Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 23 – Verano 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Sesquicentenario de su nacimiento en 2010 y Centenario de su fallecimiento en 2011

 

Meine Zeit wird kommen"

(“Mi tiempo está aún por llegar”), G. Mahler.

 

Su tiempo ha llegado ya. Sólo después de 50, 60, 70 años de holocaustos mundiales, de simultáneo avance de la democracia unido a nuestra creciente impotencia para frenar las guerras (…), sólo después de haber experimentado todo esto, podemos finalmente escuchar la música de Mahler y entender que él ya lo había soñado”. Leonard Bernstein en 1967.

 

Un judío es como un nadador con brazos cortos; tiene que nadar el doble para llegar a la meta”. Esta frase autobiográfica resume perfectamente la difícil y meteórica carrera de Gustav Mahler, nacido en Bohemia en el seno de una familia judía en 1860. A los 26 años ya era asistente en la Ópera de Leipzig y dos años después llevaba las riendas en la Ópera de Budapest. El esplendor de sus montajes operísticos en esta ciudad, la segunda del Imperio Austrohúngaro, fue la envidia de la capital vienesa. Una serie de ilustres personajes como Johannes Brahms y Richard Strauss le manifestaron su apoyo para que accediera a la dirección de la Ópera de la Corte de Viena, el puesto musical más codiciado de Europa. Una vez que se hubo convertido al catolicismo, Mahler fue nombrado Kapellmeister en abril de 1897, en junio fue ascendido a director adjunto y para octubre era dueño y señor de la institución. Sus diez años al frente de ella revolucionaron la calidad musical y la puesta en escena de los dramas de Mozart y Wagner. Tal y como apuntan numerosos estudiosos, sus funciones rayaban en lo dictatorial: era jefe artístico, administrativo, gerente y director de la orquesta y todas las decisiones eran de su exclusiva responsabilidad; sólo daba cuentas ante el mismísimo emperador Francisco José. Además, la Orquesta Filarmónica de Viena (agrupación titular de la Ópera de la Corte) le eligió en 1898 como director titular en sustitución de Hans Richter, quien había intrigado lo indecible para boicotear el ascenso del músico. Al frente de esta orquesta estrenó Mahler, entre otras, las sinfonías Quinta y Sexta de Anton Bruckner (quien no había llegado a oírlas en vida), el poema sinfónico Aus Italien de Richard Strauss y su propia Segunda Sinfonía, con el título de “Resurrección”.

En 1902 contrajo matrimonio con Alma Schindler, una de las mujeres más admiradas de la Viena imperial, tanto por su hermosura como por su inteligencia e inquietudes artísticas. A pesar de su juventud, había sido cortejada por numerosos pretendientes, como el pintor simbolista Gustav Klimt y el compositor Alexander von Zemlinsky, entre otros. Cierta leyenda cuenta que el rostro en el retrato de Palas Atenea de Klimt es, en realidad, el de Alma. La fuerte personalidad de esta mujer hizo que Mahler perdiera el contacto con numerosas relaciones, entre ellas, la que mantenía con Natalie Bauer-Lechner, quien publicó en 1923 sus Erinnerungen an Gustav Mahler (Recuerdos de Gustav Mahler), una importante fuente biográfica de la vida del músico. De hecho, algunos estudiosos le otorgan mayor veracidad que a los escritos y la autobiografía de la propia esposa del músico. Ahora bien, el matrimonio con Alma supuso una auténtica revolución en la vida y obra de Mahler y, gracias a ella, entró en contacto con el ambiente cultural de vanguardia de la Secession vienesa, a la que pertenecían Klimt, el arquitecto Olbrich (autor del famoso edificio de la Secession) y los pintores Koloman Moser y Oskar Kokoschka (quien fue amante de Alma tras el fallecimiento de su marido). Una de las relaciones que Mahler sí conservó fue la duradera amistad con su colega Richard Strauss, a pesar de que sus personalidades no podían ser más opuestas, lo que incluso traslucía en la abierta y mutua animadversión que sentían sus respectivas esposas. Ambos músicos son compositores imprescindibles para entender la historia de la música del siglo XX, además de prestigiosos directores de orquesta, aunque diametralmente opuestos: Strauss dirigía casi con indiferencia y, frecuentemente, con una mano en el bolsillo y mínimos movimientos de la otra; a Mahler se le caricaturizaba como una suerte de hombre-pulpo gesticulante y lleno de brazos.

