus tripas no estaban envueltas en el asunto. Sentado en el inodoro comprobó que no tenía nada que echar al exterior a través de su ano, como tampoco sentía la necesidad de vaciarse someramente de sus indigestiones expulsándolas por la boca. Se levantó de la taza del váter y se inclinó en el lavabo para lavarse la cara e intentar quitar de su rostro esa estúpida mueca que la noche había dejado clavada en él, como bien le indicó el espejo que colgaba de la pared.

Al incorporar su torso, con la cara chorreando de agua, advirtió que no estaba notando algo que le ocurría todas las mañanas cuando llevaba a cabo esta acción, como era el hecho de que, debido al cambio de postura de su cuerpo, su corazón comenzaba a bombear con fuertes latidos durante los segundos que tardaba en secarse el semblante. No fue así esta vez, y el reflejo de su cara en el espejo venía a decir que algo malo estaba ocurriendo. Puso su diestra en el pecho por encima de la camiseta de manga corta que le hacía las veces de pijama, a la altura en la que se encuentra el músculo cardiaco, pero no fue capaz de notar su vida allí adentro, no lo sintió palpitar. Dejó esa mano en el lugar y llevó los dedos índice y corazón de su siniestra hacia el cuello, para intentar tomar el pulso en esa parte del cuerpo, pero no encontró más que la fría piel de su gollete yerma de latidos y de esperanza. Lejos de asustarse, tomó la cajetilla de cigarrillos del bolsillo del pantalón que tenía doblado sobre el taburete del aseo, junto con sus demás prendas de vestir, se llevó uno a los labios y le prendió fuego al tiempo que el espejo le devolvía la imagen de su cuerpo envuelto en llamas.

Se miró en el reflejo mientras exhalaba el humo de la primera calada, sus ojos tenían una mirada triste pero él no sentía tristeza, ni el amago de miedo que creyó intuir unos minutos atrás, ni tampoco estaba asombrado al comprobar que su corazón no latía, y mucho menos angustiado por ello. No sentía nada, ni siquiera ese asco que se llegó a convertir en el eterno camarada con el que transitaba los días en una especie de inercia que no le llevaba a ningún puerto donde atracar. Al menos, la chispa de vida que todavía se podía adivinar a través de las niñas de sus ojos, venidas a menos y bastante resecas, le insistió a lo largo del cigarrillo para que fuera al médico inmediatamente, cosa que Eduardo hizo sin saber muy bien por qué, quizá por esa misma inercia.

—¿Qué le ocurre? —preguntó el médico de urgencias.

—El corazón parece habérseme parado. No me late —respondió Eduardo.

—¿Cómo es posible eso? —volvió a interrogar el galeno.

—No lo sé. Anoche me acosté bien, pero esta mañana me he levantado así

—Aparte de eso, ¿tiene algún otro síntoma? —preguntó, nuevamente, el hombre de ciencia.

—Ya le he dicho, no me late el corazón y, además, tengo mucho frío —respondió el paciente.

—Vamos a realizar una exploración para ver qué está sucediendo —sentenció el médico, indicando a Eduardo que se sentara en la camilla de la consulta.

El facultativo tomó la muñeca del hombre y buscó allí el pulso, pero no encontró más que la piel fría con los poros erizados. Llevó la mano hasta el cuello y obtuvo los mismos resultados que en la articulación de la que provenía, cosa que le inquietó. Acto seguido, pinchó las olivas del estetoscopio en los oídos, levantó el jersey de Eduardo y le puso la campana del aparato sobre el pecho, con la membrana pegada a la piel. Sólo escuchó su respiración sibilante, por debajo de la cual no encontraba el sonido del ritmo cardíaco, por más que estuvo buscándolo moviendo el fonendoscopio de un lado a otro del pecho, y también comprobando en su propio cuerpo que el aparato funcionaba de modo correcto.


Verdaderamente alarmado, el doctor hizo que Eduardo se tumbara en la camilla con el torso descubierto para realizarle un electrocardiograma, colocó los electrodos en los lugares correspondientes del pecho del paciente y activó el aparato para realizar la prueba. La conclusión fue la misma que obtuvo buscando el pulso con sus manos, y luego con el estetoscopio que todavía colgaba de su cuello, sujeto a éste con las ojivas metálicas, sólo que en esta ocasión el resultado no era táctil, ni acústico, sino que aparecía a modo de líneas planas sobre un trozo alargado de papel que era escupido por la máquina en cuestión.

