Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 23 – Verano 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

CANTO I

Pistacius y Lentiscusi eran dos legionarios tumbados sobre la blanca arena bajo el ardiente sol de Augustusii.

Lentiscus era dos veces Pistacius, un gigante con la fuerza de un toro, de porte alto, nada que ver con el aspecto vil e insignificante del pequeño Pistacius.

Pistacius y Lentiscus, tumbados sobre la arena, miraban sus pies libres de las calligaeiii que liaban sus patas como las de un romano y al fondo, tras sus feos dedos, los dominios de Neptuno.

Un alto en el camino ritual que les llevaba a diario desde el embarcadero hasta los acantilados, en la ruta de Carthago Nova, con la misión de vigilar las naves que surcan el inmenso azul.

A Pistacius a menudo se le soltaba la tripa, bien fuera por el vino o por el aromático garumiv, su lucha interior era constante y difícil de ocultar, pues sus entrañas bramaban como los espíritus de los muertos que custodia Plutón en los infiernos.

Por su parte, Lentiscus padecía de la boca despidiendo un intenso olor pútrido que exhalaba sobre todo a la salida del sol, pero, por supuesto, nadie se lo había dicho nunca temiendo morir aplastado entre sus brazos.

«¡El sol brilla en lo alto!, ¡oh! dioses de Roma que me mandasteis lejos de casa y de todos aquéllos por los que os entregaría la vida». Así habló, y al punto se levantó el gigante Lentiscus, arrojando sobre la arena una sombra tan larga como la torre que custodiaban.

«¡Pistacius! ¿Dónde estás, insignificante rattusv?», añadió un juramento baldío y comenzó a caminar por la ribera del fragoroso mar.

«¡Lentiscus! ¡No me dejes aquí!», gritó el pequeño legionario de los pies ligeros. Pero a pesar de su altura, el fornido soldado no alcanzaba a ver de dónde venía aquel lamento.

«¡Aquí, amigo!», gritó de nuevo, y tras un arbusto oteó Lentiscus una nube de polvo que ascendía hacia los cielos y una multitud de conejos que saltaban enloquecidos. Con pesadas zancadas sobre la arena, llegó hasta allí nuestro titán.

Por el peso de la armadura o por el esfuerzo realizado para evacuar, Pistacius había caído en un agujero de conejos de los cientos, o miles, o millones que horadaban la tierra de Hispania, no en vano eso significa Hispania, “Costa de los Conejos”.

Con su enorme mano cogió Lentiscus del pescuezo a su ligero compañero y, como si de un conejo se tratara, lo sacó de su madriguera... Aunque se quedó con ganas de dejarlo allí un rato con tal de no aguantar sus lamentos, o bien... de darle el golpe de gracia, ya que lo tenía en posición.

La desgraciada figura de Pistacius lo estaba aún más cuando lo liberaron de los infiernos cubierto de tierra, de pelos de conejo y de sus propios flujos en descomposición, que lo llevaron a las profundidades de la tierra aquella mañana. Para colmo, el gigante se carcajeó ostensiblemente en su cara exhalando su pútrido aliento sobre él.

Los dos marcharon a lo largo del sendero que ascendía entre juniperus, quercus, rosmarinusvi y otras pequeñas florecillas que contrarrestaban con su aroma la pestilencia de ambos.

Aunque no lo parezca, hacían un buen par; el gigante Lentiscus era capaz de parar un ejército con la sola ayuda de su scutumvii, y el pequeño Pistacius, el de los pies ligeros, era tan rápido que llegaría corriendo a la torre lanzando enormes gritos con su desagradable voz para dar aviso al centurión.

La panoplia, compuesta de scutum, pilumviii, gladiusix y armadura de anillas pesaba en su ánimo. Sudando a chorro avanzaban y el casco les calentaba la sesera, debiendo parar a menudo para enjugar sus cabezas con el pañuelo de cuello donde cada uno prendaba sus amuletos; una testa de toro para Lentiscus y un lince para Pistacius.

El gigante era más bien corto de vista, pero el breve soldado la tenía de lince, su animal protector, así que una vez alcanzaron la cumbre del cabo, Lentiscus elevó a Pistacius sobre sus hombros y éste, sombreando sus ojos con la mano, oteó el mar e incluso olfateó el salino horizonte con su nariz aguileña.

Desde su privilegiada atalaya dominaba desde la Inmensa Palusx hasta la boca del Thaderxi. Los altivos acantilados se mostraban indomables ante los golpes que le propinaba Neptuno con rabiosos espumarajos.

Desde allí podían ver la frondosa mata, aquella que marcaba el arranque de la dura roca que penetrando al mar servía de refugio al embarcadero y sólido fundamento de la torre donde pasaban sus días.

«Nada, nada de nada», dijo Pistacius.

«¿Qué esperabas? Nada nuevo bajo el Sol Invictus», dijo Lentiscus.

