Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
28 – Otoño 2012
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Mi padre confeccionaba zapatos para los habitantes de la comarca. Era artesano, tal era su arte. Y si algo le molestaba era que le denominaran “zapatero”. Cuando oía que se referían a él con este vocablo, la expresión de ensueños, que habitualmente reflejaba su rostro, se desvanecía. Él era un creador, un artista. Cuando terminaba unos zapatos, los contemplaba dichoso y, al mismo tiempo, sorprendido de haber sido él el artífice. En aquella época no se contaba con los medios actuales, como un ordenador que dibuja y estudia la combinación de formas y colores. Recuerdo cómo mi padre perfilaba la huella del pie en una cartulina, con el lápiz recto, para no desviarse ni un ápice, y cómo tomaba las medidas exactas del contorno de los dedos, del empeine y de los puntos más sobresalientes del pie, para conseguir la plantilla idónea. Mi padre no sabía nada sobre teorías ergonómicas, pero sí sabía corregir los defectos de la fisiología del cliente, adaptándole el zapato. Se servía de la plantilla dibujada como patrón, para recortar la goma o el cuero, que servirían luego de suelas. Entre las numerosas estanterías que rodeaban al taller, buscaba la horma y no cesaba hasta encontrar la que se adaptaba con precisión minuciosa. La forraba de piel o del tejido elegido. Cosía, pegaba o clavaba. Con los tintes, barnices y ornamentos reflejaba su buen gusto, era con lo que realmente disfrutaba, dejaba volar su imaginación…
A mí me encantaba bajar al taller, donde se mezclaban unos olores muy peculiares. Creo que fue allí donde desarrollé mi sentido del olfato, que, para bien o para mal, me ha acompañado a lo largo de mi vida, hasta tal punto que, cuando estoy en un lugar desconocido, el olfato me ayuda a divisarlo. Pero no eran los olores del taller lo que me fascinaba, sino la personalidad de mi padre; irradiaba paz, alegría y fortaleza. No era un hombre hablador, sino de pocas palabras, pero sus gestos y, sobre todo, su mirada expresaban todas las tonalidades de la vida.
Yo había encontrado mi rinconcito en el taller, a cierta distancia de él, para no importunarle. Me sentaba en un taburete y me divertía balanceando las piernas, que no me llegaban al suelo. Entre nosotros se había establecido una corriente, una especie de rito. Mi edad todavía no me permitía comprender muchas cosas, pero precisamente por no ser capaz de comprenderlas, me regía por mi instinto. Y mi instinto, poco antes de cumplir los siete años, me decía que algo estaba cambiando. No sabía el qué, pero notaba un ritmo diferente. Estaba asustada, me daba miedo lo desconocido. Y, consciente o inconscientemente, me dediqué a observar, como sólo un niño puede hacerlo. Me di cuenta de que mi padre pasaba más tiempo afilando el cortador que de costumbre y que no lo hacía mecánicamente, como cuando había problemas en casa, sino como si estuviera perdiendo el tiempo. Una tarde, al volver del colegio, bajé al taller sin pasar por casa y descubrí a mi padre con una piel que jamás había visto y que brillaba como los gusanitos de luz. Cuando me vio, la escondió rápidamente y cambió su expresión, como si le hubieran pillado metiendo el dedo en el frasco de la mermelada. Me sentí incómoda, sin saber qué hacer, ni qué decir. Él lo notó y, para tranquilizarme, me dijo que tenía que terminar un encargo urgente, pero que, cuando lo acabara, podría bajar de nuevo al taller. Me tranquilizó, pero no me gustó la idea. Mis tardes no fueron las mismas. No sé cuántas pasaron, me parecieron una eternidad.
El día de mi cumpleaños, papá me dio una gran alegría. Me dijo que había terminado el encargo urgente y que ya podía volver al taller. Salí corriendo del cole y entré acalorada, precipitadamente. Mi padre me sonrió, con esa dulzura tan suya, y me señaló el taburete, donde yo solía sentarme. Seguí el gesto con la mirada y me quedé atónita. Encima del taburete encontré unos zapatitos de charol, preciosos. ¡Y eran para mí! Me los puse a toda velocidad, sin reparar en nada más. Los contemplé. Me fascinaron. Por un instante, viajé al País de las Maravillas, como Alicia. Luego, me senté en sus rodillas y, emocionada, le di un beso. Mi padre me levantó en volandas y me depositó, como algo muy preciado, en el banco, a su lado. Pensé que iba a incorporarse, para coger una horma de la estantería, pero no, no fue así, permaneció sentado y me dijo en un tono solemne: “Ya eres una señorita”. No le entendí. No tenía ni idea de lo que podía significar eso de “ser una señorita”. Mi madre se encargaría de aclarármelo.
