Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
25 – Invierno 2012
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
—¡Mira, mamá! —exclamó la niña al tiempo que se agachaba a recoger algo del suelo—. Se ha quedado fuera un pastorcito.
—¡Vaya! Pues ahora ya están todas las cajas guardadas en el fondo del armario... Vamos a ver, vamos a ver... Sí, lo dejaremos aquí mismo —dispuso la madre, mientras con el gesto acompañaba sus palabras—, como si fuera un adorno más.
Desde que lo trajeron de la tienda y lo liberaron de su envoltorio original, el pastorcillo ya había pasado varios años en esa casa. Tenía perfectamente asumido su papel. A mediados de cada diciembre, después de un letargo de más de once meses, lo sacaban con el resto de figurillas para componer el belén. Era el único periodo en que veía la luz, pero eso lo sabe una figurilla a tal fin destinada. Además, en esos días le gustaba mucho contemplar, de rodillas, muy cerquita del Portal, a ese Niño al que la humanidad seguía adorando después de tanto tiempo. Se sentía un privilegiado.
Como cada seis de enero, la ciudad mostraba el recuerdo de la visita de los Reyes Magos. Cartones y plásticos, aun no en las mismas cantidades de otras veces, salpicaban las aceras, como testimonio de que protegieron alguna ilusión recién cumplida. Y como cada seis de enero, por la noche tocaba empezar el letargo. El pastorcillo esperaba tranquilo el momento en que una mano cariñosa lo instalara en su acogedor refugio. Pero esta vez, entre el revoltijo previo, una de las figurillas había caído de la mesa y luego había pasado inadvertida. Hasta ahora.
Así que el pastorcillo arrodillado se animó a aprovechar su nueva situación. Por un azar, por fin podría enterarse de lo que ocurría durante la época en que, normalmente, estaba durmiendo en una caja. Siempre había sentido curiosidad; aunque, con total prudencia, se había abstenido de insinuar siquiera la profanación del sueño que correspondía a una figurilla de belén; él era muy disciplinado y su conducta jamás había dado motivo de reprobación. Sin embargo, contando con el permiso y el refrendo de la dueña de la casa, no infringiría ninguna regla. Todo un apasionante campo de exploración se abría ante sus ojos y sus oídos.
Pese a la ilusión inicial, su primera experiencia no resultó gratificante. A través de una ventana, vio que la calle no estaba iluminada, como hasta entonces la conocía de los días de Navidad. Pero la mayor sensación de oscuridad se la producía la falta de una luz especial. La luz que, cuando formaba parte del belén, colocado en su puesto habitual, irradiaba el Niño al que contemplaba. Esa luz le proporcionaba una paz de la que ahora carecía. En plena madrugada, sin la compañía de las otras figurillas y arrodillado entre tinieblas, sintiéndose más indefenso que nunca, imaginó cómo sería el mundo sin esa luz, sin esa presencia, sin ese Niño. En su primera noche lejos del Portal, el pastorcillo descubrió la inquietud.
A la salida del sol, echó de menos las carreras de los pequeños de la familia. Habían salido, muy temprano, a un sitio que ellos llamaban «el colegio». Los mayores se quedaron ocupándose de sus tareas. Por la ventana veía a la gente ir y venir, como la había visto también desde el Portal. Pero notó algo distinto. Al principio no llegó a captarlo, y tuvo que pasar un buen rato hasta que se dio cuenta: la gente no se felicitaba, la gente no se abrazaba, la gente no se reía. No sólo habían volado los buenos deseos, sino que los propios semblantes se habían ensombrecido. El pastorcillo no sabía si todo esto tenía un nombre, lo que sí sabía era que no le gustaba.
Siguió encontrando diferencias. Durante sus estancias junto al Portal, la música que deleitaba sus oídos era dulce, cálida, sensible, hasta ingenua... Desde su repentina situación, no había identificado ninguna de las melodías que alegraban el ambiente del belén. Ni siquiera esa tan bonita cuyo ritmo, en una sala de conciertos muy famosa, acompaña el público con sus palmas, a la mañana siguiente de las campanadas. Al contrario, la mayoría de los sonidos le parecían estridentes. Y lo peor es que esa estridencia parecía transmitirse a las conversaciones de sobremesa. Se hablaba de otra manera a como él había oído hablar hasta entonces, a veces hasta con gritos. En su insignificancia, de rodillas en su incomprensión, el pastorcillo se preguntaba el porqué.
También encontró a faltar a los personajes habituales que aparecían por la televisión. Ya sabía qué era la televisión porque la familia se sentaba a verla junto al belén; por eso recordaba lo de las campanadas y el concierto. Pero esa tarde no aparecía el señor Scrooge, ni su socio Jacob Marley, ni el empleado Bob Cratchit ni su hijo Tiny Tim, a quien al final salva la beneficencia del avaro redimido. Tampoco se dibujaba en la pantalla la delgaducha silueta, en blanco y negro, de George Bailey, que hace frente al malvado Henry F. Potter con la ayuda del ángel Clarence y nos enseña que la verdadera riqueza está en la generosidad... El pastorcillo no vio a nadie que él conociera. Cuando quiso fijar su atención en el aparato para investigar, se encontró con más gritos y más estridencias sin sentido. Y luego, al comienzo de la noche, ocurrió lo más inconcebible. La familia entera estaba viendo por la televisión cómo una persona mataba a otra.
No quiso continuar mirando. En sólo veinticuatro horas, había descubierto lo suficiente como para comprender que no fue una suerte caer al suelo durante la recogida del belén. De rodillas como estaba, el pastorcillo pareció suplicar que lo devolvieran al letargo. Tenía que llegar a donde estaban las demás figurillas y comenzar su sueño de once meses.
* * *
La niña, ocupada en sus primeras letras, al levantar casualmente la vista de la libreta, vio algo que llamó su atención.
—Mamá, creía que el pastorcito que se cayó del belén era el que estaba de rodillas, pero era el que estaba andando.
—Hija, qué cosas se te ocurren... Anda, no te entretengas y termina los deberes, que aún tienes que cenar y acostarte.