Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
22 – Primavera 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Las campanas de la catedral comenzaron a tañer en el mismo instante en que Trujillo Masso, dentista, en ausencia del médico forense, firmó el certificado de defunción. Por entonces, la emisora oficial ya emitía el Requiem de Mozart.
En la esquina del cementerio, a través de las ventanas del bar El Descanso, la vi caminar con prisa pegada a la muralla. La multitud se agolpaba ante la entrada principal. Algunos portaban pancartas con su foto, otros agitaban banderas nacionales con crespones negros, pero todos eran una sola voz al momento de seguir las fervorosas consignas que emitía un guardia con un megáfono.
El camarero sirve más vino. Aún recuerdo su pelo gris y los dientes afilados bajo el largo bigote husmeando la hierba. Nadie reparó en ella.
La carroza fúnebre, tirada por caballos blancos, avanza entre fotógrafos y cámaras de televisión sobre una alfombra de flores. Frente a la capilla aumentan los eslóganes. Largas las colas para desfilar frente al reluciente ataúd de caoba flanqueado por cuatro guardias momificados y rendir así el último homenaje a quien fue gobierno del país. Flores, rezos y manifiestos. Se comenta que más de uno contempló con atención el cadáver sólo para tener la certeza de que estaba muerto, bien muerto, como debe estarlo semejante hijo de puta.
El murmullo es incesante. Después del entierro espero muchos clientes, se frota las manos el propietario de El Descanso. Todos vamos a celebrar. Nos vamos a emborrachar. La voz me llega desde el rincón más apartado del local. Claro que sí, nos vamos a emborrachar para desearle muy poco descanso en paz.
Las hojas arrugadas del periódico oficial están en sus manos. Porquerías, sólo porquerías. Después de muertos, todos son buenos. Mentira. Nunca actuó de esa forma porque le apremiaran las circunstancias. Mentira que presionado por las multinacionales. Mentira. Le da risa. Y se ríe.
La busqué. Ya está al otro lado del muro. Al mismo tiempo que esa voz con alcohol de varios días está junto a mí. La esperaba, pero igual me sobresalta.
Con el toque de clarín, los gritos son más intensos. La multitud rompe el cerco policial, quiere estar más cerca del ataúd y tocarlo.
La gitana entra en el bar. Ofrece estampitas con su efigie. Era un elegido. La voz está a mi espalda. Yo no reía. Mártir de muerte natural.
Por fin murió. Se murió y no es un sueño. No quiero dar vuelta la cabeza para ver quién es, no es necesario. Lo supe desde el primer momento.
Todos los días al despertar estaba sola -me cuenta-. Fue una pesadilla. Sola con un anillo de diamantes. Cada mañana al despertar buscaba un anillo de diamantes nuevo bajo la almohada.
Un gran estadista cuyo legado perdurará en el tiempo. La emocionada voz del locutor huye del televisor. En imágenes de archivo lo vemos cortando la cinta en la inauguración de la autopista a Solipolvo. En las obras del nuevo hospital central. En una junta de generales. Reunido con Trujillo Masso, dentista, su asesor más cercano.
Su cuerpo quería atravesar la pared blanca. Tenía dolor en las muñecas y el labio roto teñía rosas en la camisa. Su rabia abofeteaba la pared blanca.
Insigne pensador. Prolífico autor. De certero comentario. Implacable con los enemigos de la patria. Generoso con los necesitados. Observo en la barra los cercos de las copas y vuelvo a recordarla. Inútil buscar más, seguro que está del otro lado del muro. Ha vuelto con ellos, al final de cuentas es su lugar.
En El Descanso también se apiña la gente. Hoy no se trabaja. Duelo nacional. Fiesta en el barrio. En la pantalla vemosa una anciana arrojar, entre llantos, una rosa al paso del cortejo. Mancha la bandera que cubre el ataúd. La bandera de la patria manchada por rosas rojas. Resbalan del ataúd. Caen.
Escupe. Entre papeles restriega la saliva con el zapato. No quiero oírlo más. Es él. Sabía que no iba a resistir ver el entierro. Disfrutar el entierro a la distancia.
Otro primer plano con su cara. El nieto le besa. Su hija le acaricia. Su mujer se acostaba con el entonces secretario de planificación familiar y en los últimos tiempos el asesor más cercano. En esa época aceptó definitivamente que no todo se compra con anillos de diamantes.
El paso es más lento, apoyándose siempre al otro lado del muro. Mira atentamente en todas las direcciones antes de comenzar a escarbar. Intuye que alguien la busca. Alguien al otro lado de la calle, tras los cristales de un viejo bar.
Cuando nos reencontramos no puede reconocerla. Llevaba en la cara una sombra obscura imposible de ocultar con maquillaje. En poco se parecía a la descripción que me habían hecho de ella. A la que veía en revistas de sociedad. La que sonreía en las fiestas con vaso en la mano.
La banda de la marina ejecuta otra marcha militar.
El golpe no lo recuerda, pero sí sentirse en el aire y obligada a entrar en un auto negro con el motor en marcha. Fue él. Quién más podría serlo, me preguntaba.
Un hombre que ya tiene un lugar de preferencia en nuestra historia. Emotivas palabras de despedida. Relevantes personajes de la política, alcahuetes de todo tipo y cuño que suben al improvisado podio con poco improvisadas palabras de despedida.