«Un momento, allí hay algo... En la cala donde cogemos los higos».

«¿Cuánto hace que no te comes un higo? Tu vista se va nublando de tanto afilar la espada», añadió irónicamente.

«Es una señal, un designio de los dioses, un aviso quizá. No lo veo, pero por Júpiter que algo centellea ahí abajo, un extraño fulgor ilumina las escarpadas paredes del acantilado».

Así habló, y al punto los bramidos de sus entrañas, como la cólera del mentado Júpiter, se desataron por su trasero ventoseando la nuca del gigante, que entre rabioso y asqueado lanzó con todas sus fuerzas a su puerco compañero hacia el abismo.

Pistacius, que no se había quitado el casco, estrelló la defensa contra las rocas, que hicieron mella en ella y en el seso que había debajo, aunque era duro de mollera.

Lentiscus, intentando arrancar con sus manos el hedor de su nuca, que había penetrado en la túnica bajando por su espalda, gritaba: «¡Estás muerto! ¡Estás muerto!».

Pistacius, que no sabía muy bien si se refería a que la peste le recordaba a los espíritus que custodia Plutón en los infiernos o a que en realidad iba a dar fin a su triste existencia, escondió su maltrecha cabeza bajo las manos y humillado imploró a los dioses, imploró a los héroes, imploró al emperador Augustus y, cuando hubo terminado de implorar, echó a correr ladera abajo gritando: «¡La señal, Lentiscus! ¡El designio de los dioses!», mientras pensaba para sus adentros: «En la boca te tenía que haber dado, en la boca pestosa».

«¡Una señal! ¡Un designio de los dioses!... ¡Una mierda! Más vale que no te coja y así podrás regresar sano y salvo».

Mercurio, con sus sandalias aladas, parecía Pistacius en rápido descenso. Más torpe, pero de más larga zancada, era la carrera de Lentiscus, que ardía en deseos de cazar al enano envidiando los dardos certeros de Diana.

Los dos alcanzaron la rambla por donde se derraman las aguas cuando las tormentas se desatan y a saltos fueron bajando por ella. Entonces el gigante, en un traspié, cayó sobre su scutum y, resbalando sobre el lecho tupido de espinos, arrastró al de los pies ligeros yendo a estrellarse contra una enorme cocciferaxii que laceró su cara, brazos y piernas quedando presos en ella.

Aturdidos quedaron los dos en su celda vegetal cuando hasta sus oídos llegaron unas risas de mujer, un canto de sirenas. Con sus duras manos Lentiscus abrió una ventana entre las hojas pinchosas y la boca se les abrió de par en par.

Jugando con las olas, cuatro bellas mujeres con la piel tan blanca como la arena, con los cabellos dorados por el mismísimo Sol Invictus y los senos redondos y duros como los guijarros de la playa, se mecían entre la espuma.

Pistacius, para evitar la tentación y el hechizo de las sirenas, sacó de su bolsa dos lágrimas de la resina de másticxiii que siempre llevaba consigo y las metió en los orejones de Lentiscus apretando con sus dedos la goma.

Cuando iba a cubrir las suyas se percató de que no eran sirenas, pues con sus largas y torneadas piernas saltaron a la orilla corriendo sobre la arena.

Todo en ellas era encantador, casi mágico, en sus tristes vidas nunca habían visto nada igual..., ni siquiera parecido. Sus ojos perseguían con avidez cada carrerita, cada caricia, parecían flotar en el aire, dejándose llevar por la brisa marina.

«Y si no son sirenas... Entonces ¿qué son? ¿Ninfas?», se preguntó Pistacius. Tanta delicadeza, tanta lascivia desatada, tanta avidez de placer sólo podía ser obra de Apolo.

Pero Pistacius, hombre avezado e incrédulo, dedujo que se trataba de gentes del norte, germanos, galos, bárbaros al fin y al cabo, que disfrutaban del Sol Invictus, tan esquivo para ellos.

Inmerso en sus cavilaciones estaba mientras Lentiscus disfrutaba de la escena a salvo del hechizo esforzando sus vagos ojos como nunca antes lo había hecho. Entonces del agua surgió la más hermosa de ellas, la más alta, la del cabello más largo y ricamente trenzado.

Como una Venus Acidalia bañándose con las Gracias, la Virgen, la Esposa y la Amante. Como una cariátide blanca como el mármol se alzó sobre las olas y cuando pisó la orilla... Pistacius se dio cuenta de que la cariátide se convirtió en atlante.

Su espada era bastante más larga que nuestro gladius, lo que provocaba las risitas y los saltos de las tres rubias, que una vez en tierra se mostraron más fogosas y divertidas.

Tanta pasión se adivinaba en sus pechos sin defecto y sus muslos juveniles que el impetuoso Lentiscus, que no se había percatado de la hombría del bárbaro, poniéndose en pie salió del escondite hecho un toro, su animal protector.

