Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
21 – Invierno 2011
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Como cada noche, veo a través de la ventana cómo las luces se encienden lentamente en la calle. El frío hace que apenas se vea algún caminante mientras anochece. El invierno provoca esa sensación que empuja a la gente a encerrarse en sus casas, frente al calor de la estufa o la chimenea. Yo sigo mirando a través del cristal. En la soledad de mi hogar convivo con el pasado, que se amontona en las estanterías en forma de cientos de volúmenes. Éstos compiten con el presente, que está al otro lado del cristal.
Siento un gran vacío. Mi boca está reseca. Voy a la cocina y me preparo un té. Mientras suena el borboteo del agua, experimento un deseo conocido. Es lo mismo que otras veces. Como esa agua que hierve, en lo más profundo de mi alma surge la necesidad de coger entre mis manos la pluma y unas hojas en blanco. No sabría explicar qué ha sucedido. Pero me dirijo rápidamente a la mesa donde se encuentran lo lápices, las hojas garabateadas, manchadas con cientos de palabras que no dicen nada y que tiro a la papelera para que no estorben, y dejo que brote en mi cabeza esa historia que intenta salir.
Es en soledad cuando surge esa otra persona que apenas tiene algo de mí. Ésa que sueña con un mundo misterioso por donde cabalgar a lomos del anhelo que la lleva a ser una escritora. Y casi sin voluntad, me dejo atrapar por las páginas en blanco como si fuera un valle desértico donde dibujar maravillosos paisajes llenos de palabras.
En mi locura llego a sentir frío. Levanto la mirada, a mi alrededor sólo la oscuridad. La luz de la pequeña lámpara apenas alumbra más allá del papel, proporcionando sombras que se confunden con la oscuridad, mientras instintivamente aguardo a que suceda algo. Escucho atentamente. No sucede nada. Noto cómo el agotamiento se ha fijado en mi cuello y mis ojos. Cuando bajo de nuevo la mirada al papel, me sorprende ver cómo el blanco de las páginas que tengo frente a mí está cubierto con cientos de signos que dan forma a esa historia que durante años me ha atormentado. Me siento confusa. No puedo recordar cómo ha sucedido. Una angustiosa sensación me lleva a retirarme, dejando la pluma sobre la mesa. La inquietud recorre mi cuerpo y… un extraño sonido me lleva a girarme rápidamente en mi asiento.
Algo se ha movido en la sombra, más allá de la habitación donde me encuentro. Estoy segura, ha sido un crujido. Ahora, en el silencio, noto cómo unos pasos se aproximan al despacho. Pongo atención y reconozco esas pisadas. Esa manera pausada de caminar, la rítmica respiración en forma de suspiro... Mi corazón golpea con fuerza en mi pecho. Unas imágenes del pasado me vienen a la cabeza. Pero no, no puede ser. De nuevo el frio. Noto el frío de la inquietud, del temor, y pienso: "¡No es posible! ¡Es él! ¡No puede estar aquí...!".
En mi cabeza, donde unos segundos antes palpitaban las ideas, surge, clara, la imagen de un hombre que desapareció de mi vida. Miro hacia la puerta y en mitad de la oscuridad lo veo frente a mí en medio de un suave resplandor. No puedo utilizar palabras, simplemente lo contemplo en silencio. Su imagen no ha cambiado, es la misma que retenía en mi mente y que quedó impresa en mi retina el triste día en que se lo llevaron. Yo apenas era una niña. Recuerdo que ese día mi corazón estaba acelerado como ahora, un sudor frío me hacía temblar. Mis ojos de niña quedaron fijos en su rostro blanquecino. Aquella caja de madera en mitad del salón... Sin poderlo evitar, dejé escapar el llanto que intentaba retener tapando mi boca con mis pequeñas manos. De esa forma se alejó de mi vida.
...Ahora recuerdo, fue él quien despertó en mí ese deseo que experimento desde entonces por llenar de historias las páginas en blanco. Siendo apenas una niña, cada tarde me sentaba en sus rodillas. Él, con su imaginación y una voz suave pero varonil, me conducía por universos llenos de paisajes mágicos. En sus palabras había algo cómodo y a la vez inquietante. Mi apetito infantil por vivir mil historias me llevaba a dejar que mi mente se saciara de aquellos relatos. Me sentía feliz a su lado. Exploraba con los ojos de la fantasía esos mundos que tan apasionadamente él me describía...
