Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
29 – Invierno 2013
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Quedaron allá lejos en el tiempo, ocultos por un enjambre de días que se sucedieron sin piedad, y hoy, estoy convencido, sin saber para qué. Viejos sueños prolongados invariablemente por una nueva expectativa. O sea: si hago esto, me va a ser posible hacer lo otro. Si hago lo otro, voy a poder acercarme a lo que ideo como correcto. ¿Hacer lo correcto? Nos obsesionamos en no equivocarnos, cuando todo es una equivocación sin fronteras. Las fronteras no limitan el error; lo disfrazan, y embarcamos tras aquellas lucecitas tan distantes como a las que renunciamos y después añoramos.
Pienso que esa tarde de julio, en la que pese a ser invierno lucía el sol, en el aeropuerto se quedó viéndome partir la única gente que de verdad me quiso y se quedó callada, tal vez para no herir mi susceptibilidad y evitar poner así la primera muesca en la culata del revólver que algún día me va a matar. No olvido sus caras, algunas deben de existir sólo en retratos, y me aferro a la cobardía de no dar marcha atrás. Porque sólo los cobardes cabalgan con su orgullo hacia delante, los valientes saben en qué momento cabalgar.
Puedes rumiar que esto es dar por terminada una forma de vivir y de pensar, que sumo una experiencia más, que pierdo el tiempo frente al teclado, pues el mundo fue y será una porquería. Lo sé, tienes razón, pero no olvides que con la razón no se vive ni se va a muchas partes; la razón pura y llana, sin subterfugios metafísicos, es lo último a lo que nos aferramos cuando tenemos todo perdido. Es el consuelo, el asidero, el espectáculo que hace a la autoridad carcajear, al administrador afirmar que está perdiendo el tiempo y al ganador de la vida echarte en cara:
—Amigo, porque todos son mis amigos, ¿verdad? —su voz hasta tiene un dejo de generosidad—, vosotros los perdedores sois los que me hacéis triunfador. ¿Qué sería de un ganador sin perdedores? Y se ríe.
Y tú y yo, a dar media vuelta sin tan siquiera poder poner la cola entre las piernas (eso es concesión a los que usan las cuatro patas), y con pena apenas mascullar:
—Qué se cree este hijo de puta.
Y tú y yo vamos con nuestra razón a otra parte, roemos el agobio y no necesitamos mirar a la cintura para saber que el colt lleva una muesca más y una bala menos.
La única gente que me quiso quedó con el adiós en la mano. Seguro era buena gente y que el abrazo seguido del deseo de mucha suerte fue sincero. Marché tras falsos espejitos de colores que me esperaban sin ventura. Me enterré entre imágenes y rubores, entre caras desconocidas y resabios buscando un lugar en el mundo como si fuera el único que iba tras él. Millones buscan su lugar y son más los que no lo encuentran, y más aún, se lo ocultan, porque pese a sobrar sitio para todos, algunos lo ocupan casi todo. Los triunfadores, claro. Y mira que la naturaleza coloca a cada cual donde le corresponde, donde lo tienen que querer, pero no admitimos que se pueda querer de muchas formas, y a veces, más bien muchas veces, no encontramos ese amor. No queda otra opción, volver a continuar la búsqueda de un lugar en el mundo donde se nos espere un abrazo.
Me tocó el asiento del pasillo y la ventanilla sólo me trajo el perfil de algunos edificios y el mar, que fueron capaces de dormir en mis retinas por casi tres décadas. No sé si me negaba a despertarlos o simplemente estaba muy ocupado en juntar trocitos de cristal para armar y desarmar y volver a armar espejos de ensueño. Pero, como al final siempre prima la incógnita de lo que espera, pasaron las nubes y el océano para aterrizar a la hora señalada en el paraíso de los sueños por cumplir. Llegaba a la puntualidad, qué maravilla, y la impuntualidad me engulló de un bocado.
Quedaron allá lejos y no estaban todos. Pasó demasiado tiempo para mover el recuerdo. Para fijar esquinas y evocar momentos en la mesa de un descascarado bar de la ciudad vieja, un bar en el que resisten las largas tertulias frente a una cerveza. Cuántos proyectos, cuántas decepciones, cuánto carácter. Allí construíamos el mundo, corregíamos sus problemas, nos enamorábamos y esperábamos impacientes alzar vuelo para triunfar. Todo era tan difícil, pero tan fácil. Mi calle estaba adoquinada. Me dijeron hace mucho que le cambiaron el atavío y no lo vi. No importa, y hoy me duele porque no es mi calle, porque mis pies se esfumaron de las baldosas desiguales y su gente. Mi calle ya no es mi calle y yo sigo siendo de ella.
El perfil en la ventanilla del avión seguro que se modificó como los adoquines, y tampoco lo vi, quizás lo diviso ahora con los espejos rotos a mis pies y la alforja de las quimeras casi vacía. Nadie puede comerse el mundo. El mundo te come con paciencia, te mastica tan lento que no notas las muescas ni la pólvora mojada.
Mi cuerpo ahora cuelga de unas roldanas, mis ojos sobrellevan más dioptrías de las imaginadas, y quiero pensar que igual es hora de cambiar el perfil de la ventanilla del avión.
Por momentos estoy seguro, mas en otros cuánta cobardía. No la misma de obligarme a partir casi tres décadas atrás en el mismo aeropuerto. No puedo regresar a lo Gardel repitiendo que veinte años no es nada. Treinta años es mucho. Demasiado para desandar el camino sin poder desandar el tiempo. No acepté el terreno trazado para mí por la naturaleza, me aferré a unos espejos que apenas pueden devolverme esta imagen que no acepto. No vuelvo aceptarme en el otro extremo del camino. El camino escriben que es para el que viene y para el que va, sí, pero siempre que en su polvo no agotaras las muescas ni malgastaras las balas.
Vosotros, que estáis en el aeropuerto desde hace veinte años o treinta, ya no lo sé, podéis opinar. Me podéis convencer. Tenéis todo el derecho de hacerlo. Pero necesito ese abrazo que jamás me negasteis. Lo necesito hoy más que nunca, pese al olvido que todo destruye.
Los brazos no se han desorientado, puede que sí se hayan amparado en la ausencia y el miedo a ese pasado que añoro. Tener miedo hasta de poder encontrarlo.
Sin embargo, el viejo abrazo siempre ha estado aquí, donde se une el mar con las nubes, oculto en un enorme baúl que sólo puede abrirse en el mes de julio con la llave del atardecer. Lo abarco desde este gélido estío, con las nieblas y las nieves del tiempo casi tan vacías como las fronteras que se sucedieron sin piedad.