Los domingos, como no tenía cole, me dejaban dormir mucho, el resto del día lo pasaba jugando en la calle, corriendo y saltando; aunque mi pasión favorita era subirme a los árboles. Para esos menesteres, mi madre me vestía con bermudas y me dejaba llevar los zapatos del cole, que sor María nos imponía. No es que me gustaran, los encontraba horribles, lo que ocurría es que los consideraba muy prácticos, sobre todo cuando me encontraba con Maripi, la hija del alcalde, que era más cursi que los lazos que llevaba en la cabeza. Cuando Maripi me llamaba “chicote”, con los zapatos del cole, que tenían la punta redonda y muy dura, podía pegarle una patada en plena espinilla, que la dejaba cojeando una buena temporada. Incluso, una vez, llegó a faltar a clase. Evidentemente, tuve problemas en casa, hasta mi padre se puso serio, pero la cursi de Maripi dejó de meterse conmigo. Lo que no sé es si eso tuvo algo que ver con lo de “ser una señorita”. Lo cierto es que las cosas cambiaron.
Con los zapatitos de charol podía viajar donde la imaginación me llevaba, nadie me detenía. Yo les había atribuido poderes especiales, que me permitían ser personajes conocidos de mis cuentos de infancia o inventados. Al menos, hasta el domingo que siguió a mi cumpleaños. Ese domingo, mi madre me engatusó. No me dejó en la silla mis acostumbrados bermudas, sino un vestido azul muy bonito y una combinación de nylon, que mi tía Marina me había traído de su viaje a Andorra y que, para las amigas de mi madre, era algo maravilloso, pues no hacía falta almidonar. Todas, con mi desesperación y vergüenza, me levantaban las faldas, para ver aquella maravilla. A mi padre no le convencía el nylon y yo, de nuevo, estaba de acuerdo con él, aunque por motivos diferentes. Mi padre consideraba que el nylon, al no ser autodegradable, perjudicaba el medio ambiente. Mis razones eran otras más cercanas y más prosaicas. Aparte de la vergüenza a la que me sometían las amigas de mi madre, levantándome las faldas, me prohibieron terminantemente subir a los árboles con el dichoso nylon. Durante mucho tiempo resonó en mis oídos el grito enojado de mi madre, cuando me vio lanzarme de rama en rama: “¡Ya eres una señorita!”.
Aquel domingo comenzó mi desesperada educación. Una señorita no se sube a los árboles, no habla a gritos, no salta como un potro salvaje, no, no… ¡Todo eran noes! Odié “ser una señorita” y temí convertirme en una cursi, como Maripi. Me estaba ahogando en aquel mundo tan prohibitivo y tan distinto del que yo deseaba. Por suerte, mi padre volvió a rescatarme.
Su taller parecía el centro cívico del pueblo. Los clientes, con la excusa de probarse los zapatos o sin excusa, se instalaban allí para charlar de sus temas personales, profesionales o de actualidad. Mi padre les escuchaba con verdadero interés y, siendo un gran lector y hombre reflexivo, siempre encontraba un consejo o una palabra de consuelo para todo aquel que acudía a su lado. A nadie le molestaba mi presencia, yo era como un elemento decorativo más del taller: silenciosa y discreta. Silenciosa, porque había aprendido que una señorita no se entremetía en la conversación de los mayores, si no le preguntaban, y discreta, porque no tenía la edad suficiente para descodificar el sentido de las palabras que allí oía. La intuición me seguía ayudando, unas veces para mantenerme alejada de ciertas personas y otras, para aproximarme. Solía alejarme de un señor que olía a vino agrio y hablaba con palabras feas; se lo dije a mi padre: “Papaíto, no me gusta ese señor”. Y él me contestó: “A mí tampoco, pero en la vida hay de todo, y hay que aprender a saber ser y estar”. Pero lo cierto es que, la mayoría de las veces, estaba encantada con las personas que frecuentaban el taller. También tenía mis preferencias, como David.