Un aspecto polémico del matrimonio entre Gustav y Alma, al menos a los ojos de nuestra sociedad actual, es el hecho de que Alma había pretendido componer música desde su juventud, pero en cuanto comenzó el noviazgo de la pareja él le exigió que dejara de hacerlo para siempre y se dedicase en exclusiva a él y a la administración de su hogar. Como guinda, Mahler le permitía ayudarle a transcribir y copiar sus propias partituras para los editores. Años después, Alma se atribuyó en su autobiografía el ser coautora de algunas sinfonías de su marido, tesis que los musicólogos han demostrado falsa tras comparar las partituras manuscritas originales con las citadas copias.

El ambiente secessionista propició la colaboración de Mahler con un pintor y arquitecto vinculado a este movimiento cultural, Alfred Roller. Juntos revolucionaron la puesta en escena de las representaciones en la Ópera de Viena, comenzando con la escenografía de Tristán e Isolda de Wagner y continuando con el Fidelio de Beethoven. Roller también colaboró con Richard Strtauss en sus dramas Elektra, El Caballero de la Rosa y La mujer sin sombra. Tras la muerte de Mahler, fue uno de los fundadores del Festival de Salzburgo, junto con el dramaturgo y productor Max Reinhardt y el propio Strauss. Las escenografías de Roller y Mahler sentaron las bases de las más aclamadas producciones operísticas del siglo XX. Pero su apuesta por la vanguardia le granjeó a Mahler numerosos problemas con sus superiores, anclados en la tradición y molestos con algunas de las “innovaciones” en la institución imperial: interpretaba las óperas de Mozart y de Wagner íntegras, sin cortes; una vez levantado el telón impedía el acceso a los que se retrasaban hasta el final del acto correspondiente; ordenaba bajar la iluminación de la sala una vez comenzada la función; impedía que el público aplaudiera entre los números musicales; hizo desaparecer la claque pagada y reservada para los admiradores de los cantantes; obligó a que los críticos musicales tuvieran que acceder a la ópera pagando su entrada, al igual que el resto del público; y, por último y no menos importante, ¡impuso a los cantantes divos acudir a los ensayos o, de lo contrario, no actuaban! Todo ello cogió por sorpresa a los ambientes decadentes y superficiales de la aristocracia vienesa; el propio emperador comentó que “después de todo, el teatro debería ser un placer”. Por si fuera poco, Zemlinsky (el antiguo pretendiente de su mujer) y el joven compositor Arnold Schönberg eligieron a Mahler como presidente honorífico de una sociedad cultural que eclosionó en la Segunda Escuela de Viena, de la que también formaron parte Anton Webern y Alban Berg. La música de este grupo de autores no supo ganarse, precisamente, el favor del público reaccionario aunque sí el de la incipiente clase burguesa.

Al final, no fue un solo factor sino varios los que devinieron en un efecto “bola de nieve” que acabó con su gestión al frente de la Ópera de la Corte. El propio carácter autoritario de Mahler; su fallido intento de estrenar la ópera Salomé de su colega Strauss y que fue boicoteado por hacer uso de un libreto basado en la obra de Oscar Wilde (escandalosa para los estándares de la época); las costumbres que impuso en las relaciones del público con el espectáculo de la ópera (que incluso hoy en día chocarían con las “tradiciones” de algunos afamados teatros de ópera); sus devaneos culturales con la vanguardia artística de la Secession y la Segunda Escuela de Viena; por último, la campaña antisemita que abanderaron el director Hans Richter y Cósima Wagner, hija de Franz Liszt y viuda de Wagner, desde el primer día de su nombramiento como director. Todo ello forzó la dimisión de Mahler en 1907.

