Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 24 – Otoño 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


Era el lunes 19 de septiembre del año 2011 de nuestra era, un amor, un enlace entre un hombre y una mujer, se escenificaba ante los ojos de más de dos mil personas en el marco incomparable del puerto de Cartagena. Con la llegada de la noche, los novios parecían subir al escenario tras atracar la novia en un barco suntuoso acompañada de su padre y hermana, y escoltada por miles de guerreros civiles y militares que no dudarían en entregar su vida por ella ante la mínima humillación. Estaba escrito, los oráculos habían hablado: Himilce se desposaría con Aníbal. Hija sumisa, había dado su palabra a su padre, parecía apenada, ensimismada, temía por su futuro y el de su pueblo, pero nadie sabía que en lo más íntimo de su corazón ya había nacido la llama del amor por Aníbal. Le había visto solo una vez, pero era suficiente, no necesitaba más para saber que traería la prosperidad a Qart-Hadast (nombre de la ciudad para los cartagineses), incluso, cuando regentaran el poder, le cambiaría el nombre a la ciudad para que la huella de su esposo fuera imborrable para los siglos venideros.


Las gentes de Qart-Hadast, que esperaban la llegada de la novia, habían escuchado que era bella, pero la mujer que hizo acto de presencia ante ellos irradiaba una belleza poco común. Desde luego, sus ropajes lujosos realzaban su feminidad, pero lo que contarían años después sería la fuerza de su mirada; había bondad, orgullo y firmeza en su mirada. Su sonrisa no era amplia, quizá algo tímida, como requería un enlace de tamaña trascendencia.


Noches antes había temido lo peor, era difícil para una princesa como ella encontrar un rato para sufrir en soledad, siempre estaban su padre, su hermana, sus damas de compañía e incluso la sacerdotisa de Astarté. Tanto consejo la abrumaba y era difícil analizar lo que sentía por sí misma. Pero cuando el cansancio hizo mella en sus damas y se vencieron al sueño, ella vio con claridad su destino y no se rindió a él como tantas otras, sino que se propuso acudir a los brazos de su amor, altiva, bella solo para él, aunque su condición y estatus le obligaban a dar el sí quiero ante miles de espectadores. Ese día, Cartago brillaría, sabía que su futuro esposo y su padre no habrían dejado nada al azar, habría música, danzarinas, antorchas, gentes engalanadas, y manjares y vinos para brindar hasta bien entrado el nuevo día. Así pasó la noche entre ensoñaciones, confundiendo la ficción y la realidad. No temía, su fortaleza era más grande que muchas fortificaciones de las que había oído hablar, su padre se lo había dicho en numerosas ocasiones de pequeña, los dioses le tenían algo grande reservado.


Aníbal Barca pertenecía a una familia que tenía un gran poder en Cartago. Su objetivo era preparar la guerra contra Roma, dicen que era un estratega de excepción y aunque no lo confesaba entre los suyos, sabía que necesitaba una mujer especial a su lado, que le transmitiera su fuerza y que le recordara su valor cada día para no venirse abajo ante las dificultades. Rodeado de los jefes de los pueblos hispánicos, y mercenarios íberos y celtas, se sentía fuerte y poderoso, pero anhelaba amar por encima de todo. Por las noches, cuando rara vez le dejaban solo y conseguía meditar sobre su vida, imploraba al oráculo encontrarla a ella, a su compañera. Su posición era lo bastante poderosa para pedir a sus súbditos todo lo que se le antojase, pero creía firmemente en su interior que el amor no se busca, se encuentra, y que llegado el momento sabría que tendría delante a la mujer que le haría sentir más hombre, la que le haría crecer en su virilidad, la que haría desvanecer todo sufrimiento con palabras de amor y su entrega en la intimidad.