La luz al final del túnel. Los largos bigotes llenos de tierra con el sudor mojando sus pelos grises.
Fue en una cafetería lejos del centro, un sábado de lluvia y sin gloria que me lo contó todo. Ese mismo día y a la misma hora, el presidente encabezaba la procesión al árbol santo de Solipolvo.
Él sigue gesticulando, hablando entre gestos de aprobación o callada complacencia de los otros clientes. Se dirigía a mí. Cuántos muertos. Su voz retumba. Cuánta grandeza en su obra. La amplificación atraviesa las paredes. Cuántos desterrados. Cuánto amor a su pueblo. Cuánta miseria en las calles. Construyó el mañana. Destrozó el presente e hipotecó el futuro.
La interrogaron unos minutos cada día durante una semana.
Una mano tendida al progreso y a la convivencia en paz. Las cárceles llenas de opositores. Un salto al subdesarrollo.
Un salto al vacío y corrió por las calles sin saber dónde esperaban mis brazos. Lejos de las paredes blancas y las rosas rojas sin diamantes.
Ni una sola palabra a la prensa. Lo suyo, señora, ha sido muy grave. Muy grave. Sólo la benevolencia del presidente, su enorme corazón, permite que usted vuelva a la calle.
Vuelve a sonar el clarín y una salva de fusiles anuncia el fin de la ceremonia. Ante una señal de la guardia de honor, la gente agita con más fuerza las fotos del presidente, las pancartas, las banderas nacionales con crespones negros, y comienza a marchar por la avenida. Es el último homenaje de su pueblo en las calles.
Se mueve sigilosa entre los panteones. Busca un lugar donde esconderse. Demasiada gente como para que alguien repare en ella.
Cuando pierdo la cuenta del vino bebido, vuelvo la cabeza para ver gesticular a ese hombre calvo, gordo y manco. Si alguien aquí piensa lo contrario, que se entierre con él. Ha tomado más vino que yo. ¡Gitana! ¿Quién te dio las estampitas para vender?
Allí estaba tiritando, oculta la cara tras unas enormes gafas negras. Él firmó la orden, sí, él la firmó. Me acerqué a la habitación. Oí que discutían.
¡Al fin una puerta abierta! Mira al interior y ella se encoge en el rincón más oscuro.
A mi hija la hizo su amante. Me mira a mí. La engañó con anillos y tú lo sabes. La destrozó. Me lo dice a mí. Tú lo sabes, periodista. ¿Periodista? Se ríe sin ganas. Tú lo sabes y callas. A ti no te pagó con diamantes. Escribe. Escribe eso. Te paga con mantenerte el trabajo.
El ataúd es introducido en el panteón aún cubierto con la bandera.
No es lo que te han informado -ya no tiembla-, lo repetí hasta el cansancio, pero igual firmó. No es así. Por favor, no lo hagas. Por favor. Lloré. Salí corriendo de la habitación. Pienso que aún soy lo suficientemente estúpida como para quererle. Ellos querían saber más de lo que no sabías y tú querías volver a su cama, olvidarte hasta de tu padre.
Sabes, periodista, los primeros golpes me llegaron antes de que me bajaran del coche. Ya les había contado mi historia y es cierto, no quise verla. No quiero verla. Ambicionaba más los anillos con diamantes, por eso no dije nada cuando se la llevaba. ¿Para qué?
Así tenía que ser. Al momento del choque se vio fuera del auto y corrió. Corrió pese a que parte de su brazo izquierdo permanecía con la metralla en la calle.
Si conocía lo de Trujillo Masso, dentista, por entonces secretario de planificación familiar y en los últimos tiempos su asesor más cercano, no parecía importarle. Su mujer no parecía importarle.
Las sombras la ocultan cuando con la autorización del obispo abren la tapa. Es su propia mujer quien le quita el anillo. El más valioso de los que te dejaba cada día en la almohada.
Es precisamente en ese instante que grita, salta y se esconde con un trozo de carne presidencial entre los dientes afilados bajo el largo bigote. Esta frío, bien muerto. ¡Que te coman las ratas! Y ríe otra vez. Y desaparece. Y me persigue su cara. Y respiro su maquillaje. Cuando salimos no era sábado, continuaba la lluvia. Caminamos hasta el mismo hotel en la costa. El recepcionista no hizo un gesto al entregarte las llaves de la misma suite.
Señor, vamos a cerrar. El camarero me mira con fastidio.
Al vomitar lo comprendo todo. ¿Por qué no lo pensé antes? Y entonces recordó la rata entre los matorrales, junto a la muralla.
Meses después, mi hija fue fotografiada en la cama de un general golpista.
Un hilo de espuma blanca teñía sus bigotes grises cuando, envenenada, comenzó a pudrirse junto al ataúd sin bandera. Mintieron otra vez. No fue mártir de muerte natural.
¿Cuánto le debo? El señor de los gritos, ése al que le faltaba el brazo, ya pagó su cuenta. Vea usted el anillo que me dejó de propina. Las piedras parecen diamantes ¿verdad?
Me va a dispensar, ya me voy, pero es que no puedo dejar de brindar todos los sábados de lluvia por un reportaje que soy incapaz de escribir. Buenas noches. Seguro, es un anillo de diamantes.
Paro cardíaco provocado por una insuficiencia respiratoria. Firmado en Solipolvo por Trujillo Masso, dentista, en ausencia del médico forense.