Ahora apenas puedo dar crédito a lo que veo, pero... está frente a mí. El sonido de la calle me saca inoportunamente de este maravilloso instante. Miro la oscuridad que se extiende más allá de mi ventana y noto la fría humedad de la noche como si yo formara parte de ella... Por primera vez, no puedo describir la emoción, que me lleva a quedar paralizada. Me faltan las palabras. Tan sólo siento la necesidad de sonreírle. Sé perfectamente por qué está aquí. Bajo la mirada. Algo me dice que mi acto es de total respeto hacia quien me hace sentir la dulce sensación de volver a ser una niña... Y, como si el tiempo no hubiera pasado, surge de nuevo la felicidad olvidada. Incluso si de pronto faltara la luz, no importaría; él está junto a mí, es tan real como la oscuridad o mi soledad. Sencillamente, me quedo fascinada ante mi visión.
Me doy cuenta de que el suave resplandor que lo rodea adquiere tonalidades cálidas, como si se hubiera adueñado del espectro del arco iris mostrando de esta forma sus sentimientos. Me estremezco. Aunque al verlo a mi lado, es como si el tránsito a otra vida no afectara la realidad que me rodea. Es maravillosamente real y a la vez delicado, etéreo. Él fue mi maestro, un erudito... La palabra que sale de mi garganta lo define:
-¡Abuelo!
De pronto, no sé dónde me encuentro, aunque estoy tranquila. Deseo retenerlo a mi lado, hablar con él... Pero surge de mis labios una sonrisa, mientras un susurro llega a mis oídos:
-Sí, pequeña, estoy junto a ti.
Lo veo cómo observa la habitación. La luz de la lámpara que está sobre mi mesa ofrece una imagen difusa de sus contornos. El silencio es cuanto se cruza entre nosotros, aunque percibo cómo una oleada de sensaciones, provenientes de él, se introducen en mi mente. Son imágenes que se alternan con vestigios de otros tiempos, emociones y cientos de palabras que me inundan. El placer se mezcla con la angustia y de nuevo ese gozo de vivir historias inexplicables en lugares jamás imaginados. Me siento agotada y a la vez feliz. Abro los ojos y apenas puedo distinguir con claridad sus facciones. Algo mágico en este anciano llama mi atención. ¡Quisiera decirle tantas cosas...! Algo me detiene. Alarga su mano, que veo cómo roza la mía, pero no siento su tacto. Sus delgados dedos traspasan mi piel y, como dominada por un impulso incontrolado, me sorprendo al escuchar mi voz:
-¿Me ayudarás a contar tu historia?
Sus labios no responden. Pero sus palabras llegan a mí de forma clara.
-¡Desde luego!
-¿De cuánto tiempo disponemos? -le pregunto.
-De toda una vida.
En ese momento lo miro detenidamente, y veo con total claridad lo traslúcido de su piel, su rostro sereno es como el de una estatua, sus manos poseen la delicadeza de la porcelana. Sus ojos me observan intensamente y en ellos descubro un resplandor agradable. Todo él desprende un gran sentimiento de cariño. En sus labios, una suave sonrisa. Experimento tal cúmulo de emociones que me encuentro confundida, deseo estar más cerca de él, intento aproximarme pero no lo consigo. Nos encontramos en la misma habitación, pero nos separa una barrera infranqueable. Frente a mi naturaleza humana se encuentra su naturaleza espectral.
El reloj que se encuentra en la estantería frente a mí me indica que las manecillas recorren la esfera a una velocidad vertiginosa. Más allá de la ventana, la oscuridad de la noche va tomando el suave color amarillento de la mañana. En el cielo, los tonos rosados del amanecer son seguidos con rapidez por el brillo de la mañana, a la que siguen los naranjas del atardecer, dando paso de nuevo a la noche, que toma posesión de la inmensidad del cielo. Con la velocidad de un parpadeo, uno tras otro se suceden los amaneceres y la oscuridad. Con esa misma rapidez, mi mano escribe incansable sobre el papel. De esta forma, las palabras cubren las páginas, y las páginas se van amontonando a mi alrededor. El agotamiento me lleva a caer sobre la mesa del despacho como el soldado cae agotado en el combate. En ese instante, la voz de mi abuelo resuena en mi cerebro:
-Ni una palabra más... Observa las páginas en las que me has dado vida. Son tu oportunidad.