Con su intuición apuntando ya a cuál sería el correcto diagnóstico de lo que le estaba sucediendo a Eduardo, el médico procedió a realizar la última de las pruebas necesarias que aportaría la certeza requerida para ratificar su corazonada.

—Voy a realizarle una ecografía cardiaca con el objetivo de confirmar, o descartar, lo que creo que le sucede —dijo el doctor con el gesto serio.

—¿Qué cree usted? —preguntó Eduardo sin mostrar preocupación, o nerviosismo, con respecto al diagnóstico.

—Primero realizaremos la prueba y luego hablaremos.

Como no podía ser de otra manera, el ecógrafo portátil con el que el médico realizó la postrera exploración le confirmó, con la evidencia aplastante de la imagen obtenida mediante los ultrasonidos, lo que venía planteándose en su hipótesis diagnóstica: la zona del tórax que debía estar ocupada por el paquete cardíaco se encontraba vacía, y en su lugar no había más que un hueco que aparecía como una sombra negruzca en el monitor del aparato. Retiró el transductor del pecho del hombre, y le dio un trozo de papel absorbente para que limpiara los restos del gel que le había extendido sobre la piel de la zona. Hecho esto, retornó el aparato a su lugar de origen e indicó a su paciente que se vistiera y se sentara nuevamente en la silla. Y él también tomó asiento.

—Se confirman las sospechas que tenía —dijo el doctor.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Eduardo, sin pena ni gloria.

—Ha perdido usted el corazón —respondió.

—Y ¿eso puede ser posible?

—Resulta poco probable porque estos casos se dan en poquísimas personas, pero es posible —respondió mirando a su paciente, queriéndole decir con la mirada que en su pecho tenía la muestra de esa remota posibilidad.

—¿A qué se puede deber?

—No tengo una respuesta clara para darle, ya que la medicina todavía no ha alcanzado una explicación completa y satisfactoria al respecto, pero los estudios muestran que existen ciertas similitudes entre quienes sufren este tipo de dolencia —hizo una pausa para teclear alguna cosa en su ordenador, y retomó la palabra—. Los estudios a los que me refiero indican, a nivel general y dicho a grandes rasgos, que las personas que padecen este tipo de pérdida nunca se han llevado bien con su corazón, desde su más tierna infancia, con lo que el músculo se va hartando de que no lo tengan en cuenta, y se va cansando cada vez más con el pasar de los años hasta que, llegado el caso, puede desaparecer del tórax de la persona sin dejar ni rastro de su huida.

—¿Cómo ocurre esto? —interrogó Eduardo.

—Lo que respecta a la pérdida en sí es lo que mantiene encendido el fuego en las investigaciones y debates entre los científicos que se encargan de estudiar este fenómeno, que no logran alcanzar un acuerdo sobre cómo se da. Hay quienes hablan de huida, otros apuestan por la opción de la pérdida, incluso hay sectores que abogan por una sublimación espontánea del tejido cardiaco... Entre otras muchas teorías. Pero no hay pruebas claras que se decanten a favor de ninguna de ellas.

—Y ahora, ¿qué hago? ¿Me tendrán que hacer un transplante, o algo así? —preguntó Eduardo.


—Por desgracia, en casos como el suyo el trasplante no es una opción que contemplar, porque podría darse la coyuntura de que le pusieran un corazón y éste volviera a desaparecer, con lo que no resolveríamos nada.

—Entonces, ¿tengo que hacer alguna cosa? —volvió a preguntar imaginando que salía de la consulta, y de la clínica, para fumarse un cigarro, pero en realidad no sentía ganas de fumar, ni tampoco ganas de nada.