Su padre, Amílcar Barca, le mostró su confianza al cumplir los nueve años cuando le permitió acompañarle en una de sus batallas para la conquista de la Península Ibérica. En aquel largo período que duraría hasta los doce años, vio sangre, mujeres llorando, caballos y elefantes, aprendió mucho sobre el valor de la vida y se prometió a sí mismo que cuidaría de su pueblo y que algún día tendría un ejército que no montaría caballos, sino elefantes, ese animal grandioso elevaría a sus hombres a la conquista de la gloria.


Faltaba ella, la mujer a la que juraría amor eterno, y entonces la vio, era rubia, el pelo algo desgreñado, pero fue la furtiva mirada que se pudieron cruzar, como mandaban las reglas del pudor entre chicos de aquella edad, lo que le enamoró, esa mirada que después deslumbraría a un pueblo entero ahora le había iluminado a él y con eso bastaba. No podía acercarse a ella, pertenecía al pueblo de los íberos y, aunque había admirado a mujeres celtas famosas por su belleza, aquella chica delgada, de mirada soñadora, le cautivó. Sabía que muchos soldados de su ejército guardaban en el pecho pañuelos y mechones de pelo de sus amadas, él guardaría en su corazón esa mirada y volvería a buscarla para hacerla su esposa. ¿Qué pensaría su padre, Amílcar, de la unión de Cartago con un pueblo íbero? Ya pensaría en eso más adelante. ¡Menos mal!, porque no podía intuir que tendrían que pasar diez largos años para que se produjera un nuevo encuentro entre ellos y su unión para siempre.


Himilce se despertó pronto el día en que se iba a celebrar su boda, creía que no iba a dejarse sorprender ni por la ceremonia ni por el banquete, pero no fue así, su amado, el general Aníbal, estaba espectacular, como se esperaba de un jefe militar, aunque ella no se fijaba apenas en su vestimenta sino en sus ojos claros que parecían decirle lo mucho que la había esperado.


Aun así, presenció algo inesperado que recordaría siempre haciendo que ese día fuera uno de los más felices de su vida. Un amigo de la infancia, Eliseus, había preparado una escenificación teatral, un espectáculo previo a la unión. De modo que en tronos separados, y bastante alejados el uno del otro, presenciaron la obra de teatro escrita para ellos. Eran ellos los personajes principales, ¡no podía creerlo!, era un homenaje a su amor y a su historia que había confesado con tan solo doce años a su amigo Eliseus una tarde frente a un lago. Él prometió que no le diría a nadie jamás que la princesa Himilce se había enamorado; por supuesto, ella no le confesó quién era el apuesto caballero que había conquistado su corazón, pero en aquella escenificación teatral lo estaba reconstruyendo todo tal y como había pasado, qué magnífica memoria, intuición, arte y maestría estaba mostrando ante el mundo su amigo Eliseus, seguro que sería nombrado el director de artes escénicas y crearía una compañía de teatro (así fue, con el correr del tiempo). Participaban en la escena, su padre, su hermana, la sacerdotisa, su prometido y ella misma… Qué idea tan genial que su amado apareciera con la capucha ante su padre Mucro, claro, de lo contrario, nunca hubiera consentido que se produjera tal encuentro. La diplomacia, el tema político estaba tratado con suavidad para no alterar los ánimos de ningún poderoso. La modista que había bordado los trajes (bueno, la legión de modistas) tenían un gusto exquisito. El escenario era sencillo, decorado con alfombras rojas que contrastaban con el maravilloso azul del mar, al lado del puerto. Ella amaba el mar, sus olas y el color de sus aguas cambiante cada día eran el refugio ideal para sus pensamientos. Todos los pueblos estaban hermanados, se pasaba del teatro a la realidad, ya que un narrador invitaba a todas las tropas a unirse a la fiesta, los Mastienos, los lanceros Hoplitas, los guerreros de Uxama, los mercenarios celtas e íberos. Sabía que estarían todos allí, pero la puesta en escena era grandiosa, elegante, cada personaje sabía el orden de aparición y entre todos mostraban la unión de todas las tribus, y la paz. Su amado Aníbal y su padre Mucro habían conseguido el sueño anhelado siglos atrás: un enlace pacífico; ya no se derramaría más sangre, las cinco colinas estaban asistiendo a un momento histórico y a la unión de su amor, esperaba que las voces de los sabios se alzaran y contaran la historia a los pueblos enteros. El rey de Cástulo estaría orgulloso, ella no se atrevía ni siquiera a pestañear y dudaba de que sus piernas le respondiesen cuando tuviera que alzarse y subir al trono para coger la mano tendida de Aníbal. Este, a su vez, sentía la presencia cercana de su difunto padre. El general Asdrúbal, sucesor de Amílcar Barca y fundador de Qart Hadast, había depositado toda su fe en su cuñado, y allí estaba, con él nacía una alianza que duraría siglos y que traería prosperidad a todos sus descendientes, era un momento mágico y así lo estaban viviendo todos los presentes, el vulgo se arremolinaba y se apretaba en las esquinas. El atardecer teñía de naranja los rostros de los enamorados y sus ojos brillaban más que el lucero en el ocaso, pues pocos días se podía vivir una muestra de amor así, un amor público, consolidado, aprobado por todos; ya tendrían tiempo de consumar su amor carnal, ahora todo era lujo, gozo, plenitud. Cuando Himilce tenía el rostro fijo en su amado, algo llamó su atención, amaba la música y la danza pero aquellos bailarines danzaban de una forma sublime, su misma maestra, Antonia, batía sus alas y abría el aire para anunciar la llegada de la nueva era. El apogeo iba en aumento, nunca había visto tanta gente unida. Se escuchaban clamores cercanos y lejanos, sus pueblos, los cartagineses y los íberos, clamaban sus nombres y les lanzaban vítores de felicidad.