Dando testarazos, liberándose del doloroso abrazo de las espinas, corrió hacia la playa bufando.

Pistacius intentó detenerlo, pero sus gritos no sirvieron de nada, pues la goma aún le libraba del hechizo de las sirenas, que no de la tentación.

Como un toro cegado en furiosa embestida llegó hasta la orilla, donde el deiforme germano, con apariencia de Venus para el gigante, le propinó por sorpresa tal puñetazo que, acertándole de lleno en la boca pestosa, lo lanzó como un trompo sobre la arena.

Pistacius, descubierto por la enloquecida actuación de su amigo, soltó el pilum de la mano y clavó su gladius en la arena y en auxilio de su abatido compañero gritaba con todas sus fuerzas: «¡Pax, Pax, Pax Augustea!».

Con sus gritos, el de los pies ligeros conmovió el ánimo belicoso del germano, que apartó su robusta mano y entendió que el combate había terminado.

«¡Pax, Pax, Pax Augustea!», gritaba sin parar, y los bárbaros, franqueando unas rocas cercanas, emprendieron la huida en una pequeña nave que, empujada por el germano de la larga espada, se adentró en las azules aguas con su preciosa carga.

Aquellas bellezas, con sus crines lanzadas al viento, seguían riendo y lanzando besos con un gesto de la mano hacia la orilla mientras gritaban a su vez: «¡Pax, Pax, Pax... Pax!».

En esto se alzó el robusto Lentiscus, aún aturdido por el golpe, y balbuceó estas palabras: «Fungitur in uobis munere legis Amorxiv», a lo que Pistacius respondió: «Sabio es Ovidius Naso cuando dice aquello de Dulce puella malum estxv».

«¿Quééé?», dijo Lentiscus.

«Dulce puella malum est», le gritó Pistacius.

«¡No te oigo!», gritó el gigante.

«Dul-ce pue-lla ma-lum est», le repitió al oído cuando reparó en que las lágrimas de mástic cubrían sus orejas, así que, agarrando por detrás su cabezota y cubriendo su nariz y su boca, ante la sorpresa del ofuscado legionario, hizo saltar los tapones de sus oídos, dejando caer de espaldas al mareado gigante.

Pistacius, recogiendo la preciada goma, introdujo una lágrima en la boca pestosa de Lentiscus e hizo lo propio con la segunda mientras decía: «Hay tantas penas en el Amor como conchas en la playa, amigo mío».

Pistacius y Lentiscus, tumbados sobre la arena, mascaban aquella resina que aromatizaba la boca del gigante y aliviaba las flatulencias del pequeño y pensaban si...

¿Sería aquello el Amor apasionado? ¿Sería sólo lujuria? Lo cierto es que sus heridas no eran la causa de su dolor, su aflicción no era del cuerpo sino del alma.

«¿Volverán?», preguntó Lentiscus.

«Seguro, grandullón, las hemos dejado impresionadas... Y si no es así, siempre nos quedará el Sol Invictus».

Así habló, y los dos iniciaron el camino de vuelta mascando la resina de La Mataxvi, que era su destino.

Pistacius y Lentiscus eran dos legionarios que sabían tan poco del Amor... como de la Guerra.

 

 

 

iLas primeras palabras de los poemas homéricos cumplían la misma función que el título en los libros modernos. En este caso, los nombres de los héroes están tomados de los vocablos latinos escogidos para designar al lentisco, especie muy abundante en las riberas del Mediterráneo.

iiMes de agosto. Nombre del primer emperador de Roma, Cayo Julio César Octavio (63 a. C.-14 d. C.).

iiiSandalia fabricada en una sola pieza de cuero típica de las legiones de Roma que se sujetaba a la pierna con una cinta del mismo cuero.

ivSalsa de pescado hecha de vísceras fermentadas, considerado un alimento afrodisíaco.

vRata.

viEnebros, encinas, romeros.

viiEscudo de forma rectangular que cubre al legionario desde el hombro hasta la parte superior de la rodilla.

viiiLanza o jabalina compuesta de asta de madera a la que se unía una varilla metálica por medio de remache.

ixGladio hispánico, espada corta, arma básica del legionario de orígen hispano.

xLaguna. Mar Menor.

xiRío Segura.

xiiCoscoja.

xiiiResina mástic o almáciga, resina obtenida del lentisco y utilizada desde la antigüedad con fines terapéuticos.

xiv “Entre vosotros cumple el Amor las funciones de la ley.” (Publio Ovidio Nasón, Ars Amandi).

xv“La mujer es un dulce amargo.” (Publio Ovidio Nasón, Ars Amandi).

xvi El topónimo La Mata podría estar referido a una planta de lentisco, elemento natural destacado en las costas del entorno de Torrevieja. (Juan A. Pujol Fructuoso, Guía de Flora del Parque Natural de las lagunas de La Mata y Torrevieja, libro de donde se extraen los nombres de las especies vegetales que aparecen en el poema).

 

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