Las desgracias nunca vienen solas y la tragedia se cebó con el músico. Ese mismo año, una de las hijas del matrimonio falleció tras enfermar de escarlatina y difteria. Dos días después de este golpe, a Mahler le diagnosticaron una afección cardíaca degenerativa. Amante como era de la escalada y de la natación, tuvo que acostumbrarse a llevar un podómetro y a anotar en una libreta cuántos pasos daba cada día. Le quedaban cuatro años de vida, pero su incombustible carácter se aferró a ella de la manera más enérgica posible. Aceptó una oferta para dirigir la Metropolitan Opera de Nueva York con una remuneración de 20.000 dólares al año (la cifra más alta pagada jamás a un director de orquesta). Por desgracia, en su segunda temporada en 1908 la dirección le impuso como asistente al ambicioso Arturo Toscanini. Mahler sufrió en sus carnes la misma situación por la que había atravesado Hans Richter cuando él mismo le arrebató el liderazgo musical en Viena. Además, la prensa neoyorquina avivó el enfrentamiento entre ambos gigantes de la dirección y Mahler terminó renunciando a su ampliación de contrato. Al mismo tiempo, un comité formado por damas de la alta sociedad le propuso hacerse cargo de una incipiente agrupación orquestal y Mahler se convirtió en el primer director de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, que, a lo largo de su historia, ha sido dirigida por grandes directores como Bruno Walter, Arturo Toscanini, Dimitri Mitropoulos, Leonard Bernstein, Pierre Boulez, Zubin Mehta, Kurt Masur y Lorin Maazel. En la actualidad es una de las grandes orquestas mahlerianas junto con la Concertgebouw de Amsterdam y la Filarmónica de Viena.

En la temporada 1909/1910, Mahler dirigió 44 conciertos con la nueva formación y programó obras de compositores contemporáneos como Dvorak, Busoni, Strauss, Pfitzner, Rachmaninov y Debussy, entre otros. En el año 1910 vivió la gloriosa cara del éxito como compositor y la dolorosa cruz de la decadencia física y la infidelidad de su mujer. La Octava Sinfonía fue bautizada comercialmente por el empresario que propició su estreno como Sinfonía de los Mil, debido al casi millar de instrumentistas y cantantes previstos por Mahler para su interpretación. Este estreno fue el más grande y clamoroso éxito en su carrera de como compositor, puesto que hasta la fecha sus obras habían sido mayormente incomprendidas. Entre el público se encontraban personalidades como los compositores Richard Strauss, Arnold Schönberg y Alfredo Casella, los directores Willem Mengelberg, Otto Klemperer, Bruno Walter y Leopold Stokowski y los escritores Thomas Mann y Stefan Zweig. Los ecos del estreno apresuraron a numerosos agentes a asegurarse los derechos para su ejecución a ambos lados del Atlántico. Por desgracia, la ya mermada salud de Mahler se resintió gravemente con este volumen de actividad. Paralelamente, Alma inició una relación extramatrimonial con el arquitecto Walter Gropius, célebre fundador de la escuela Bauhaus. A pesar de que Alma trató de ocultar o minimizar esta circunstancia en sus escritos autobiográficos, hoy en día parece claro que Mahler tuvo conocimiento de ello y que hasta incluso comprendió y perdonó el affaire; numerosas anotaciones en la partitura autógrafa de la Décima Sinfonía describen tanto el sufrimiento por la traición de su esposa (el famoso acorde de diez notas) como el perdón y su amor por ella. Meses después, en mayo de 1911 y con este imponente testimonio musical sin concluir, la vida de Mahler se extinguió en el Löew Sanatorium de su querida ciudad de Viena.

Cuatro años después de la muerte de su marido, Alma contrajo matrimonio con Gropius, aunque no duró mucho. Tuvieron una hija que falleció en 1935 con tan sólo 18 de edad y a quien Alban Berg dedicó su hermoso Concierto para violín. En 1929 Alma se casó, por última vez, con el escritor Franz Werfel, con quien tuvo que exiliarse tras la anexión de Austria por la Alemania nazi. Alma Mahler-Werfel (ella misma omitía el apellido de su segundo marido) falleció en 1964 y fue enterrada en Viena.

