Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
24 – Otoño 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
Cuando cada veintiuno de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno, desempolvo mis viejas figuritas de Belén, se me hace un nudo en la garganta y es como si por unas horas se hiciera presente mi pasada infancia. Con mis hijos a mi lado, voy sacando una a una, de su caja de cartón, las figuras de barro, algunas ya deterioradas por el paso del tiempo: la castañera, los pastores, los reyes magos... Mientras, los niños disponen el escenario formando montes, río, cielo y sin parar de preguntar.
—Mamá, ¿cómo pongo la hierba?, ¿cómo hago el río?, ¿dónde está el pesebre?, ¿dónde está...?
Yo los oigo lejana, un poco ausente y silenciosa, y voy recordando la historia de estos pequeños pedacitos de barro. Evoco hechos, recuerdos y sobre todo personas, que nos dejaron para siempre y que nos enseñaron esos amores y tradiciones. Y me veo contando ahorros para comprar borreguitos y pastores. Batiendo palmas la Nochebuena en que mi padre me dio ¡cinco pesetas para el Nacimiento!
Escucho, como venidas del fondo del tiempo, las voces en tropel de niños que salen del colegio, el primer día de vacaciones, portando ese olor indescriptible, mezcla de lapicero, goma de borrar y madera de pupitre. Contemplo al declinar de la tarde a las mujeres que vuelven del horno, con sus bandejas de mantecados, toñas, almendrados. El crepúsculo se llena de harina recién cocida, almendras tostadas, pan caliente, hogar.
Veo en la sala familiar, alrededor de la mesa, al calor del brasero, a los mayores con sus conversaciones, lejanísimas para la mente de una niña; sin embargo, hay una persona que está pendiente de mí al despedirse. Mi tía Elena, la hermana menor de mi padre, con un gesto de complicidad, me entrega un paquete diciéndome:
—Toma estas figuras. Son de un belén que yo tenía cuando era una niña como tú. Hubo un año en que llovió tanto que ese río que pasa por nuestro pueblo creció hasta salirse de su cauce. Fue muy grande la inundación, corrieron las aguas por las calles. Cuando empezó a saberse que el río se desbordaría, todos se afanaron en poner a salvo sus cosas más valiosas, subiéndolas a sitios altos, donde el agua no pudiera llegar. Lo más valioso para mí, en aquellos momentos, era este montón de figuritas, que ahora quiero que sean tuyas, porque veo que tienes una gran afición a estas cosas y estoy segura de que las conservarás siempre y te acordarás de mí cuando las veas.
La noche, ya cerrada, ha disipado todos los ruidos vespertinos. Todos los silencios son míos. La casa, hecha obscuridad, deja entrar por las ventanas esa tenue luz de las estrellas de diciembre. También por las ventanas de mi alma, abierta de par en par a la vida, se cuelan las primeras vivencias, las impresiones primeras. Fui feliz con este regalo.
Al correr de los años, llovió sobre mi corazón. En edad temprana perdí a mis padres, contrayendo obligaciones y deberes que me arrancaron pronto de juegos e ilusiones.
Han pasado ya los tiempos tempestuosos. Y estas cabecitas infantiles que me rodean ahora tiran de mí hacía delante, como la vida misma, que se renueva a cada instante. Y la ilusión ha renacido.
—Mamá, el belén, el belén… ¿Es que no vamos a poner este año el belén?
Fuera llueve un agua fina. Entre los niños y yo hemos terminado ya nuestra tarea. Colocamos la última estrella e iluminamos nuestro nacimiento. Lo contemplamos satisfechos. Los habrá mejores, sin duda, con figuras más nuevas y bonitas, pero en éste hay un trocito de vida nuestra. ¡Qué entrañable y caliente resulta!
Han soplado corrientes nórdicas y sus fríos abetos han invadido poco a poco nuestra Navidad.
Pero nosotros, cada veintiuno de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno, desempolvamos, una a una, nuestras viejas, queridas figuritas de belén.