Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
28 – Otoño 2012
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Jesucristo había estudiado donde estudió Miguel Hernández, en el colegio de Santo Domingo de Orihuela, y este hecho enlazó sus vidas para siempre.
Todo me ha llevado irremisiblemente a presentar este libro hoy aquí, en el Casino de Torrevieja, ciudad que me acogió hace ya una década.
Antes de conocernos en persona, yo me estaba formando como profesora de la mano de un compañero suyo de oposiciones, Emilio Tadeo Blanco. Entonces aún no lo sabía, pero me iba a salir un comentario de texto, elegido por Jesucristo, sobre el Quijote de Avellaneda para aprobar las oposiciones. Menos mal que aprobé, porque, lo que tampoco se me desvelaría aún, era que iba a ser compañera de departamento de Jesucristo Riquelme, cuyos estudios sobre comentario de texto ya tenía el placer de conocer, de admirar y de leer.
Antes de llegar como profesora al instituto Mare Nostrum, fui invitada a ver la película que se rodó sobre Miguel Hernández. Siendo ya compañeros de profesión y compartiendo el día a día de las aulas, con motivo del primer centenario de la muerte de Miguel Hernández, en 2010, en la Asociación Cultural Ars Creatio se me pidió que organizara un recital poético musicalizado en su homenaje y, por supuesto, Jesucristo asistió.
Y hace ya cuatro años, en las aulas de segundo de Bachillerato hago mía otra publicación de Jesucristo, Miguel Hernández, un poeta para espíritus jóvenes, y me siento cada vez más cerca de Jesucristo y de Miguel.
Y remontándome a cuando solo contaba con nueve años, cuando era una niña, una amiga común, Elisa Seller, me dictaba El principito haciendo que la literatura fuera, como es ahora, mi vida.
Querido Jesucristo, me llega tu libro, el primer ejemplar, a través de tu mujer; lo toco, saboreo su olor, y como un amante huidizo se me quiere escapar de las manos; afortunadamente, nos mandamos un correo y, generosamente, dejas que me quede con él para hacerlo mío.
Estar al lado de Jesucristo Riquelme te hace sentir que sabes poco de Miguel Hernández, pero a la vez te despierta una curiosidad infinita por saber más y más sobre Miguel como hombre, como poeta, como amante, como escritor.
Ninguna faceta de Miguel Hernández escapa de la pluma de Jesucristo.
Si a alguien le pudo parecer, en algún momento, que ya estaba todo dicho y descubierto sobre Miguel, se equivocó de pleno. Así es la curiosidad, la pasión, la minuciosidad, el carácter científico, riguroso y las horas incansables de trabajo dedicadas por Jesucristo a Miguel: imparables e implacables.
Parece que quiere mimetizarse con el propio poeta, ser él y su voz, a través de cada texto que llega a sus manos, no por casualidad, como casi nada en la vida, sino porque los busca de forma constante y decidida.
Y creo que si alguien, por descuido, le llamara Miguel, no le importaría, incluso puede ser que volviera la cabeza, tan hecho está a su antropónimo.
Jesucristo busca, encuentra y corrige con cuidado y con respeto, con la paciencia del arqueólogo que sabe que ha encontrado un tesoro, y con su pincel retira con sumo cuidado la arena inserta en una vasija milenaria enterrada por el tiempo y que ahora, en sus manos, sale a la luz.
Cuando un documento tiene la firma de Miguel, o cuando reconoce su letra como un padre la de su hijo, no descansa hasta fecharlo, datarlo, mimarlo, y lo inserta en su libro, no al azar, sino como un galerista cuida al milímetro la distribución de los cuadros en una exposición en la que sabe que se posarán miles de miradas deseosas de atrapar el arte en sus retinas.
Jesucristo escudriña con lupa, o sin ella, cada manuscrito, identifica errores tipográficos, de sintaxis, de puntuación, de cualquier aspecto que considera que no fue creado por la pluma de Miguel. Por lo tanto, no modifica nada, como pudiera hacer un juglar que transmitía de oídas una leyenda. Jesucristo depura y completa, siempre con rigor.
Como filólogo, cual músico que afina un instrumento y no arranca de él sus notas hasta que no está preparado, así, Jesucristo lee, relee y vuelve a leer, y me evoca la imagen de Santa Teresa de Jesús, que escribía en su celda a la luz de una vela, venciendo al sueño y con las manos rotas por el cansancio diario, pero no desistía y escribía cada día; o como Lope de Vega, que dicen que desayunaba escribiendo un soneto.
