Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 23 – Verano 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

A Helena Tévar

En la misma portada se incluye el siguiente comentario, con una carga significativa intensa que nos sumerge con acierto en el tema: “Grandiosa saga familiar sobre la colonización de Nueva Zelanda y la cultura de los maoríes”, de Der Spiegel.

En la contraportada se nos adelanta el resumen, que nos cautiva al instante para saciar nuestra curiosidad de lectores ávidos de aventuras nuevas que nos ayuden a encontrar respuestas a nuestros propios enigmas:

“Londres, 1852: dos chicas emprenden la travesía en barco hacia Nueva Zelanda. Para ellas significa el comienzo de una nueva vida como futuras esposas de unos hombres a quienes no conocen. Gwyneira, de origen noble, está prometida al hijo de un magnate de la lana, mientras que Helen, institutriz de profesión, ha respondido a la solicitud de matrimonio de un granjero. Ambas deberán seguir su destino en una tierra comparada con el paraíso. Pero ¿hallarán el amor y la felicidad en el extremo opuesto del mundo?

En el país de la nube blanca, el debut más exitoso de los últimos años en Alemania, es una novela cautivadora sobre el amor y el odio, la confianza y la enemistad, y sobre dos familias cuyo destino está unido para siempre”.

Y tras este breve resumen, se añade la frase de Nordwest Zeitung:

“Una saga familiar ideal para ampliar horizontes acurrucado en el sofá”.

A modo de opinión personal (y, por supuesto, alejada de un análisis riguroso y academicista), quiero comentar algunos elementos, desde el punto de vista semántico, que posee la novela y que la hacen exquisita.

La aventura. La historia, contada en paralelo, de dos mujeres que parten del mismo origen, sin conocerse, embarcan en el Dublin, y la travesía las une para siempre. Dos mujeres aparentemente descritas de forma tan distinta que el lector anticipa en su mente (erróneamente) que no pueden llevarse bien. En cambio, el punto que tienen en común, las ansias de aventura, el deseo de cambiar de vida y una fe ciega en ellas mismas, supondrá un lazo de unión que las hará fuertes ante el dolor, pues, aun tratándose de una amistad perpetua en el tiempo, sus distintas vidas y sus quehaceres diarios, así como el espacio geográfico que las separa, hará que se reúnan en menos ocasiones de las que ellas hubieran deseado; pero cuando lo hacen, sentadas ante una taza de té caliente, no hablan demasiado, se intuyen la una a la otra, y se ayudan de una forma inteligente, casi camuflada, que sólo consigue el sexo femenino. De hecho, tardarán mucho tiempo en descubrir secretos inconfesables la una de la otra, inconfesables por la supremacía del varón (de sus esposos) y de las leyes del decoro que no han logrado dejar atrás, en su antiguo país.

El afán de superación. Como era de esperar, Gwyn y Helen no encuentran el verdadero amor en sus matrimonios concertados en la distancia, únicamente por conveniencia. En lo más íntimo de cada una de ellas, saben que será así: que el amor no se encuentra por contrato. Pero las altas expectativas depositadas, no tanto en el marido sino en el tipo de vida que desean emprender, las animan a empezar de cero y a progresar hasta donde las deje una sociedad machista y claustrofóbica.

La historia. El rigor histórico forma parte de la obra y dota, a todas las historias narradas, de un realismo y de una verosimilitud atroces. La Tierra, así con mayúsculas, el deseo de su posesión, la fuerza paisajística y la sensación de libertad al conquistar terrenos vírgenes y montañas interminables, hacen que la autora nos acerque a Nueva Zelanda y que nuestra imaginación se adentre en la nube blanca con facilidad, incluso sintiendo el frío leyendo en una tarde bastante calurosa.

