Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 25 – Invierno 2012
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

La oscuridad de la gélida noche iba dejando paso, lentamente, a una mañana que se anunciaba brumosa y fría. Arrebujado en su grueso capote de lino, Edecón descansaba vigilante. Aunque su cuerpo se encontraba en una posición de cierta laxitud, medio recostado en un tosco poste de la empalizada, sus ojos, de un color verde acerado, se mantenían expectantes. Recorrían incansables, una y otra vez, alertas al menor movimiento o sonido, la explanada lodosa y repleta de yerbajos que se extendía más allá del parapeto.

Jirones de niebla sucia hacían aún más fatigosa la vigilancia de Edecón, recio guerrero íbero del pueblo de los Edetanos, bajo cuyo mando tenía cien compatriotas dispuestos a dar la vida por él. Porque Edecón era un hombre experimentado, perteneciente al invencible ejército del general Aníbal Barca, formado por tropas cartaginesas, libias, númidas, íberas y celtas, que llevaban once años batallando en terreno enemigo, en suelo itálico, ante las mismas barbas de la poderosa Roma.

La elevada estatura de Edecón, su negra cabellera y espesa barba, por la que corrían ya algunos hilos de plata, unido a su esbelto y nudoso cuerpo, le conferían un aspecto imponente, realzado por su impecable atuendo militar. Se componía éste de una túnica con flecos, de tono crudo, ribeteada de púrpura, y de una armadura de fuerte esparto recubierto de láminas metálicas. Para los pies calzaba sandalias, y cubría su cabeza con un casco redondeado de bronce, forrado de cuero. Como armas, portaba una afilada falcata, un puñal al cinto, una lanza de hierro y un escudo de madera de roble, estrecho y alargado, decorado con motivos geométricos.

La particularidad de la indumentaria y pertrechos de Edecón residía en que, a pesar del intenso uso dado en los últimos años, los mantenía en perfectas condiciones, destacando la túnica, que a pesar de su color claro apenas presentaba algún ligerísimo rastro de manchas de sangre, circunstancia insólita por la cantidad de sangrientas escaramuzas y batallas libradas desde su salida, hacía ya demasiado tiempo, de Qart-Hadast, la plaza fuerte del emporio comercial cartaginés en Iberia.

Y es que el guerrero se encargaba, personalmente, de borrar de sus vestiduras los restos de sangre dejados en los sucesivos encuentros armados, aplicando una pasta que desapelmazaba con una solución de agua y vinagre.

Esta actividad de limpieza, al considerarse tarea propia de mujeres, provocaba en ocasiones, entre los que no conocían demasiado a Edecón, conatos de mofa que éste atajaba, de forma rápida, dirigiendo una mirada feroz y apretando ostensiblemente sus dientes. Esa muda, pero firme y clara señal de advertencia, solía bastar para sofocar cualquier intento de burla. Tan sólo una vez, tras la batalla del lago Trasimeno, había tenido que ir más allá de una dura expresión y romperle la mandíbula, incrustándole en la carne la carrillera derecha de su casco de hierro y bronce, a aquel estúpido vacceo, como contundente respuesta a lo que a él se le antojó un comentario algo jocoso, pronunciado en lengua celta. Aquel bromista tardaría algún tiempo en volver a reír.

De todas maneras, aunque el mismísimo Régulo de los Edetanos se hubiera burlado de su afición a la pulcritud, Edecón la hubiera continuado practicando como recuerdo, y tal vez como pequeño homenaje, a la mujer mastiena llamada Iria, con la que un venturoso día unió sus destinos en el Santuario de la Diosa Tanit, de Qart-Hadast la Bella.

La historia en común con Iria comenzó, precisamente, en un recinto sagrado, en el Gran Templo de Baal, erigido en una de las cinco colinas que conformaban, frente a su colosal puerto natural, la capital de los púnicos en la península Ibérica. Con motivo de las bodas del general Aníbal Barca, estratega de Libia e Iberia, con la princesa indígena Himilce, Edecón presenció, en su calidad de escolta del Bárquida, cómo una menuda y guapísima doncella, de pelo ondulado y senos turgentes, le lanzaba furtivas pero insinuantes miradas mientras evolucionaba grácilmente, al son de pífanos, tambores y címbalos, formando parte del cortejo nupcial de la futura reina de los pueblos ibéricos.

A esas miradas respondió Edecón con otras, más lascivas si cabe, mientras el sumo sacerdote de Baal-Hamón elevaba una salmodia a lo alto y las sacerdotisas de Melkart y de Tanit unían las muñecas de los reales esposos con el cordón plateado de Aletes, el dios de la plata mastiena.

Durante las fastuosas celebraciones y pantagruélicos banquetes que sucedieron a la ceremonia religiosa de las bodas de Aníbal e Himilce, Iria y Edecón pasaron de las miradas a las palabras, primero, y más tarde a los hechos, entrelazando sus fogosos pechos entre unos arbustos situados a orillas del estero, laguna salada que abrazaba la ciudad por Occidente y Septentrión.


