Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 22 – Primavera 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


En su poema Mitopoeia, “el arte de hacer historias”, Tolkien emplea la metáfora de la «luz irisada» para referirse al modo en que los mitos, los cuentos, las buenas historias, nos ofrecen un atisbo de la verdad de modo análogo a ese fenómeno físico por el que un haz de luz se divide al atravesar un medio de diferente densidad —por ejemplo un prisma, o un fluido—, refractándose en múltiples colores. Esos colores constituyen, sin embargo, un blanco único capaz de ir «de mente en mente» gracias al arte del escritor y a la potencia sapiencial, epistemológica que, de modo paradójico, muestra y oculta al unísono la Verdad. Porque la Verdad es, en definitiva, esencialmente gracia, don, misterio, y el artista que realmente merece tan elevado título deviene, a la postre, mediador entre el ser humano y la Belleza.

Algunas de las claves que, a mi juicio, dan razón de la profunda novedad literaria que encierra la obra de Tolkien, y de su extraordinaria aceptación entre tantos lectores de todo el mundo, laten bajo el humus de la inspiración lingüística que alumbró su universo mitológico. Por otro lado, las constantes estéticas peculiares de su invención literaria —es decir, la presencia de una personal y sugerente metafísica del Arte y la Belleza—, no son explicables solamente a partir del indudable atractivo temático y argumental de las historias singulares. Quizá el núcleo de su poética lo constituya el modo en que el lenguaje y la metáfora alumbran progresivamente un universo posible, de manera análoga al modo en que, como escribe san Juan, el mundo ha sido creado en y por el Lógos divino. El inventor de mundos se revela imagen quintaesenciada de Dios, un subcreador que, haciendo pie en la potencialidad semántica de los idiomas inventados como vehículos de verosimilitud, los emplea como causa instrumental para provocar «creencia secundaria». La palabra verdadera es hecha merecedora de credibilidad, de fe poética. En ella refulge de alguna manera el esplendor de una forma que es su referente, que le otorga su sentido pleno, último, en sí y para cada uno.

Por esta senda de la belleza y la elaboración lingüística, dice Tolkien, la palabra se transforma en medio privilegiado para “inventar”. Mas al inventar el escritor no hace sino encontrar otros modos de decir la realidad y el ser: se revela un mago cuya varita mágica es el adjetivo, su reino el mundo entero y, en él, todos los mundos. El subcreador es erigido un notario que levanta acta de este hecho extraordinario: que al haber sido regalados con el don del lenguaje, podemos llamar a la existencia otros universos imaginados a nuestra imagen y semejanza, puesto que también nosotros somos imagen y semejanza de un Creador. «Seréis como dioses» quiere decir aquí, en el otro extremo de la Trampa falaz, aceptar la invitación para convertirse en servidores de la palabra, del sentido, de la riqueza de significado que nos revela el Amor. La palabra que es pronunciada como eco del sí primigenio, se transforma en cada acto artístico en afirmación categórica de que había en nosotros más tela de la que fue necesaria para cortar el traje de nuestro destino. Por eso decía Chesterton que cada escritor revela a través de su imaginación el reino por el que le gustaría vagar y del que valdría la pena enseñorearse.

Como estirpe de Dios hemos sido adornados con este don: el de poder continuar el canto de la Creación, embelleciendo este mundo en y desde la elaboración de todos los mundos posibles que contiene el Verbo eterno, el sí del Hijo al Padre, y que forman parte de la Música inicial. Por esa razón cuando leemos tantos relatos bellos, tantos cuentos verdaderos, quedamos literalmente “encantados”, incorporados al canto arcano que no cesa de adquirir nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos, y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.



Instituto de Filosofía Edith Stein, Granada