Recuerdo la primera vez que llegó al taller. Su aspecto desaliñado contrastaba con sus gestos y su mirada. Iba sin afeitar, con unos pantalones rasgados y con unas botas que me embelesaron; las había comprado en Canadá, según dijo, un país muy, muy lejano. A pesar de las barbas, no tuve miedo de él. Creo que fue su forma de saludarme lo que me tranquilizó. Se agachó hasta llegar a mi altura y, tirándome suavemente de una de la trenzas, como si fuera a tocar las campanas, me dijo: “¿Cómo se llama esta niña tan guapa?" No supe qué contestar, me quedé muda, me puse muy colorada y sentí un cosquilleo irreconocible. Hasta entonces, nunca me había importado ser guapa o fea, pero entonces me alegré de ser guapa o, al menos, de que a David se lo pareciera. Me enamoré de él al instante. Y no fui la única.
Todas las chicas iban detrás de él. Hacían muchas cosas cursis y se reían como bobas. David se hacía el distraído y se ponía a jugar conmigo, supongo que para evitar el incesante acoso del que era víctima. A mí me salieron muchas amigas. Me regalaban caramelos, que yo rechazaba, porque ellas no me gustaban. Todas me preguntaban por él. Hasta la madre de Maripi, que siempre me había mirado como a un “chicote” y que se pasaba el día diciendo a mi madre que había descuidado mi educación, hasta ella se hizo amiga mía. Decía que David era un buen partido para su hija Lolita, tan tonta, cursi y boba como su hermana Maripi.
David era ingeniero. Había venido a estudiar la viabilidad del terreno de los montes que rodeaban el pueblo, para crear una estación de esquí. El día en que llegó al taller, acababa de sufrir un accidente. El terreno por donde circulaba había cedido y volcado el jeep; David perdió el conocimiento. Cuando lo recuperó, bajó andando los más de cincuenta kilómetros que lo distanciaban de mi casa, para pedir ayuda. Mi padre conectó enseguida con él. Le aconsejó que descansara esa noche, para organizar una patrulla de ayuda al día siguiente. Le ofreció su casa. Hablaron durante muchas horas. David, como mi padre, era un enamorado de la montaña. Decía que en ningún otro sitio sentía esa sensación de libertad. Entre sueños, oí hablar de economía, desarrollo sostenible… Me quedé dormida, preguntándome qué significaba “libertad”.
En el taller, ya no se hablaba de otra cosa. Las opiniones estaban divididas entre los partidarios de conservar indemnes aquellos parajes insólitos y los partidarios del desarrollo económico de la región. Mi padre era partidario de conservar intacta la naturaleza. Temía que se rompiera la cadena de interacción entre los seres vivos y le preocupaba la especulación, un gastar sin medir, que llevaría al hombre a valorar el tener, por encima del ser. David, montañero y amante de la naturaleza, era de su opinión. Sin embargo, la mayoría de las personas que frecuentaban el taller estaban a favor de la creación de un complejo turístico, veían su forma de medrar. La empresa de David estudió las infraestructuras, la red de comunicaciones, el índice potencial de ocupación hotelera, los servicios, la mano de obra... No dejó nada al azar. Concluyó informando a sus inversores de que el proyecto iba a ser muy rentable.
El pueblo se llenó de forasteros. La única pensión con la que contaba no disponía ya de habitaciones; recomendaban hospedarse en las viviendas de los allegados. Las dos tiendas de alimentación de toda la vida no daban abasto; se abrió otra tienda y luego, otra. A mí todo aquel trajín me recordaba la fiebre del oro de las películas del Oeste. Hubo, también, alguna pelea entre los chicos del pueblo y los foráneos. Las chicas no paraban de coquetear con ellos y dejaban abandonados a los del pueblo, que se sentían ultrajados. Cuando se peleaban, ellas estaban muy contentas y convencidas de que era una demostración de amor; no se daban cuenta de que más bien era una cuestión de orgullo, de poder y de instinto de posesión. A mí las peleas no me gustaban, me incomodaban, y temía que alguno de los golpes me alcanzara.
Mi padre estaba desbordado, no podía aceptar todos los encargos y lo sentía, no era dado a negarse. Mantuvo a sus clientes de siempre y alguno más, pero no pudo atender todas las solicitudes. David le encargó unas botas nuevas, las que traía el día de su accidente estaban ya en sus últimos días. De aquel país muy, muy lejano, le habían enviado una piel que nada tenía que ver con las pieles rígidas que, por aquel entonces, se conocían en la comarca. Era una piel flexible, fácil de trabajar y que se adaptaba al pie sin dificultad. David regaló un retal a mi padre, para que nos hiciéramos también unas botas. Cuando mi padre lo aceptó, David le dijo: “Gracias por aceptar mi regalo”. Yo me emocioné, sin saber por qué, con sus palabras. Mi padre, como siempre, me dio la explicación: “Cuando se hace un regalo, hay que tener en cuenta a quién se regala. No es suficiente con pensar en el regalo en sí mismo, también hay que considerar a quién va dirigido, sus gustos y sus posibilidades, no todo el mundo puede corresponder con otro regalo, como quisiera". No supe qué contestar.