Aquella noche irrepetible dejaron su amor escrito en un firmamento tachonado de estrellas. Y después, apenas transcurridos treinta días desde que se conocieron, tuvo lugar el enlace de Iria y Edecón en el tofet, el recinto sagrado del Templo de Tanit, diosa madre de los cartagineses, favorecedora de la fertilidad.

Celebrar sus esponsales con Iria, en tan impresionante marco, inalcanzable para un simple guerrero edetano y una dama mastiena, fue el inusual regalo de bodas de Asdrúbal Barca, uno de los hermanos del gran Aníbal, al que unía una sincera y estrecha amistad desde la tarde en que Edecón lo rescató desde el fondo de un profundo acantilado al que Asdrúbal se había precipitado, tras resbalar su caballo con unas piedras sueltas intentando acceder, en una cabalgada de reconocimiento, hasta lo alto del paraje conocido como la Punta de las Águilas, frente a la isla de Heracles-Melkart, que protege la bahía de Qart-Hadast de los embates del mar.

Al producirse el suceso, Edecón bajó de su montura veloz como el rayo y comenzó a descender por la muralla rocosa a velocidad de vértigo, ante la mirada estupefacta del resto de la partida, sorteando los afilados riscos, hasta llegar a la húmeda oquedad donde yacía inconsciente Asdrúbal, tras el brutal impacto sufrido en la caída.

Pero lo más espeluznante, lo que nadie olvidó en mucho tiempo, vino a continuación, cuando Edecón, echándose el cuerpo del cartaginés a la espalda, lo ató contra el suyo con una resistente cuerda de cáñamo que llevaba enrollada en la cintura, intentando que descansara parte del peso del herido sobre sus hombros. Seguidamente, comenzó la tortuosa escalada con el grave peligro de que ambos se precipitaran al vacío y se estrellaran contra las rocas donde rompían bravamente las olas. Al fin, la extrema tenacidad de Edecón, favorecido sin duda por las deidades familiares y protectoras de su pueblo, consiguió el milagro de alcanzar el lugar en el que le esperaban angustiados sus compañeros de expedición.

Con sangrantes cortes por todo el cuerpo, y una esquirla de pizarrosa roca clavada en el muslo izquierdo, Edecón logró rescatar, herido pero con vida, al general Asdrúbal Barca, el cual necesitó dos largas semanas de reposo, al tener tres costillas rotas y múltiples contusiones. Semanas que transcurrieron en sus aposentos del Ars Asdrubalis, el suntuoso palacio mandado construir por Asdrúbal Janto, en conmemoración de la fundación de Qart-Hadast sobre el primitivo asentamiento de Mastia.

Cuando el proceso de curación le permitió andar, lo primero que hizo el cartaginés fue dirigirse al campamento de los íberos, situado junto a las altas murallas por su lado exterior, con la intención de agradecer personalmente a Edecón su gesta.

Después de ese agradecimiento, a pesar de diferencias jerárquicas, de raza, de lengua y de religión, la amistad entre los dos hombres, el íbero y el cartaginés, fue creciendo hasta convertirse en inquebrantable.

Uno de los momentos más emotivos de esa relación se produjo cuando Edecón pidió permiso a Barca para ponerle a su primer hijo varón el nombre de Asdrúbal.

Y ahora, en el transcurso de esta desapacible y fría aurora que no termina de destaparse, ante el parapeto norte del campamento de los ejércitos de Aníbal, establecido en la región de Apulia, sin descuidar la vigilancia, los pensamientos de Edecón vuelan a su pequeña y sencilla vivienda en Qart-Hadast, arracimada junto a otras en la ladera del monte Asclepio. Parece percibir el calor del hogar, a su mujer Iria y a los mejores frutos de su vida compartida con ella, sus tres hijos, Asdrúbal, Alco y Maya. Desea con fervor, a pesar de los desastres ocurridos en la ciudad, conquistada a traición por los romanos del general Publio Cornelio Escipión tres años atrás, que su familia haya sobrevivido y se encuentre en algún lugar seguro esperando su vuelta. Esperanza que puede resultar vana, una mera ilusión forjada en su mente para seguir en la brecha y no desfallecer en su lucha diaria, ya que la otra posibilidad, la menos remota, es que la casa esté en el suelo y que su mujer e hijos hayan muerto como consecuencia de la ola de destrucción y saqueo llevada a Iberia por las huestes romanas. Prefiere quitar, para no sufrir, esa casi certeza de su mente y pasar a recordar la carismática figura de su amigo Asdrúbal Barca, hijo de Amílcar el Rayo, perteneciente a la legendaria y temida Camada del León, junto a sus hermanos Magón y Asdrúbal. La última vez que lo vio fue en las estribaciones pirenaicas, cuando Asdrúbal quedó al mando de Iberia con el objetivo de salvaguardarla para el imperio cartaginés, mientras que él marchaba, rumbo a Italia, formando parte de aquel temible ejército púnico, a las órdenes del general Aníbal, compuesto por más de cuarenta mil infantes, diez mil jinetes y cuarenta elefantes adiestrados para la guerra.

Edecón estaba seguro de que, después de más de once años transcurridos, muy pronto se produciría el reencuentro con el indómito Asdrúbal. Hacía varios días que la avanzadilla del ejército cartaginés rastreaba, incesantemente, aquellas pantanosas tierras ante la esperada noticia, confirmada por mensajeros y exploradores, de que el general Asdrúbal Barca, al mando de una gran fuerza bélica, emulando la hazaña de su hermano, había logrado cruzar los Alpes y descendía, desde el Norte, con el objetivo de contactar con el ejército de Aníbal. Se crearía así una poderosa fuerza que conseguiría eliminar las águilas romanas de la faz de la tierra, culminando las anteriores victorias cartaginesas sobre los romanos: Ticino, Trebia, Trasimeno y la gloriosa Cannas.

A pesar del rango de Edecón en el cuerpo de ejército íbero, que le eximía de la tarea de vigilancia nocturna del campamento, se había ofrecido voluntario para montar guardia todas las noches. Tenía el fuerte presentimiento de que el anuncio del anhelado avistamiento del ejército de Asdrúbal llegaría durante las horas de sueño. Entonces, él sería de los primeros en saltar el parapeto y correr hasta alcanzar el lugar en donde, entre juramentos y gritos de júbilo, abrazaría a su amigo, reanudando en tierras itálicas la gran amistad que ambos se profesaban.

La gran noticia de la llegada de Asdrúbal Barca tenía que producirse durante aquellas vigilias nocturnas. Cuanto antes, mejor. Y Edecón no le fallaría, porque iba a estar allí. Más tarde, producido el fraternal reencuentro, entre consejos de guerra con su hermano Aníbal y reuniones con los generales para preparar la estrategia, Asdrúbal podría robar algo de tiempo para seguir inculcándole al íbero el amor y el respeto por una de sus grandes pasiones: el mar. Así, le narraría, como sólo él sabía hacerlo, los espectaculares desembarcos de la Armada cartaginesa y los grandes viajes, cuajados de aventuras, emprendidos por legendarios navegantes de Cartago: Hannón, que circunnavegó África, e Himilcón, con sus singladuras marítimas, rumbo a lo desconocido, en busca de las míticas islas del estaño.

De repente, el cuerpo de Edecón se tensionó y sus sentidos se pusieron alerta. Había escuchado, proveniente de la insondable niebla que le envolvía y que el incipiente amanecer no lograba levantar, un leve sonido como de chapoteo de cascos de caballo. A la vez que asía con fuerza, con la mano derecha, su falcata ibérica de doble filo, la cicatriz del muslo izquierdo, recuerdo de la esquirla de piedra que penetró en su carne durante el salvamento de Asdrúbal en la Punta de las Águilas, adquiría una pulsación frenética.

Cuando se disponía a dar la voz de alerta, en ese preciso instante, quedó mudo al percatarse de que algo había caído muy cercano a su derecha, produciendo un sonido sordo. De forma instintiva giró y se abalanzó sobre aquello. Era un saco mediano de burdo lienzo que contenía, al parecer, un objeto redondo en su interior. Sin pensarlo, quitó el cordel que cerraba el saco, lo abrió violentamente y cogió con las dos manos lo que había su interior. Sus ojos, junto con todo su cuerpo, se quedaron petrificados.

Ante su vista tenía la cabeza tumefacta, con evidentes síntomas de descomposición, llena de cuajarones de sangre resecos, que alguna vez había pertenecido a un hombre.

Apretó aquella cabeza, de aspecto y olor repelentes, contra su pecho, envolviéndola con su capa a modo de sudario. Mientras tanto, al otro lado de la empalizada, se oyeron algunas risotadas y frases expresadas en lengua latina con un marcado sentido de sorna y desprecio. A continuación, un sonido de cascos que se alejaban precedió a un silencio ominoso.
Edecón, con el macabro presente que acababa de recibir, se encaminó lentamente hacia el centro del campamento, a la tienda que ocupaba su general en jefe. Con los ojos acuosos, la mirada perdida, aferraba con más fuerza el despojo. Edecón le llevaba al general Aníbal la cabeza de su hermano Asdrúbal.

El reencuentro se había, al fin, producido. Con sus brazos rodeando con desesperación la cabeza del amigo, Edecón sintió cómo algo se quebraba en su interior. En esos precisos momentos, tuvo la certeza absoluta de que no volvería a ver a su mujer y a sus hijos con vida.


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A modo de epílogo: Con arreglo a las fuentes históricas, en el año 207 a. C., en el transcurso de la Segunda Guerra Púnica, un ejército cartaginés, con Asdrúbal Barca, hermano de Aníbal, al frente, fue aniquilado, junto al río Metauro, por las legiones romanas al mando de los cónsules Marco Livio Salinator y Cayo Claudio Nerón. Este último mandó arrojar la cabeza de Asdrúbal, muerto en la batalla, al campamento de Aníbal en Italia.