—Lo único que puedo decirle es que vaya a la segunda planta, al departamento de Objetos perdidos, sección de Miembros y vísceras, y deje allí sus datos por si su corazón apareciera en alguna parte y alguien lo trajera hasta aquí, aunque, ya le aviso, esto no suele ocurrir. Tan siquiera se suele dar con quienes han perdido una pierna, un brazo, o una mano, que son elementos corporales más propicios al extravío. Con lo que, en su caso, tratándose del corazón..., es difícil que aparezca. No obstante, puede usted probar.

—Muy bien. Así lo haré. Muchas gracias, doctor —dijo levantándose de la silla.

—No hay de qué. Le deseo que tenga suerte y que su corazón aparezca en breve. Buenos días —respondió éste alargando su mano para estrechar la de Eduardo, quien dio un leve apretón, por pura cortesía, y salió de la consulta.

El camino de ascenso a la segunda planta de la clínica se le hizo bastante pesado, en parte por el frío que sentía en sus adentros, que le hacía ir con los músculos tensos y temblorosos, y en parte porque los ascensores estaban abarrotados de gente y no tenía ganas de formar parte de la aglomeración humana dentro del habitáculo del elevador. Con lo que decidió subir caminando por la escalera.

La primera planta, al menos la parte que Eduardo vio, estaba atestada de personas que se distribuían en enormes colas a lo largo del pasillo central, en cuyos laterales se disponían las consultas de los médicos especialistas. Algunos de los pacientes que ya habían sido atendidos iban en dirección hacia las escaleras para salir del gentío. Los que habían recibido un diagnóstico benévolo caminaban con esa especie de estúpida felicidad que sobreviene al saber que iban a continuar viviendo unos cuantos días más, infame alegría de los desgraciados. Dos o tres de éstos se le quedaron mirando al cruzarse con él, ya que, con el gesto que llevaba, parecía estar gravemente enfermo, y quizá lo estuviera, pero no era capaz de sentirlo. Una persona lo miró fijamente a los ojos con una cálida mirada de compasión, cosa que otrora le hubiera resultado de lo más molesta y desagradable, pero, en ese momento, ni tan siquiera se planteó el devolverle una mirada cargada de rabia y odio, cosas que tampoco sentía ya.

La segunda planta estaba más tranquila, al fondo del amplio pasillo que se abría al terminar de subir las escaleras se podía ver un gran cartel anaranjado en el que ponía, escrito con grandes letras negras, Objetos perdidos. Eduardo dirigió sus pasos hacia allí y llegó a una sala de espera donde varias personas aguardaban sentadas en las postrimerías de una ventanilla, tras la que había una chica joven sumida en sus quehaceres frente a la pantalla del ordenador. Se acercó para preguntar.

—¿La sección de... —trató de recordar las palabras del doctor—... Miembros y vísceras?

—El pasillo que queda justo enfrente, al final —respondió la muchacha sin levantar la vista de la pantalla, al tiempo que tecleaba a toda velocidad con sus dedos.

Encaró el pasillo indicado, que era más estrecho y angosto que el que llevaba hasta el departamento, y al final alcanzó la sección que buscaba, como indicaba el cartel informativo situado sobre otra ventanilla igual a la anterior: Miembros y vísceras. En este lugar la sala de espera era muy pequeña, a duras penas cabían las tres sillas que estaban pegadas una a la otra. Fue hasta la ventanilla.

—Hola —dijo al hombre que estaba detrás del cristal abierto—. He perdido mi corazón.

—Deme su tarjeta sanitaria, por favor. Puede sentarse y esperar, si lo desea —respondió.

Eduardo se sentó, no por deseo sino, otra vez, por esa inercia que para él era como el hilo de Ariadna que le guiaba a través del laberinto de los días. En ese momento se dio cuenta de que empezaba a sentir menos frío, ya que sus músculos se estremecían con menor virulencia. Y, a medida que disminuía el frío, tomaba conciencia de que apenas sentía ya nada. Por un instante fugaz y quebradizo, se planteó lo dificultoso que se le iba a hacer continuar viviendo sin su corazón, con todo lo que ello traía parejo, pero el instante quedó fulminado por un nuevo pensamiento que venía a decir... Tal vez lleve toda la vida viviendo sin él...

Se acomodó en la incómoda silla y se dispuso a esperar, tal vez eternamente, imaginando que sentía lo mismo que los penados a cadena perpetua.