Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
23 – Verano 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Conozco a Alfonso Ortuño desde hace treintaiséis años, y sé positivamente que, de haber nacido en el siglo XVII y no en este, en vez de estar aquí mientras le echamos un vistazo a este tinglado, estaría en un calabozo del conde duque de Olivares o en una celda de San Marcos, en León, encerrado por la autoridad competente, compadreando con Quevedo y con otros ilustres reclusos, hermanados en la causa común de la visión lúcida y esperpéntica de esta eterna España de nuestros pecados.
Siempre dije, ya desde los tiempos en que vaciábamos botellas de whisky a las tantas de la madrugada, a la hora de cierre de la primera edición del diario Pueblo, que Alfonso, lo que tiene en la cabeza y esa especial devoción por la pintura en general y por el buen padre Velázquez en particular, por su época y por lo que él y ella significan, está mucho más allá de la aparente facilidad con que empuña rutinariamente el lápiz para hacer lo que la gente, en una visión superficial, califica con excesiva simpleza de caricaturas.
Alfonso tiene, cuando le da la gana, como en este caso, los ojos de alguien que ha ido y que ha vuelto, que ha perdido la inocencia en el camino, y que nos devuelve la visión, brutal o tierna, pero siempre perspicaz y muy divertida, de la vida vista a través del humor. Un doble espejo que nos lleva más allá de la mera diversión visual, del buen rato o la sonrisa, y nos deja tal o cual imagen bailando en la retina, de forma que después jamás podremos volver a ver el original, el cuadro en este caso, con los mismos ojos de inocencia que la primera vez.
Quizás la verdadera fuerza de Alfonso reside en eso, en su capacidad para despojarnos de la inocencia sin inyectarnos a cambio mala leche, sino la sonrisa cómplice y sabia del que, de alguna forma, ha comprendido. Para privarnos de esa inocencia sin traumas, manteniendo intacta la ternura del original, caricaturizando de esa forma el arte, y a través de él la vida y la historia, para todo eso hacen falta mucho talento y mucho sentido del humor. Un humor, el de Alfonso Ortuño, que no se consigue de la noche a la mañana. Es un humor rico, dilatado y sabio, para el que son necesarios siglos de aprendizaje de nuestra historia y una muy sabia crianza.
No sé si Velázquez, a quien tanto admira Alfonso, o los ilustres personajes de sus cuadros, lo habrían comprendido y perdonado. Pero estoy seguro de que allá en su calabozo compartido de San Marcos, Alfonso Ortuño y Francisco de Quevedo habrían agarrado, juntos, una cogorza impresionante.