No te inmortalizas si alguien no te descubre, y Jesucristo descubrió a Miguel: todo lo que escribió y todo lo que se ha escrito sobre él. Y estoy segura de que siempre estará al día, incluso se anticipará a todo lo que queda por escribir sobre el poeta del pueblo.
Una de las grandezas de esta obra estriba en que une poesía, teatro, canciones, amistades, cartas..., vivencias personales de todo tipo.
Es un documento icónico con una estructura muy cuidada, meditada y premeditada.
Me sudan las manos cuando hojeo las páginas de esta Obra exenta que se me cede para que sea cuidada por mí, para mimarla leyéndola y descubriéndola. Se me cede para que me inspire palabras certeras que no defrauden ni a uno ni a otro: ni a Jesucristo ni a Miguel. Pues sé que este libro me une para siempre a los dos en un lazo invisible pero poderoso, atemporal y sempiterno.
Cómo se encuentran y se unen los dos (Jesucristo y Miguel), nos lo contará el catedrático, si quiere, después; pero que ese encuentro iba a ser para siempre, no sé si lo intuiría Jesucristo al principio, como un amor a primera vista, o como la sana obsesión que da forma a su vida: la de dedicarla a Miguel vendría después, con el correr del tiempo. Dice Saramago que uno siempre va donde le estás esperando, aunque sin prisa.
Tiene suerte su mujer, Magdalena, pues no puede estar celosa tratándose de otra figura masculina, mas a buen seguro que alguna vez le habrá reprochado a Miguel que le robara algunas noches de su lado a su marido, a su compañero y al padre de sus hijos.
Permítanme que utilice el símil de la mística y recurra a San Juan de la Cruz, quien en un intento desesperado por explicar la experiencia inefable de la unión con Dios, creó sus versos «amada en el amado transformada». De igual forma, Jesucristo en Miguel transformado sigue escribiendo por él, como quien sin mediar palabra (porque no hace falta) le presta su pluma a su compañero de pupitre y sonríe cuando este le hace un garabato en su libreta.
El poeta-pastor sabe que el filólogo-escritor es su sucesor, su aliado, la mano que continúa escribiendo por él y para él.
Mi amigo y compañero del alma (de profesión, de trabajo y de vocación) inserta en la página 113 el poema Mañana, que dice: «Mañana es todo aquello que no se sabe si existe». Y ese mañana ha llegado, y la Obra exenta de Miguel está con nosotros en esta mesa, y se hace presencia para reparar tanta ausencia, una de las palabras que Jesucristo repite en el libro, intencionadamente, para enfatizar y remarcar toda la ausencia que vivió Miguel: ausencia de libertad, de la mujer a la que amaba, de su hijo, ausencia de todo.
Este libro y su autor me arropan como las Nanas de la cebolla, no para que duerma, pero sí para que me tranquilice y sienta el hechizo de la maestría de la pluma de los dos, pues ya no puedo leer a Jesucristo sin ver a Miguel ni a Miguel sin ver a Jesucristo.
Los versos de Miguel impregnan los poros de mi piel, y, al igual que Cervantes se dirigía a su desocupado lector, pretendo dirigirme a ustedes para que beban sorbo a sorbo las páginas de este libro y brinden por tener la oportunidad de conocer un poco más a Miguel. Para que las disfruten y para que completen página a página su lectura, con emoción, como lo harían con las escenas de una película con un buen guion.
De vez en cuando la vida, parafraseando a Serrat, que tantas veces ha cantado al poeta, nos da sorpresas y una cura de humildad, dado que esta publicación nos transmite la moraleja de que siempre se puede seguir aprendiendo de un autor, que la obra (en este caso completa de Miguel Hernández), como si de la construcción de una catedral medieval se tratara, no está acabada.
«Todavía hoy, para comprender mejor los poemas, consideramos imprescindible conocer la vida del poeta», anota Jesucristo en la página 15. Después añade que el Cancionero y romancero de ausencias es el drama de la separación de un hombre de las personas más queridas y de las situaciones más anheladas.
En algún momento, se le reprocha a Miguel Hernández su falta de elaboración intelectual, si bien Jesucristo aclarará que se trata de una intelectualidad innata en el poeta. No ocurre lo mismo con su analista, con Jesucristo. Quizá a Miguel no le importaba porque intuía que un filólogo de la talla de Jesucristo, sesenta años después de su muerte, recopilaría y entendería su obra mejor que él mismo.