El dolor. La novela gira en torno a los dos personajes femeninos centrales: Gwyn y Helen. Las dos consiguen formar una familia y tienen mucho que contar al respecto (de ahí la novela). Todos los subtemas y las digresiones que se permite la autora para hablar del sexo masculino: sus maridos, sus hijos, los esquiladores de lana, los balleneros, los buscadores de oro…, están descritos de una forma magistral. La narradora omnisciente nos hace olvidarnos de quién narra, no importa ahora el sexo, importa el ser humano en toda su plenitud, amando, odiando, sufriendo, mostrando o tratando de disimular sus miserias. El dolor no dura mucho y la felicidad tampoco. La narración nos traslada de un sentimiento a otro de forma suave, perfectamente hilvanada y encadenada como una cuerda que se tensa y afloja pero no se desata. A veces, el lector espera que narre lo inevitable y lo hace, porque si no fuera así, el lector se sentiría decepcionado y traicionado, pues no estaría relatando dos historias tremendamente humanas, como todo aquel que se acerque a sus páginas comprobará.

La tragedia. Cuando el odio es ancestral se posa de forma definitiva, y se mantiene en estado latente entre las dos familias creando una línea de separación más grande que cualquier abismo, y cuanto más tiempo transcurre, con más furia estalla, como un volcán en erupción que vomita toda su lava harto de esperar bajo el manto de la hipocresía del tiempo. Más que una venganza, parece una necesidad de justicia, de restablecer el orden, de luchar por la tierra, por los orígenes, aceptando a la vez la modernidad y los avances.

La superación. La calma. Las familias tejen su propio destino unas veces con más premeditación que otras. Los lazos de consanguinidad, el amor, correspondido pero no satisfecho, se abren paso trasladándonos a la lección de que en la vida lo inevitable puede que se retrase pero, finalmente, ocurre. No sacia a los personajes (a ellas) la venganza, ni las posesiones, ni el dinero, pero al menos se abre un instante de paz en el corazón que les da la suficiente fortaleza para continuar, simplemente, con la vida.

Acompaño, para finalizar esta crítica exclusivamente personal, unos fragmentos de la obra extraídos al azar de la lectura, porque me ha sido del todo imposible seleccionar fragmentos especiales o, porque si los tengo, tal vez por no volver a releer las más de 700 páginas, prefiero quedármelos para mí misma, para no olvidarlos durante el verano y para que me transmitan la fuerza necesaria para afrontar el otoño.

Helen tuvo que alzar la vista hacia su futuro esposo. Howard O´Keefe era alto y corpulento, no era un hombre gordo, pero sí de complexión robusta. También el corte de su rostro era más bien rudo, pero no carente de afabilidad. La tez morena y acartonada expresaba largos años de trabajo al aire libre. Estaba surcada por profundas arrugas que marcaban un rostro cargado de expresividad, si bien en esos momentos dibujaban en sus rasgos una expresión de asombro e incluso de admiración. En sus ojos de un azul acerado se leía aprobación: Helen parecía gustarle. A ella, a su vez, le llamó la tención sobre todo su cabello. Era oscuro, abundante y estaba pulcramente cortado. Seguramente había hecho una visita al barbero antes del primer encuentro con su futura esposa. No obstante, ya clareaba por las sienes. Era evidente que Howard era mayor de lo que Helen había imaginado”. (Página 192).

  • Vaya, esa larga historia. ¿Quieres un té, Fleur, o prefieres whisky? -Prendió el fuego, puso agua a calentar y sacó una botella de las alforjas-. Bien, yo me permitiré tomar uno ahora.

  • ¡Por el susto que me ha dado el fantasma! -Vertió whisky en un vaso y brindó a la salud de la muchacha.

Fleurette reconsideró su decisión.

  • Un traguito -dijo entonces-. Mi madre dice que a veces sirve de medicina…

James McKenzie era un buen oyente. Estaba sentado relajadamente junto al fuego mientras Fleur le contaba la historia de Ruben y Paul, de Beasley y Sideblossom y de que no quería que ninguno de estos últimos se convirtiera en su esposo”. (Páginas 601 y 602).


 Torrevieja, 28 de julio de 2011

 

Bibliografía:

En el país de la nube blanca, Sarah Lark. Ediciones B. Barcelona, 2011.