La producción musical de Mahler consiste fundamentalmente en ciclos de lieder y sinfonías de gran extensión, a través de las que fue exigiendo cada vez más tanto a los intérpretes como al público (“Una sinfonía debe ser un mundo, debe abarcar todo”). Los grandes ciclos de lieder son Des Knaben Wunderhorn (El muchacho de la trompa mágica), Lieder eines fahrenden Gesellen (Las canciones del camarada errante), los Rückertlieder y los Kindertotenlieder (Canciones por la muerte de los niños). Según algunos, en este último ciclo Mahler criticó la indiferencia de la sociedad ante la elevada mortalidad infantil; en su infancia vio morir a ocho de sus hermanos cuando eran niños. Por otro lado, sus sinfonías pueden agruparse en bloques: las cuatro primeras se suelen denominar sinfonías Wunderhorn y en ellas Mahler hace uso frecuente de las melodías de dicho ciclo de lieder; la Tercera Sinfonía alcanzó proporciones gigantescas y en ella tuvo la audacia de concluir casi cien minutos de música con un estático adagio. La Cuarta Sinfonía supuso una especie de regresión, en apariencia, y recurría a la voz humana para ilustrar una infantil visión de la Vida Eterna cristiana. El segundo bloque de sinfonías lo constituirían la Quinta, Sexta y Séptima, en las que ilustra de tres maneras diferentes el conflicto del héroe con las adversidades: la Quinta propone una resolución triunfal y cuenta con uno de los más famosos y bellos pasajes de la historia de la música, el Adagietto; la Sexta refleja una auténtica tragedia en la que el héroe es aniquilado tres veces con sendos golpes de una gran maza que completa un gran contingente orquestal; la Séptima propone una solución demasiado triunfal y algunos autores ven en ello cierta ironía con la que Mahler anticiparía el mundo de otro gran sinfonista del siglo XX, Shostakovich. La Octava no parece pertenecer a ningún bloque en concreto: es una obra de transición, brillante y optimista y, tal vez, la concesión que hizo Mahler al público antes de volver su mirada a su propia tragedia personal. El bloque final lo constituyen Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra, sobre una colección de poemas chinos que Mahler leyó en 1907) y la Novena y la Décima Sinfonías. En ellas, su autor reflexiona sobre la muerte y propone tres maneras distintas de despedirse de la vida: el movimiento final de La canción de la Tierra se titula Der Abschied (La despedida) y finaliza repitiendo seis veces la palabra ewig (eternamente), que fue añadida por el propio Mahler al poema de Wang-Wei, como anhelando ser recordado más allá de su propia muerte.

Las obras de este genial compositor poseen un carácter autobiográfico, cuando no profético: por ejemplo, tras las desgracias que sufrió en 1907, sintió que él mismo habría provocado al destino con las citadas Canciones por la muerte de los niños (1904) y los tres golpes de maza de la Sexta Sinfonía (1906). Aun a pesar de ser incomprendidas en su tiempo, sus composiciones se impusieron en el repertorio tradicional tras la Segunda Guerra Mundial y es hoy uno de los compositores clásicos más grabados de todos los tiempos. Nuestro país puede estar orgulloso de que en una fecha tan temprana como 1907, cuando muy pocos eran capaces de anticipar la larga sombra de Mahler en las corrientes musicales del siglo XX, el musicólogo catalán Felipe Pedrell escribió las siguientes líneas un año después de asistir en Essen al estreno de la Sexta Sinfonía: “Es el más genial sinfonista de la Europa central (…) Mahler será para nuestros hijos lo que Gluck y Beethoven fueron para los admiradores de Berlioz, lo que Wagner es para los que vivimos en la época presente. ¿Quién fijará las reglas inmutables? ¿Quién le impondrá barreras al genio?”.

 

 

Bibliografía y enlaces recomendados:

  • Mahler”, por José Luis Pérez de Arteaga, editado en 2007 por Fundación Scherzo y Antonio Machado Libros.

  • Gustav Mahler”, volúmenes 2, 3 y 4, por Henry-Louis de La Grange, editados en 1995, 2000 y 2008 por Oxford University Press.

  • ¿Por qué Mahler? Cómo un hombre y diez sinfonías cambiaron el mundo”, de Norman Lebrecht, editado en 2011 por Alianza Editorial.

  • http://www.gustav-mahler.es/

  • http://www.gustav-mahler.org/english/