Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 23 – Verano 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


Cada época de la Historia viene deparando episodios trascendentes, tanto por su beneficencia como por todo lo contrario, así como inventos célebres de consecuencias opuestas, por salvíficos o por devastadores; la especie humana, ya se sabe... Pues lo mismo ocurre en esa Historia en pequeñito que es un año con sus estaciones. Como ahora estamos en verano, hablemos de él y enfrentémonos, con la evidente intención de erradicarlo de nuestras vidas, a uno de sus grandes estragos, contra el que muy pocos han osado levantar la voz, además acallada de inmediato. Seguiremos intentándolo y arrostraremos las consecuencias.

Sin ánimo de ser exhaustivos, el verano nos ha traído, entre otros logros dignos de conservación, las vacaciones anheladas, el turismo y los trajes de baño femeninos; en el capítulo negativo, las vacaciones forzosas, el turismo (también) y los trajes de baño masculinos. Dejando abierta la apasionante polémica sobre los matices de esta incompleta clasificación, abordemos el asunto central —y a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga—: los aparatos de aire acondicionado.

Para empezar, desconfiemos siempre de algo que sustituye su nombre natural por otro pretencioso, de varias palabras, sea un electrodoméstico, un oficio, un cargo administrativo vía digital o una ley cuyos promotores blasonan de arreglar el mundo. ¿Qué turbios planes oculta una denominación tan artificiosa como aire acondicionado en vez de la propia, que sería refrigeración? ¿Por qué la calefacción se proclama donde fuere menester sin tapujos ni recelos y, en cambio, su recíproca disfraza su presencia? Si alguien arguye que es una designación genérica porque antes había artilugios específicos (estufas o ventiladores, respectivamente) y hoy uno solo permite ambas funciones, no se dejen engañar. La respuesta es obvia: se ha propagado el sintagma aire acondicionado para que la gente, ingenua ella, crea que van a acondicionarle la temperatura y no que van a lanzarle un chorro gélido a traición y sin posibilidad de defensa.

Ahí precisamente, en la indefensión del afectado, radica la mayor gravedad. Si uno va por la calle en invierno protegido contra sus rigores, y de pronto entra en un local con calefacción, podrá desprenderse en primera instancia del abrigo, luego de los guantes, luego de la bufanda, luego de la chaqueta, y así hasta que el cuerpo, sin perder el decoro exigido, se adapte a la nueva situación. Pero en verano... Cuando el incauto que pasea en verano, a pleno sol, con ropa ligera y manos vacías se ve en la necesidad de entrar en un local refrigerado, y la temperatura desciende veinticinco grados en un segundo, ¿de dónde saca la chaqueta, la bufanda, los guantes o el abrigo necesarios para soportar el trance? Hace unas semanas, un padre de familia aprovechó la jornada de playa para pasarse antes por el banco, uno de esos lugares cuyo personal dispone el ambiente según su uniforme de chaqueta y corbata. Previendo la que se le venía encima, el hombre quiso hacer acopio de las mencionadas prendas; pero el coche no le daba de sí para colocar además las sombrillas, las toallas, la mesa, las sillas, los cubos, las palas y los diversos juegos de los niños. Total, que el espacio se reservó íntegramente a la playa y no a las precauciones. Como consecuencia, después de tres cuartos de hora de cola y otros tantos de gestión en lo que semejaba un iglú, este héroe anónimo guardará cama durante el resto del verano. Por otro lado, consuela pensar que aún hay padres que anteponen la comodidad y la diversión de su prole a la propia salud.

Y es que los resfriados de verano son los peores, como muy bien afirmaba, y con conocimiento de causa, el jurado número 10 de Doce hombres sin piedad. El caso estremece por la sinrazón con que fue atacado su protagonista. Resulta que, hasta unos días antes del juicio, dicho personaje era un pedacito de pan, ejemplo de bonhomía, ilustre miembro de SOS Racismo que además destinaba considerables sumas de su peculio particular a las misiones. Pero tuvo la desgracia de asistir, cubierto sólo por una escueta camisa de manga corta y un pantalón de tela vaporosa, a un almuerzo de hermandad en el que se sentó justo debajo del terrible artefacto con el que estaba refrigerándose uno de los restaurantes más extensos y concurridos de Nueva York. De tan bueno que era, por evitar incordios a los presentes, este santo varón no quiso pedir un cambio de ubicación, y aguantó la comida, de varios platos, así como una prolongada sobremesa, con discursos de los empleados de sus tres talleres, en tan extremas condiciones. Sabidas son las secuelas: condenado de por vida a limpiarse la nariz con pañuelos, se le agrió el carácter y consumió su existencia apartado de cualquier círculo social, sin amigos y señalado por todos. Ahora que por fin se ha hecho la luz sobre su biografía completa —que por intereses espurios habían escondido las empresas fabricantes de kleenex—, cabe demandar al mundo mejor trato a la memoria de este mártir.

La vorágine actual apenas deja sitio a la compasión. Pero lo más infame es la manera que tienen algunos de explicar semejantes atropellos. Últimamente, cuando una persona informa del frío que subyuga sus carnes, y poco menos que impetra la desconexión de la causa de sus sufrimientos, el interpelado suele escudarse en que la temperatura debe mantenerse así para conservar en buen estado los demás aparatos. Tristes tiempos aquéllos en que un ordenador o una mesa de montaje importan más que una pulmonía doble, y más tristes todavía por observar el hecho como algo corriente. Claro, que nada sensato puede presumirse de una sociedad que dedica una parte de sus ingresos a pasar calor en invierno y frío en verano, con lo sencillo y barato que resultaría pasar cada cosa cuando determina el calendario.

Queda lejos una solución deseable. No obstante, apuntaremos unos primeros pasos, dado que torres más altas han caído. Cuando un fumador iba a encender un cigarro en un recinto cerrado, se impuso la deferencia de preguntar si molestaba; con paciencia, acabó por prohibirse fumar en recintos de acceso público. Hasta hoy, es extraño que quien pone en marcha la refrigeración pregunte si molesta. Así que planteamos nuestra estrategia a largo plazo. Por de pronto, insinuaremos, como sin darle importancia a la cuestión, que se formule la pregunta de cortesía. Como quien pregunte esperará una respuesta igualmente cortés, no sentirá la obligación de desconectar. Pero cuando la marea suba y surja la inquietud por una respuesta inesperada, ya tendremos el terreno abonado.

Entonces, el día menos pensado, llegará un legislador audaz y, ¡por fin!, veremos prohibida la refrigeración de los recintos de acceso público. Mientras no acaezca ese feliz suceso, continuaremos resfriándonos tanto en invierno como en verano, y mediando en las disputas entre compañeros de trabajo por la posesión del mando a distancia. Pero cuando acaezca..., recordaremos que aquí se pusieron los cimientos. Y ya no tendremos que andar por la calle, en verano, a pleno sol, cargados con varios kilos de ropa, con el engorro que supone.