Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
28 – Otoño 2012
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
Haciendo uso de este precioso tesoro que son las palabras, y aprovechando la oportunidad que nos brinda la revista Ars Creatio a quienes tenemos esa pequeña afición de la lectura y la escritura, saco del cajón un relato sencillo que escribí hace muchos años. Contribuyo así a la idea de esta publicación de sacar a la luz escritos, pasados o presentes, que de otra forma quedarían sólo en nuestro pensamiento, ya que creo que quien escribe no suele olvidar sus obras, aunque las guarde en un cajón.
Este relato, evocación o ramito de recuerdos, como se quiera llamar, lo escribí hace mucho tiempo (yo ya soy muy mayor).
Sinceramente he retocado algunos giros, ya que con el paso del tiempo siempre se aprende algo. Sin más preámbulos...
Una historia de entonces
Las calles de mi pueblo son estrechas y recoletas. Es el mío un pueblo antiguo, con algunos palacios y casas señoriales con sus escudos en las puertas. También hay iglesias, conventos y claustros. Situado al pie de una montaña y atravesado por un río, dos puentes unen las partes en que queda dividido.
Penetrante humedad en invierno y fuerte calor en verano. Pasividad en sus calles y en sus gentes. En las mañanas no resulta extraño ver algún canónigo de largas sotanas encaminando sus pasos hacia la Catedral. A las diez, Misa Mayor.
Palacio Episcopal y Catedral, situados en plena Calle Mayor, agrupan en torno a sí el casco antiguo de la ciudad.
En lo alto de la montaña, una Cruz. Más a la izquierda, un castillo, con su leyenda de moros y cristianos, como casi todos los castillos del Levante español. Y en una colina ya muy cercana al pueblo tenemos situado el Seminario, perfectamente visible desde los dos puentes.
Diríase que este pueblo sobrio y conventual tendría que haber nacido en tierras castellanas, pero, en contraste con la adustez de sus construcciones y el ocre de sus fachadas y claustros, nos lo encontramos enclavado en el Levante español, jalonado de feraces vegas, esbeltas palmeras y los azules de cielo más puros que puedan imaginarse.
Silencio, tañer de campanas, ora las de San Juan, silencio, tañer de campanas, ora las de la Trinidad. Silencio, esta tarde he vuelto a mi pueblo, es una tarde clara, casi de primavera. Paseo perezosamente, sin prisa y sin rumbo, en compañía de mis recuerdos, buscando mi niñez y adolescencia relativamente cercanas.
Hace tan sólo unas semanas que salí de aquí para instalarme en un precioso pueblecito a orillas del mar, es un pueblo de pescadores y salinas. Voy como maestra, es mi primer trabajo. He vuelto sólo por unas horas, a recoger mis últimas cosas.
Mi solitario paseo me lleva hacia el escenario donde se desarrolló la primera etapa de mi vida, ese bonito mundo de la infancia, no demasiado lejano para mí.
El entorno donde transcurrieron mis primeros juegos está un poco transformado, algún solar, edificios nuevos. La casa donde nací está en el suelo, y a modo de mosaico pueden verse sobre la pared lindante con el vecino edifico todas las dependencias que en otro tiempo la componían. Recuerdos y encontradas emociones vienen a mi corazón, juegos infantiles al abrigo de sus muros.
Mis abuelos habitaban el piso superior de esta vivienda de tres plantas en compañía de los hijos que aún quedaban solteros. En la planta baja tenían una sastrería. Mi padre y mi tío ejercían este oficio aprendido de su padre, que a su vez lo aprendió del suyo, como verdaderos artesanos de la costura.
El piso central, dividido en dos viviendas, lo ocupaban mi padre y mi tío con sus respectivas familias.
Constituía por tanto este edificio un núcleo familiar, concurrido a todas horas. El sitio predilecto de juegos y reuniones era el taller de costura. Situado en una pequeña pero céntrica calle, habitada en su mayor parte por pequeños comerciantes: la alpargatería, el estanco, el hojalatero, el pequeño café de Levante... Era por tanto la sastrería, situada en pleno centro de la calle, sitio de paso y de conversaciones.
En las noches de invierno, alrededor de la mesa camilla, cuando se había terminado el trabajo y todas las telas e hilos ya estaban recogidos, en torno al brasero se organizaban verdaderas tertulias: se comentaban las incidencias del día, el acontecer de la vida local, se escuchaba la radio y hasta el sereno entraba de vez en cuando. Eran tiempos de puertas abiertas.
Recuerdo estas veladas con gran cariño porque los niños también teníamos nuestra parte en aquel mundo, que no necesitaba de sofisticados juguetes para despertar nuestra imaginación: el cuarto de los botones, el cajón de los retales, las sillas y mesas que componían el taller nos bastaban para organizar los más diversos juegos.
Las fiestas de todo tipo marcaban la vida del taller, Navidad, la Semana Santa y Pascua... A pesar de que se compraba menos ropa que ahora, la poca que se compraba había que confeccionarla a mano.
Los preparativos para la Semana Santa (tradición ésta muy arraigada en mi pueblo) eran la época de mayor laboriosidad; aprendizas y oficialas se afanaban con la aguja, redondeo de capas, ajuste de capuchas. Se llenaba el taller de un estallido multicolor de rasos verdes, azules, amarillos y violetas. Risas y cantos de las chicas a la par del trabajo. Escotes abiertos y brazos desnudos anunciaban la tibia temperatura. La primavera, apenas iniciada en el exterior, completaba la que ya había comenzado dentro.
Aunque mi tío tenía su buena parte en el trabajo, mi padre era el alma de todo aquello, no sé bien si por ser el mayor de todos los hermanos, que eran once, o porque eran tiempos muy difíciles. Él era quien cortaba y disponía la ropa, quien hacía facturas y llevaba cuentas. Los pocos y lejanos recuerdos que tengo de él eran el verle casi siempre con la cinta métrica colgada al cuello, o en su mesa llena de papeles.
Nos dejó un frío otoño mientras la lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Fue pronta su marcha, pero su recuerdo vive en mí. Se mantuvo firme y sin dejar el taller hasta que pudo.
De todas formas, la suerte de aquella sastrería y de otras muchas que no pudieron resistir la avalancha de la ropa confeccionada, que poco a poco se iba imponiendo, ya estaba echada. Poco tiempo más se mantuvo, y ello gracias a algunos clientes de siempre.
Anochece, ha salido la luna y su plateada claridad proyecta mi sombra en la calle. Siento que es muy bonita esta noche de abril, al mismo tiempo que doy fin a mis evocaciones.
Mi paseo dura ya mucho, demasiado quizá, he de apresurarme. El autobús está a punto de salir. Precipitadamente recojo lo necesario, tengo que correr, me acomodo en mi asiento y tras los cristales de la ventanilla veo al pasar calles, plazas, lugares queridos, el tendero de la esquina, mi colegio, mi barrio. Mi ciudad se queda ahí, su ambiente de espiritualidad y recogimiento han marcado para siempre mi personalidad, que como toda influencia tiene una parte buena y otra menos buena.
El pueblo adonde voy es pequeño y sencillo, con anchas calles llenas de luz y gentes muy acogedoras, y lo más hermoso es que está a orillas del mar, mar abierto.
Nuevos vientos sacudirán mi vida. Conoceré nuevas gentes. Esta atmósfera cerrada que hasta ahora me ha envuelto seguramente se abrirá.
Puede suceder todo o puede no suceder nada. En cualquier caso, es un gran camino, un amplio horizonte abierto a la esperanza.