La hija de Mucro se mostraba ante ellos, se alzó del asiento incluso antes de lo que le había indicado su hermana en el ensayo, pero algo en su interior le dijo que ya era el momento, que su trono y el de su amado Aníbal ya no podían esperar más tiempo. Al unísono se alzaron unas antorchas para iluminar a los novios, pues ya la noche daba paso a la luz del fuego. La novia debía ser desvelada, y en el momento en que su padre Mucro le alzó el velo, le pareció ver a la mismísima diosa Tanit cuidando del enlace y protegiéndolos de todo mal. Cuando ya fueron desposados, una legión de guerreras carthaginesas de la guardia de Tanit, entre las que adivinó rostros conocidos y alguna amiga de la infancia, portaban un carro engalanado de flores, y la luna no quiso perderse el espectáculo. Quería contener las lágrimas, pero cuando su esposo juró velar por todo su pueblo, una lágrima cayó en el suelo plagado de alfombras carmesí y doradas, y solo su hermana la percibió.


Las murallas y casas de la actual Cartagena adquirirían tal suntuosidad que sería visitada y reconocida desde que se llamara Tucria, Spartia, Mastia (la ciudad íbera), Qart-Hadast (la ciudad cartaginesa) y Cartago Nova. Hoy en día, frente al famoso escenario portuario de sol y mar, La Escala Real, en la plaza de los héroes de Cavite, se recogen unos versos de Cervantes, cautivado también por la grandiosidad de una ciudad que nació, renació y floreció en el siglo III antes de Cristo y que jamás ha dejado de hacerlo.


El destino, siempre vigilante y del que nunca podemos huir, quiso que yo fuera amiga de Eliseus, y que gracias a él, asistiera a las bodas dramatizadas de Aníbal e Himilce que harán que siempre quiera volver a Cartagena para revivir la historia de amor de estos personajes históricos. Y quién sabe si entre los muros de la Armada, en el Arsenal militar, aún se encuentra un general dispuesto a unirse con un afortunado amor que le espera en Torrevieja.


Torrevieja, 2 de octubre de 2011


BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
Historia de Cartagena:
www.regmurcia.com
http://http//es.wikipedia.org/wiki/Historia_de_Cartagena
www.cartaginesesyromanos.es