Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
30 – Primavera 2013
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Siempre he odiado las peluquerías; ya, desde niña. Por entonces, eran los cascos, donde metían a unas señoras enruladas, los que me daban terror; me recordaban a los “marcianos”, aquellos extraterrestres que venían a invadir la Tierra con extrañas amenazas. Hoy, mi odio a las peluquerías tiene distintas versiones. Me desespera aguardar mi turno, que no sé cuándo es, porque siempre hay alguien que ha venido antes, aunque no estuviera a mi llegada. Otra de las cosas que me desesperan son las conversaciones que allí se desarrollan, tan profundas ellas, tan cautivantes, tan enriquecedoras: que si la Belén Esteban, que si la Pantoja, que si la vecina de al lado, que si el chiste feminista, sexista... Pero lo que más odio es que me corten el pelo al estilo y al gusto de la peluquera, no al mío ¡Y, encima, tener que pagar! Desgraciadamente, algunas veces, una siente la depre y, como no puede seguir atiborrándose de lo que pilla en la nevera, decide, para su curación, un cambio de look. Todo esto es muy normal, ocurre en las mejores familias y por ello no me siento afectada, ni extraña, sino muy de acorde con el resto de las mortales. No es como cuando tengo una idea en desacuerdo con mi entorno, a quien desespero, porque no estoy adoctrinada a la usanza. Sin embargo, desear un cambio de look está muy bien visto. Así que decidí ir a la peluquería, para curarme de la depre. La peluquera, con una sonrisa muy estereotipada, me dio la bienvenida y el “cuánto tiempo sin verte”. Yo me disculpé con el consabido “he estado fuera”; no podía decirle que odiaba las peluquerías. Le expliqué que quería arreglarme la melena, pero que no me cortara más de un centímetro y, por si no sabía qué era un centímetro, le señalé un dedo. Se lo repetí y, para asegurarme de que lo había entendido, le pregunté. Me contestó: "Sí, ya sé, que no te corte más de un dedo". Tranquila con su contestación, me enfrasqué en una de las revistas de cotilleo que decoraban el salón. Al cabo de un rato, levanté la vista y me vi en el espejo. Me dio un soponcio. ¡Me había trasquilado! ¡Mi apreciada melena, tirada por los suelos! Sólo, y como recuerdo de ella, me había dejado dos patillas a cada lado, al estilo de los bandoleros de Sierra Morena. Mi cara debió decirle más de lo que callé a mi boca, porque balbuceó asustada: "Es que está de moda". Sentí deseos de degollarla, pero me fui a toda velocidad; claro, que jurando en arameo contra toda su familia.
A la salida de la peluquería, me encontré a un policía poniendo una multa al coche, que estaba aparcado enfrente. Me encaré a él: "¿Qué? ¿Ya no saben qué hacer, para seguir robando a los pobres ciudadanos?". El policía no se inmutó, siguió rellenando la hoja como si no me oyera. Yo me animé a seguir lanzándole pullas. Que si era un saqueo al que nos sometían, que si la Policía estaba al servicio de la tiranía del Gobierno, que si… El policía seguía sin inmutarse, se dedicaba a mirar al coche por todas las partes y a rellenar hojitas. Cuando hubo rellenado unas cuantas, me pidió la documentación: "Señora, enséñeme la documentación del coche". "¿Cómo? –repliqué-. ¿Que le enseñe la documentación del coche? ¡Pero si el coche no es mío!".