Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
26 – Primavera 2012
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
«Yo no sé si escribir»… Así titula nuestro escritor Azorín el primer pasaje de su libro Las confesiones de un pequeño filósofo.
Traigo estas palabras para comenzar mi escrito porque me siento muy identificada con ellas. Ante el papel en blanco, dudo si debo contar los pequeños acontecimientos de una vida sencilla. Ante los lectores, reconozco que no sé inventar historias, sólo intento transmitir pequeños retazos de vida propia o ajena, sentimientos o impresiones ante determinados hechos: un atardecer, un paisaje, el mar… Y ya, sin más preámbulo, paso a mi pequeño relato.
Nací en Orihuela, y en esta hermosa ciudad transcurrió toda mi infancia y parte de mi adolescencia.
La infancia es una etapa de la vida que marca nuestra forma de ser. En este período se configuran nuestros hábitos, costumbres, preferencias… En definitiva, nuestro universo interior.
No fue muy feliz mi infancia, o al menos eso era lo que yo pensaba hasta hace un tiempo, ya que en definitiva, el concepto que uno tiene de la realidad y de sí mismo tiene mucho que ver con la perspectiva desde donde se mira.
El caso es que, fuera triste o no esta época de mi niñez, desde que empecé a vivir en Torrevieja, yo siempre tenía una gran nostalgia de Orihuela. Extrañaba sus calles, sus templos, el sonido de las campanas, el olor a azahar en primavera; sentía deseos de volver de vez en cuando, sobre todo en la época de Semana Santa, y alguna vez lo conseguía. Fue más fácil cuando la vida empezó a mejorar para todos en este país y dispusimos de coche. Pero la gran cómplice en estos desplazamientos era mi hermana Margari, simplemente porque ella sentía y disfrutaba lo mismo que yo.
Pasó el tiempo, llegaron los niños y, ¿cómo no?, los llevamos el Miércoles Santo a la procesión del Lavatorio, de la que mi padre era cofrade; y el Jueves Santo, a rezar las estaciones, a la procesión del Silencio y a escuchar, bajo la luna de abril, el inigualable canto de la Pasión.
Volvió a pasar el tiempo, los niños se hicieron mayores y mi hermana Margari murió. Murió joven y de una forma inesperada, tan inesperada que, en las noches de Jueves Santo, durante el plenilunio entre marzo y abril estuve echando de menos, la silueta de su sombra proyectada en las aceras… Silencio, es mejor el silencio.
Pasado algún tiempo, un tercer Viernes de Cuaresma, día del Pregón de Semana Santa, fui sola a Orihuela a despedirme del Pregón, y no he vuelto más a este acto, que era de gran disfrute para ambas.
Y la vida siguió (la vida siempre sigue). Yo ya no quería ir sola a Orihuela, no encontraba nada, me causaba una gran tristeza pasear por sus calles; por lo tanto, me propuse ir sólo cuando alguien me lo pidiera... Y ocurrió que una noche de Jueves Santo, de la forma más inesperada y con una nieta pequeñita, que apenas andaba, dijo mi hijo Miguel (el padre de la niña que apenas andaba):
—Mamá, vámonos a Orihuela, a la procesión del Silencio.
Me quedé parada pero feliz, muy feliz. Pensé interiormente que recogía lo que había sembrado. Fue muy bonita aquella noche. Orihuela empezó a tomar otro color en mi interior. Hasta la nena estuvo atenta a la bocina, al repique del tambor, a la luz de los faroles y al silencio.
Pero lo verdaderamente bonito para mí fueron los días en que mi hijo Miguel nos llevó a pasar unos días en un hotel de Orihuela, durante la Semana Santa, claro. Todos debieron pasarlo bien, pero mi bien no era exterior... Fui percibiendo una luz interior, como una transformación de la visión de las cosas. Ese color que había empezado a percibir aquella noche de Jueves Santo se agrandó. En unos días, la visión pesimista que tenía de mi niñez se transformó: yo había jugado mucho en la plaza de la Merced, cercana a mi casa, había existido el día de la Candelaria, las tardes de Pascua de merienda en San Miguel, el cine, el pan y chocolate, y sobre todo había existido mi madre, su cariño, su alegría y su afán por que no nos faltara nada. Desde aquellos días voy a Orihuela sola y contenta, porque allí me están esperando todos los recuerdos positivos.
Hoy he estado allí. He ido a la mota del río. La mañana era nublada y algo fría, pero el paisaje estaba precioso. Desde el centro del puente, los montes al fondo, los pueblecitos en la ladera, a la derecha la Cruz de la Muela. Hermoso, muy hermoso.
He andado mucho. Orihuela tiene río, plazas, callejuelas, recodos, estación de tren, andenes, glorieta, iglesias, muchas iglesias con sus campanarios. Pero ocurre que cuando estoy allí, por mucho que me mueva, por muchas cosas nuevas que vea, sé perfectamente dónde estoy situada en cada momento; esto no me ocurre en ningún sitio, ya que soy una persona con muy poco sentido de la orientación. Debe de ser que allí me encuentro en casa.
Paseando despacio por el casco antiguo de la ciudad, nos encontramos la Catedral, calle Mayor, Palacio Episcopal, Colegio de Santo Domingo, en fin, la Oleza que Gabriel Miró supo retratar como nadie.
Interiormente he pensado: «Verdaderamente esta parte de Orihuela está dormida, duerme un sueño de siglos»; pero a quienes gustamos de las pequeñas emociones, del placer de la experiencia viajera, de las cosas que se hacen despacio, nos encanta este hermoso sueño.