En un diminuto pueblo de interior, rodeado por unas misteriosas montañas, moraba una mujer buena y generosa llamada Rosario. Su cuerpo frágil y menudo contrastaba con una inusitada fortaleza interior, comparable a la de un viejo roble centenario. