Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
25 – Invierno 2012
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
Estoy de viaje por el Mediterráneo, en un crucero normal y corriente. Acabo de jubilarme. Siempre me ha gustado escribir.
Anoche, a la hora de la cena, conocí a un matrimonio joven, me tocó en la mesa para cenar. Como es natural, al principio no hay nada de qué hablar; lo primero que se pregunta es el nombre, y en seguida:
—¿De dónde sois?
—De Segovia —respondieron.
—Buena tierra —dije.
La conversación siguió su curso durante la cena, hablando cosas de aquí y de allá sin parar, cosas intrascendentes, palabras y palabras sin decir realmente nada. Esto ocurre así generalmente.
Pero yo me quedé muy dentro una sola palabra, Segovia. Y es que esta ciudad tiene para mí un significado más hondo que el hecho de ser una bonita y acogedora ciudad castellana, llena de historia y encanto.
Por los años 60 tenía yo unos doce años y también una tía que se llamaba Margarita. Era una mujer lista y con personalidad. Por motivos de trabajo, tuvo que vivir unos años en Segovia. Ella sabía que, a mi hermana Margari y a mí, nos gustaban los viajes, soñar con viajes, diría yo, porque entonces poco se podía viajar. Empezó a mandarnos postales de Segovia, muchas, así que conocíamos la ciudad por sus postales.
Estos envíos fueron el origen de un álbum de postales e información turística que abarcó todo lo que pudimos de España. La confección de este álbum nos llevó a escribir a muchas oficinas de Información y Turismo, y lo que es más importante, nos llevó a imaginar todo lo que existía fuera, y a llenar nuestros ratos de ocio, con esta forma tan sencilla y barata de viajar. Imaginar, hablar, escribir. Aún conservo dicho álbum, y no deja de ser muy curioso.
Pasaron los años, y con mi marido y mis dos hijos, de siete y nueve años, por fin fui a Segovia. Fue bonita la vivencia, y fue bonito comprobar que la realidad superaba la imaginación. De esa dorada tarde de otoño, guardo una foto de mis dos niños, en un ventanal del Alcázar. Por muchas que posteriormente les hice, ninguna conseguirá igualar la niñez, la inocencia y la alegría que hay plasmada en esas miradas.
Volvieron a pasar algunos años, siete, pocos para mí y muchos para la vida de aquellos dos niños. Y una hermosa tarde de otoño, cuando el sol dora todos los campanarios de la ciudad, volvimos a Segovia. Paseamos y verdaderamente volvía a estar guapa, aquella tarde, Segovia.
Quise comprar unos zapatos al pequeño de mis hijos y discutimos por este motivo. Ante sus contestaciones, que posiblemente no tenían ninguna importancia, yo me eché a llorar desconsoladamente. No comprendí bien mi desconsuelo en ese momento... Pasó de nuevo el tiempo, no mucho, y, como soy dada a pensar y además la evolución de la vida es imparable, una fría mañana, también de otoño, al ver salir a mis dos hijos hacia Valencia, para estudiar y dejar la casa vacía, por fin encontré la explicación de mi llanto.
No, yo no lloraba por una discusión. Lloraba porque una época bonita de la vida, una época en que tus hijos son tus hijos y tú eres la reina del hogar, estaba terminando. Y yo, en el inconsciente, lo vi claramente aquella dorada tarde de otoño en Segovia.