Cuando estuvieron acabadas mis botitas, me las puse inmediatamente y salí disparada a la calle, a saltar. Con ellas, superé un palmo el salto de altura a la tijera y dos pies el salto de longitud. Me hacían volar, tal era su ligereza y flexibilidad. Repetí los saltos una y otra vez, esperando superarme en cada intento…, hasta que me pilló mi madre revolcada por el suelo, tomando las medidas de mi proeza. Al verme rebozada de tierra, se desesperó y me mandó subir a casa inmediatamente. Allí empezó un nuevo discurso: tenía que aprender las tareas para ser una buena ama de casa, porque de lo contrario, no encontraría un marido y no podría casarme. No sabía muy bien en qué consistía casarse, pero el ser “ama” de algo hacía que me sintiera importante. Al principio, me divertía pelar patatas (supongo que por el sabor a tierra) y disfrutaba lavando los trapos (por el chapoteo del agua), aunque mamá no se ponía muy contenta, decía que dejaba el suelo perdido. Pero luego, según iban pasando los días, iba aumentando mi desidia, mi incomodidad y mi rebeldía. Me sentía asfixiada, prisionera. No culpaba a mi madre de sentirme tan mal, ella estaba convencida de que aquello era lo mejor para mí y, supongo, también estaba influenciada por el entorno; todas las madres con hijas casaderas andaban buscando un marido, para colocar a sus hijas. Mi padre me vio entristecer y, para consolarme, prometió llevarme el domingo a la montaña. Yo le sonreí llena de ilusión y de esperanza.
David nos condujo en su jeep hasta la base de la montaña. Allí nos apeamos. Yo, con mis botitas recién estrenadas, no paraba de dar saltitos de alegría, como si fuera un caballo al trote ligero. Estaba maravillada con lo que veía, olía y sentía. Ante mis ojos se abría una sucesión de montañas, cada una más alta que la anterior. Al pie de la montaña discurría un riachuelo, que se divertía jugando a deslizar las pequeñas piedras, le gustaba ver el arcoíris reflejado en ellas y oír el sonido de cascabel que producían al rozarse. Al pequeño río le abrazaban álamos y chopos, pocos, ya que, según decía papá, eran escasos porque se utilizaban para fabricar papel. Bajé al arroyo (casi me caigo dentro), quería jugar con el agua, hacer ondas con ella y mover las piedras, como el río, para ver el arcoíris reflejado en otro de sus cantos. Mi padre y David observaban divertidos mis reacciones; todo eran novedades para mí, era la primera vez que subía al monte. Seguimos caminando, yo iba delante, a carreras, estaba anhelante por descubrir todo aquello que abarcaran mis ojos. Apareció un campo sembrado de fresas, me lancé hacia ellas para devorarlas. Cuando las arrancaba del matorral, sentí un gran escozor, al mismo tiempo que me lanzaban un: “¡Cuidado con las ortigas!”. Ya era tarde, mis brazos habían quedado dibujados de escozor. No tardé en olvidarlo, al tomar las deliciosas fresas. Los olores se mezclaban en mi pequeño cerebro, que trataba de poner en orden aquel paraíso inusitado. Todo era delicioso. Me acerqué a un pino, quería hacerme un collar con sus hojas, pero no lograba alcanzar sus ramas, por mucho que saltaba; David me bajó una que atrapé al instante. Mi padre me explicó que se aprovechan los árboles y las plantas para elaborar medicinas, como el pino, que alivia los catarros y los dolores reumáticos de la gente mayor; lo había aprendido en uno de sus libros. Yo me hice la promesa de que, cuando fuera mayor, leería tanto como él.
No sé el tiempo que transcurrió hasta que llegamos a la cima de la montaña, pero me alegré de poder descansar; sentía el peso de la caminata y de mi avidez por descubrir el mundo de la naturaleza. Contemplé las montañas que nos rodeaban, oí su silencio. Mi padre y David reflejaban añoranza, se estaban despidiendo del paraíso, sabían que jamás volvería a serlo. David, para alejar su melancolía, me contó que las montañas estaban habitadas por duendes y que, si el eco respondía a mi petición, se cumpliría. Yo le creí, pues en mi mundo se mezclaba la realidad con la fantasía. Y, sin saber por qué, grité: ¡LIBERTAD! El eco contestó a mi plegaria, resonando en el silencio de las montañas.