Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
29 – Invierno 2013
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Mención Local
Aquella noche Crono debió arrojar los genitales mutilados de Urano sobre mi bañera.
Nadie podía imaginar que aquel desecho por muy divino que fuera sería capaz de engendrar algo tan perfecto. Aquel repugnante desperdicio; infecto, ennegrecido, marchito y estéril, sin embargo fué capaz de obrar el milagro mas maravilloso de éste y de cualquier mundo que pudieramos imaginar. El milagro de la vida.
Mi bañera, como un útero fértil acogió la insospechada semilla, como una tierra ignorada, como una tierra dura, una tierra seca y olvidada... como África.
Apenas unas gotas de agua en el fondo de la pila fueron suficientes para germinar aquella inmundicia, para purificar el innoble despojo cercenado en atroz parricidio. Como las lluvias torrenciales caídas a miles de kilómetros inundan las cuencas endorreicas del corazón de África, así unas simples gotas hicieron brotar la vida de la misma muerte en aquel humilde cuarto de baño.
Extrañas reacciones químicas, insondables misterios de la vida misma, la alquimia y la magia se cruzaron en la pálida superficie de mi bañera, una densa niebla lo cubrió todo para preservar el inmenso secreto y destellos de luz de todos los colores se producían en el seno de la blanca nube.
El ineludible espejo del servicio se empañó completamente y cuando finalmente se deshizo del borroso vaho y recuperó su natural nitidez, reflejó una insólita cortina de agua que ascendía en contra de toda ley racional desde el borde de la bañera hasta el techo, pero... ¿que había de racional en todo aquello?
De repente sin romper la fluida cortina se dibujó en el espejo un rostro largo enmarcado por unas cejas rectas que daban luz a sus ojos. Sus labios carnosos, algo melancólicos, estaban sellados como queriendo ocultar sus sentimientos y emociones. Y sus ojos aún cerrados fueron descubriendo poco a poco el insólito lugar de su alumbramiento.
Su mirada cautivadora, tan dulce y cándida como la de una jirafa desprendía simpatía, ternura y benevolencia. La armonía de su perfil con su largo mentón, su frente amplia y su recta nariz, recordaba la naturaleza resistente y salvaje de una leona dispuesta a comerse el mundo.
Salió de la nada, desnuda, fresca, limpia, unas leves gotas, las que le habían dado la vida, cubrían su cuerpo adornando de brillantes perlas su piel morena. Asomando primero un pie, seguido de su torneada pierna, holló las coloreadas teselas del mosaico y el frío tensó todo su ser, entonces se vio reflejada por completo en la superficie del espejo. Era una belleza inalcanzable, primigenia, una Eva negra, una diosa ante el espejo.
El frío de aquella noche profunda se fue apoderando de ella, erizando su piel, endureciendo sus pechos hasta erguir sus pezones negros de breve aureola. Se calzó mis gastadas zapatillas y vistió mi viejo albornoz. Unas toallas, un lavabo con un vaso de plástico amarillo donde asomaba un cepillo de dientes y un inodoro coronado por un rollo de suave tisú. No eran un paisaje acorde con aquel maravilloso y extraordinario suceso o al menos eso le debió parecer a ella.
El frío de aquella noche profunda la llevó hasta mi cama. Se refugió entre las sábanas hasta encontrar el calor de mi cuerpo y de nuevo aquellas extrañas reacciones químicas, aquellos insondables misterios de la vida misma, la alquimia y la magia se cruzaron entre nosotros.
Hicimos el amor, la Eva negra, primigenia y salvaje, me llevó a lugares desconocidos donde nunca antes había estado, sus muslos fuertes me exigían con pasión en una suerte de danzas primitivas y sus labios entreabiertos comenzaban a desvelar aquellos sentimientos y emociones antes ocultos.
Dicen que las leonas se alimentan durante la noche y aquel lujurioso y suculento banquete comenzaba a saciar nuestro apetito mas allá de lo que había soñado. Me deleité con sus besos, me cautivó con leves mordiscos mientras me fundía entre sus garras y me enamoró con aquella exuberante bestialidad que desató mi instinto animal. Intenté contener aquel empuje irracional, recobrar la calma pero... ¿que había de racional en todo aquello?
Acabé cegado por el deseo, dejándome llevar por mis impulsos mas primarios, como una bestia sujeté fuertemente sus caderas y nos fundimos en una última danza antigua al ritmo de remotos tambores que el viento esparce.
Y de repente me encontré con la mirada fija en aquel cuadro que tenía sobre el cabecero de la cama: “El nacimiento de Venus”. Nunca antes la Diosa del Amor me había sido tan grata, acercándose a la orilla, tan púdica ella sobre aquella concha, tan bella y tan distinta a la exótica diosa que consumía mi pasión.
El tiempo se había detenido, como en aquel cuadro que hacía inútil el esfuerzo de Céfiro y Cloris, exhaustos de tanto soplar, aquel que muestra la inútil espera de Flora para arroparla con su primoroso manto... pues la diosa caprichosa nunca alcanzará la ansiada orilla. Así lo dispuso Botticelli y así lo inmortalizó.
Agotado y henchido de placer caí de nuevo en la cama, abracé a mi amante, ahora era yo quien la fundía entre mis garras, el frío de aquella noche profunda ya no era un problema. Sin distinguir muy bien entre sueño y realidad caí en los brazos del primero y descansé profundamente.
Salió de la nada y se fue como si nada.
Se había desvanecido. Entré en el cuarto de baño que la vio nacer, pero no estaba allí. Solo hallé a mis pies una anémona azul, grande y vistosa.
¿Dónde había visto yo antes esa flor? Alcé la mirada y allí estaba a los pies de Flora, la de la inútil espera.
En ese mismo momento me vi reflejado por completo en la superficie del espejo, intenté pensar con claridad mientras a mi espalda se levantaba una insólita cortina de agua. Intenté convencerme de que todo había sido un sueño.
Un sueño que había esperado toda mi vida y no estaba dispuesto a dejar escapar así que de un salto y sin romper la fluida cortina me fui tras ella.