Siento su voz pausada junto a mí, intento incorporarme, pero el peso del cansancio me tiene atrapada. Mientras, continúa diciendo:
-Mi vida estuvo próxima al fracaso, pero tú, al fin, has encadenado la pasión con los recuerdos. Ahora, querida niña, has de continuar...
-¿Qué quieres decir? –respondo desde lo más profundo de mi mente.
Pero es el silencio quien me acompaña. Despierto de mi sueño. La mañana es fría. A través de la ventana, veo cómo la gente camina con rapidez. La luz sobre mi mesa aún está encendida. Al ver su resplandor, pienso en lo ocurrido durante la noche, sin comprenderlo apenas. Instintivamente, busco por la casa algo que me indique que él estuvo junto a mí. Tan sólo, sobre la mesa descubro cientos de páginas escritas.
...Han transcurrido casi diez años. Hoy veo cómo los relatos y cuentos descritos por mi abuelo cuando yo apenas era una niña llenan cientos y cientos de libros, donde se describen universos llenos de paisajes imaginaros. Hoy son las mentes infantiles de otros niños las que cabalgan por mundos de fantasía, alcanzando la felicidad de encontrar un lugar cómodo y en ocasiones inquietante entre sus páginas.
Esta noche, de nuevo la oscuridad y el silencio me rodean, y como si el tiempo no hubiera pasado, escucho un suave rumor que me lleva a pensar en él. Sólo que en esta ocasión me alegra sentir su presencia en la habitación. Su presencia a mi lado ha sido necesaria para seguir ese sendero que me llevó por esos otros mundos donde, a decir de muchos, sólo existe el vacío. Ahora sé que mis emociones y sus historias no envejecerán. Observo las páginas en blanco y sé que allí se encierran miles de nuevas historias. Con satisfacción veo que aún puedo seguir con mis relatos. Alargo mi mano para coger una de esas cuartillas y comienzo a escribir:
Fue un gran hombre que caminó sin apenas hacer ruido. Vivió rozando la felicidad, aquí, en su pequeño pueblo, donde por primera vez vieron sus ojos la luz del sol y donde su sombra se alargó hasta desaparecer.
Cuando falleció, todos pensaron que lo mató la tristeza, la edad o incluso esa enfermedad que hace que el corazón se detenga como si se tratara del mecanismo de un reloj... Su marcha fue como el correr de su vida: sin levantar demasiada expectación. Aquella mañana, en ese rincón del casino del pueblo, donde el saber y el conocimiento se cuentan por los volúmenes que guardan las estanterías, él esperó a su mortal compañera mientras leía uno de aquellos libros. Su rostro mostró la serenidad de quien conocía su última hora. Cuando llegó, él simplemente cerró el libro, se dirigió hacia ella... y se alejó de nuestro lado.
Aún puedo verlo a la puerta de su casa. Sentado en su sillón de anea, echando el humo de su vieja pipa como si fuese una pequeña chimenea, impregnando de olor a tabaco todo su entorno mientras relata un nuevo cuento a sus nietos. Incluso, si presto atención, puedo escuchar su inconfundible voz diciendo: "Érase una vez...".
En realidad, es el eco de su voz lo que acompaña mis horas de trabajo frente al escritorio, el humo de su pipa forma parte del aroma de ese pasado que siento tan cerca, y sus cuentos hoy tienen forma de historias guardadas entre las páginas de numerosos libros.
Una vez más, un sonido me saca de mi trabajo. Al otro lado de la puerta se oye el sonido de unos pasos que se aproximan en la oscuridad. Un sentimiento de felicidad me lleva a pensar de nuevo en él. Me dirijo a la puerta y la figura de mi hija es quien me saca de la confusión. Por un instante imaginé... Pero no. Mientras ella me sonríe, pienso: "¡Hasta pronto, abuelo!".