El mismo duende que acompañaba a Miguel acompaña a Jesucristo.
Ningún camino es fácil, toda obra que merezca la pena requiere tiempo y esfuerzo. Haciendo el doctorado le pregunté a mi profesor y también poeta Guillermo Carnero cómo se conseguía escribir un libro, y recuerdo con nitidez su contestación: «Robándole horas al sueño». Por consiguiente, después de haber publicado Jesucristo más de cincuenta libros, son muchas las horas que ya ha robado al sueño El catedrático, filólogo y profesor Jesucristo, por ello se ha convertido en uno de los mejores expertos en el análisis de la obra del guerrillero Miguel.
Dice Jesucristo que el trabajo de Miguel está bien trabado y cincelado; pues bien, doy fe de que el suyo mismo también lo está. Leyendo su compendio no encuentras nada fuera de sitio. Junta documentos y encajan como un puzle con el que reconstruye toda su vida, la del poeta oriolano.
Todo el que ha leído al autor de Perito en lunas y de Vientos del pueblo sabe que su temática gira en torno al amor, al trabajo y a la función social del individuo, por eso se convierte en poeta universal.
Del mismo modo, y por todos los aspectos que venimos comentando hasta ahora, Obra exenta es un libro fruto de la reflexión y del rigor. Parece hacer suyo también, como deberíamos hacerlo el resto de los mortales, uno de los versos más famosos de Miguel, «dejadme la esperanza». Y sin odio, detrás de la ventana, será la mano suave que lleve a Miguel hacia delante con ánimo, como él quería.
Jesucristo no desdeña, no elimina ni rechaza nada en su estudio para llegar al conocimiento completo de Miguel, para acercarse a la perfección en su comprensión, que sabe utópica, pero que guía su fin último.
En suma, enarbola la conocida frase célebre: «En nuestra corta vida solo podemos ser aficionados». Jesucristo lo sabe y no en vano sigue incansable la senda del poeta, mientras va trazando la suya propia. Actitud que le ennoblece.
Jesucristo ha sabido continuar una vida que sabe inconclusa, le devuelve a Miguel, con sus libros, la vida que le fue arrebatada.
Riquelme invierte su sabiduría y sus armas en la elaboración de este libro: el conocimiento del lenguaje como herramienta que cincela al Miguel artista y lo va construyendo, como el David fue creado por Miguel Ángel.
En otro orden de cosas, y en otro momento del libro (concretamente en la página 19), escribe Jesucristo: «Miguel Hernández y Josefina Manresa representan a todos los enamorados frustrados en su deleite». Con esta frase lo eleva a la altura de los cielos y de la universalidad.
Sin salirnos de esta página encontramos una de las últimas intenciones del libro: «ser fiel a todas y cada una de las composiciones de Miguel Hernández, decirle claramente al mundo de las letras cuáles son suyas, firmadas de puño y letra, y cuáles se consideran apócrifas». Y añade: «En muchas de las composiciones hay frecuentes tachaduras», cuestión que, como todos los presentes pueden comprender, dificulta la labor de identificación y de transcripción.
El profesor Jesucristo ahonda en el proceso de creación del poeta, encuentra nuevos matices, nuevos sentidos en su obra. «El poema que se convierte como resultado final es siempre el más limado, el más concentrado y breve», resume, magníficamente, en la página 20.
Se marca el objetivo indiscutible, que palpita a lo largo de todo el libro, de conocer en profundidad la creación completa de Miguel. Quiere rastrear cada papel, cada grafía, cada muestra que pueda asemejarse en lo más mínimo al estilo literario de Miguel, y lucha para que no se borre ninguna huella. Jesucristo viaja en el tiempo al pasado, a la época en que vivió Miguel, a los años 30, y nos transporta al escritor al siglo xxi, que le reclama y que le entiende. Es una dedicación vital y una obligación moral la que Jesucristo adquiere con Miguel. Es una promesa de fidelidad.
La lucha de un hombre, esta vez de Jesucristo, por combatir contra la ausencia de Miguel, quiere convertirlo en presencia: en las aulas, en los teatros, en las conferencias, en los museos, en los libros, en los casinos... (así podría continuar pronunciando una enumeración caótica aunque no hiperbólica). Es una sana obsesión, es justo para Miguel que así sea.
Como la muerte que florece para Miguel tan pronto, así sigue floreciendo y creciendo Miguel en Jesucristo. Estudia los textos, los antetextos y los paratextos, y se emociona con la persona, con el hombre que siente y sufre.
No resulta difícil imaginárselos paseando por Orihuela, el pueblo que les vio nacer, a los dos, y que tan bien conocen.
Oriolanos, unidos por la tierra, por la poesía y, por qué no decirlo, por algún empellón de la vida.
Jesucristo conoce, domina y pone en práctica el proceso de pasar del antetexto al texto definitivo para crear. Cito: «La coherencia del mundo poético hernandiano». Y no cesa «hasta lograr la redacción definitiva».
Además, busca la redacción precisa y lo consigue. Y le hace justicia en cada una de sus páginas, como cuando afirma en la página 25: «Su poesía es válida para todos». Aserto que proclama con firmeza.
Miguel, como buen escritor, pule sus escritos, reconstruye y recompone, no se conforma con lo primero que escribe, se exige a sí mimo más, le pide al lenguaje nuevas expresiones que sean capaces de transmitir la semántica de sus ideas.
Permítanme leerles la introducción del apartado que nuestro autor, me refiero a Jesucristo, ha titulado Entre apócrifos y originales: «Miguel Hernández fue un escritor bastante prolífico. En apenas diez años de producción nos dejó seis poemarios, cinco obras de teatro, numerosas colaboraciones periodísticas. Pero tampoco debemos desdeñar su pródigo epistolario».
Como vemos, Jesucristo recupera, por tanto, manuscritos olvidados, pendientes de catalogar o, sencillamente, no publicados en su anterior Obra completa de Espasa Calpe de 1992. Aquí intenta dilucidar (y lo hace) qué textos son del autor y cuáles no. Cuáles son de puño y letra de Miguel, y, para ello, son sometidos a estrictos análisis de veracidad por parte del Jesucristo ensayista y experto comentarista.
Si Jesucristo me lo permite, les adelanto alguna anécdota de las muchas que recoge el libro: algunos poemas fueron salvados al sacarlos de la cárcel en el doble fondo de una lechera, mientras la comida entraba escondida en las enaguas blancas de una muchacha.
En ediciones de obras completas anteriores, Jesucristo opina que hubo omisiones, confusiones, errores detectados y subsanables.
No olvidemos nunca la situación tan convulsa de la España en la que vivió y escribió Miguel: los desequilibrios sociales, políticos y económicos que vivió, pero que sobre todo, sufrió.
Quizá por todo lo que le faltó a Miguel, desde el pan hasta la libertad, crea Jesucristo en su honor una obra cuidada, con esmero, rigor y precisión.
El argentino González Tuñón dirá que «a veces la poesía deviene en arma», y por eso, a día de hoy, la palabra sigue siendo poderosa.
Entre los documentos que nos ofrece Jesucristo en su libro tenemos la correspondencia: cartas, misivas, el epistolario a su círculo de amistades y a Josefina.
Destaco otra de las muchas curiosidades que he aprendido de este libro: Miguel Hernández nunca le puso el título de Nanas de la cebolla a su poema; cuando lean el libro descubrirán quién fue el responsable del emotivo título. O la carta manuscrita que le escribe a Ramón Sijé en que la letra no es lineal y sobre la que se comentó que podría ser a causa un mal apoyo; pues no, Jesucristo afirma que era cubista y caligramática de acuerdo a las tendencias poéticas y pictóricas que Miguel estaba viviendo. Es decir, y para completar este apartado, Jesucristo afirma que la letra es fruto de un estilo voluntario.
Algunas frases extraídas de sus cartas son increíblemente conmovedoras y demoledoras, como la que leo a continuación extraída de la carta dirigida a Fernández Revuelta: «Ya que no funciona el estómago, sí la imaginación».
La revisión minuciosa que Jesucristo hace de todo el epistolario es admirable; localiza documentos amputados, expurgados o mal transcritos, alteraciones y tachaduras, y lo más importante: aporta novedades relevantes.
Bautiza uno de sus capítulos con el sugerente título: El deber de la indiscreción.
Como resultado, tenemos, ya lo estamos desvelando, un ejercicio de investigación bibliográfica como pocos, que todo estudioso de Miguel Hernández debe conocer, así como filólogos, profesores y lectores ávidos de curiosidad y de inquietud por el saber.
Obra exentasatisface a todos porque revisa pequeños hechos que pueden parecer insignificantes pero que no lo son, incluso encuentra debilidades del artista que Jesucristo no rehúye ni omite, porque los considera relevantes al resaltar la humanidad de Miguel.
Le preocupa el Miguel artista, pero nunca olvida a Miguel como hombre.
Su deseo: la recuperación de nuevos datos en aras de la veracidad. A Jesucristo le mueven la utilidad analítica y el valor histórico. Y somete todos los textos al máximo rastreo posible para conseguir una minuciosidad erudita.
Vaticina: «Nada es concienzudo, solvente y definitivo». De ahí que la obra completa publicada hasta ahora no sea del todo completa para el experto en Hernández.
En ocasiones, antes de analizar un texto (que siempre aporta) lanza al receptor la pregunta: ¿son todos auténticos del genio de Miguel Hernández?, y responde argumentando, analizando y datando. Domina los ejes diacrónico y sincrónico del estudio del lenguaje, y el libro sigue una cronología exacta.
El nivel académico es el esperado de un catedrático en Filología Hispánica: no distribuye, eroga; no añade una nota explicativa, escolia. Con todo, su redacción es clara y sus argumentos aplastantes; por ello, todo lector que quiera aclaraciones sin divagaciones debe acercarse a su obra.
Jesucristo esclarece dudas, se ve en la obligación de hacer curiosas aclaraciones. Y algunas de sus páginas, como la 88, también son poéticas, como cuando escribe: «El mensaje de Miguel Hernández, entre la revolución y la reja, siempre deja asomar la esperanza y el amor». O el inicio de la página 96: «La primera carta conocida del soñador y emprendedor pastor-poeta Miguel Hernández datada en Orihuela, el 15 de noviembre de 1931 (en vísperas de su primer viaje a Madrid el 30 de este mes)». Narra y poetiza; persuade para seguir leyendo, porque su prosa es magistral. ¿Habrá algún adjetivo que Jesucristo no haya utilizado todavía para nombrar a Miguel?
Ya hemos llegado al poeta-dramaturgo, y nos trae a la memoria nuestro autor el auto sacramental del sugerente título Quién te ha visto y quién te ve y la sombra de lo que eras. Del que aporta fotografías de su propio archivo, de cuando se llevó a cabo su representación en el teatro circo de Orihuela en 1976.
Aporta publicaciones de París, testimonios fidedignos, y cuando no los hay, lo dice. Aclara muy bien cuándo se trata de una autoría solo apócrifa, es decir, atribuida a Miguel Hernández, pero no con absoluta seguridad.
Me atrevo a decir que se echa de menos hoy en día escuchar y leer un buen discurso, una arenga dialéctica y elocuente; sin duda, Jesucristo lo consigue.
Recurre a los rasgos estilísticos de la composición, y a la letra, para autentificar la autoría hernandiana. Las similitudes deben encajar a la perfección.
La tesis (una de las muchas que contiene el libro) de Jesucristo Riquelme la explica de forma patente en la página 119, al hacer referencia a cuando algunos escritos de Miguel recuerdan a otros autores, como Juan Ramón Jiménez o Federico García Lorca; lo que hay en Hernández, cuando esto ocurre, es, cito: «habilidad mimética y no inautenticidad». Los argumentos argüidos son de peso.
Nuestro catedrático contrasta similitudes, concomitancias estilísticas y temáticas, y nos deja claro que Hernández combina versos poéticos con coloquialismos; expresiones espontáneas y burlonas, con otras de una contundencia simbólica innegables.
El mundo político y el militar están presentes en el libro, lo que le otorga un cariz histórico innegable y una rigurosidad que respeta y desvela cada fecha. Y casa datos, fotografías, portadas de revistas, carteles, partituras, sellos... El humor de algunas ilustraciones de la época también queda homenajeado en el libro, como en la caricatura del Generalísimo de Antonio Cañavate, y algunos carteles de Ramón Gaya.
La victoria y el mérito a la hora de publicar una obra de estas características estriba en su carácter divulgador y científico, y se debe al propósito de eliminar cualquier traba social: el libro es para todos, como hubiera querido Miguel.
En esta parte del libro, Jesucristo nos recuerda que entre tanta beligerancia se unía la arenga a la emoción, y tantos años después de la muerte del poeta, Jesucristo consigue unir en el libro, para todo experto o aficionado que se acerque a sus páginas, un discurso magistral cargado de emotividad.
La trabazón del discurso y de la estructura es firme, y hace pocas digresiones, solo cuando lo considera relevante.
En el año 2005, se homenajea a Hernández en Manila (Filipinas) a través del instituto Cervantes, y Jesucristo acompaña este suceso con una fotografía de una representación teatral que se convierte en una muestra del carácter internacional que posee la figura de Miguel. Si se me permite el paralelismo coloquial, igual debe ocurrir cuando Jesucristo viaja, pues me viene la imagen cercana del hombre que lleva en su maleta una muda y un libro; y en su mente, el ingenio intelectual de Miguel.
El profesor Riquelme nos revela un Miguel Hernández entusiasta, amigo de sus amigos, siempre presto y solícito a infundir ánimos en los suyos. Algunos poemas incluso se convirtieron en letra para canciones de guerra, como el Nuevo Himno de la II República española, y por ende, se aportan las partituras.
En el corpus epistolar contamos con más de 460 cartas de nuestro autor. Aquí conocemos otro aspecto, otra faceta de Hernández más dolorosa, puesto que muchas de estas misivas son para pedir favores o dinero.
El acopio epistolar que nos desgrana Jesucristo es un ramillete de 24 cartas inéditas. Destaco la carta a los padres de Ramón Sijé, conmovedora. A ellos solicita ayuda, cito: «para no dejar desprotegida a Josefina en un futuro incierto». Otra carta va dirigida al propio Sijé, y otra, a Pablo Neruda. Y muchas otras nos desvelan los intereses literarios de los poetas noveles de la época.
La misiva a su amigo argentino Miguel Ángel Gómez contiene la reveladora frase: «Quiero hacer muchas cosas y no hago ninguna».
Sobrecoge leer cada una de las cartas de Miguel Hernández a Josefina (primero como novia, luego ya como esposa) y a muchas de sus amistades. Y valoro más, si cabe, el ejercicio de distanciamiento sentimental que debió realizar Jesucristo para analizar su contenido, emocionalmente desgarrador, después de saborear su olor y la letra, que ya conoce como la palma de su mano.
Pasando al apartado de prosa literaria, Miguel colaboró en varios periódicos e incluso le llegaron a encomendar una enciclopedia sobre toros, ya que era amante del mundo taurino, comentó varias tardes en el ruedo y escribió biografías sobre varios toreros.
Y cambiando de temática, pero no de género, el mundo infantil le inspiró varios cuentos para su Manolillo: «dos cuentos por la esperanza de un mundo mejor para nuestros hijos», dice Jesucristo. El oriolano escribía y redactaba incansable. De la misma manera, nuestro profesor maneja los dos ejes, diacrónico en el tiempo y sincrónico en el momento, de cada redacción y reseña. No abandona ninguno para centrarse en el otro, y nunca pierde su foco de estudio: Miguel.
«Dos cuentos para Manolillo, para cuando sepa leer», dice Hernández. El potro oscuro (quizá inspirado en Platero y yo) y El conejito fueron escritos en la cárcel, en papel higiénico, y los escribió para que su hijo sintiera la libertad como algo irrenunciable. El potro es la liberación, la huida y la protección contra el peligro. Parece presagiar Miguel la poca vida que le queda y experimenta un regreso a la infancia, a la suya propia. Lo maravilloso y lo literario es que le sirve para escribir unos cuentos para su propio hijo.
Luego dirá Jesucristo que Miguel utiliza «el poder protector de la literatura y el poder redentor de la imaginación».
Fiel a la cronología y como ley de vida, a Miguel también se le dedicó una elegía. La palabra vida cobra una nueva dimensión por haberla perdido tan pronto. «Cómo se pasa la vida, tan callando», dijo Jorge Manrique. Jesucristo se resiste y hace que Miguel permanezca vivo en cada uno de nosotros.
La página 288 recoge dos fragmentos extraídos de sendas cartas a Juan Ramón Jiménez y a Federico García Lorca, de las cuales yo extraigo dos frases: «Odio la pobreza en que he nacido», y «Mi enemigo es mi arma: la poesía».
Poeta-pastor, sí; pero tuvo ocasión de leer cuentos de Andersen, Perrault, Hoffman y los hermanos Grim. E inspirado en ellos o no, escribe Miguel: «Los libros, los que se han escrito y se escriben de corazón, piden a gritos ojos que los descifren», magnífica frase extraída de su discurso de inauguración de la biblioteca para la brigada.
Estaría tremendamente orgulloso Miguel de Jesucristo, porque en este mismo discurso escribió: «No se sabe el idioma que se habla hasta que no se le descifra y escribe». Jesucristo sabe, domina el lenguaje y lo pone a su servicio, y al de todo el que quiera leer con amenidad y rigurosidad, para sí mismo y para conocer a Miguel. Jesucristo escribe hasta bien entrada la noche, cual militar que se sumerge en un sueño placentero después del deber cumplido.
Miguel tuvo muchos amigos en vida, pero jamás imaginó que en el correr de los años habría de tener otro amigo que velaría por él, por el reconocimiento de su obra, por recopilarla y, si me permiten el juego de palabras, re-completarla; la llevaría allende los mares: Chile, Manila, Francia, Suiza, Rusia..., expandiría su voz a otros países para hacer de él un poeta universal y, sobre todo, lucharía en cada uno de sus libros y de sus investigaciones para que todos conocieran su verdad, para acercarnos al Miguel hombre, a la lucha de Miguel por la supervivencia a través de la poesía.
El mismo Miguel escribirá en una de sus cartas a Josefina: «La vida merece ser vivida aun en medio de las mayores adversidades».
Alguien dijo que no se vuelve a ser el mismo hombre después de haber leído el Quijote. Pues bien, sin duda alguna, yo no soy la misma después de leer este libro: conozco mucho más a Miguel como persona, al Miguel hombre que sufre y siente y, a veces, goza. Jesucristo me ha acercado a sus secretos últimos (o penúltimos, porque seguro que encontrará más).
Además, creo que era uno de los objetivos al publicar esta Obra exenta, y si no es así, él mismo nos lo dirá, porque está aquí a mi lado y tiene derecho a réplica.
Obra exentaes un maravilloso corpus con un magnífico dictum.
No en vano, podemos destacar uno de sus comentarios sobre la correspondencia. Cito: «Son las postrimerías de su existencia, enfermo y casi sin remisión: le parecía a Miguel la hora de plegar velas y congraciarse con todos». Y para humanizarlo todavía más, sin exención de dramatismo, en algún momento nos dice que se ve obligado a escribir en papel higiénico a falta de otro mejor.
Al menos los poemas contienen la pena embellecida por el dominio del lenguaje, pero las cartas son de una crudeza brutal: Miguel sufre y enferma, sufre lo indecible hasta morir.
Por todo ello, Jesucristo no quiere que muera su obra, la del poeta del pueblo, sino todo lo contrario, lucha por ella y la salva para la posteridad, para transformar la pena hernandiana en una dicha sin fin, para mudar en presencia las ausencias padecidas en la carne y en los días de Miguel: sin su familia, sin lo que era suyo. Incluso para poder ver a su hijo tuvieron que hacer pasar al niño por el hijo de otro para entrarlo en la cárcel y acercarlo a su padre, solo a sus ojos, no le estaba permitido más.
Los ojos cansados y las manos encallecidas y mortecinas de Miguel le pasan el relevo a Jesucristo, el hombre que tan bien sabe comprenderle, y le redime en cada uno de sus libros.
Y para finalizar, pues en algún momento hay que hacerlo, no por ganas, escritores de la talla de Miguel lucharon por un mundo mejor para todos nosotros, pero es Jesucristo Riquelme el que catapulta a Miguel Hernández a la leyenda y al mito, el que sabe ver que «la situación dramática del hombre ha de mudarse en creación literaria». El profesional que conoce el verso hernandiano «asómate a mi alma» y lo ha hecho. Verso al que le sigue «asómate a mi cuerpo», seguro que a Jesucristo le hubiera gustado estrecharle la mano si hubieran sido coetáneos. Pero por eso, porque no lo son, las decenas de años que les separan han hecho posible que Jesucristo siga escribiendo sobre Miguel, siempre con rigor, siempre por amor: por amor al hombre, al poeta, al dramaturgo, al escritor de reseñas y cartas, y por amor al buen uso del lenguaje y a la buena literatura.
Nadie puede acercarse a la obra de Miguel Hernández sin leer los libros de Jesucristo Riquelme.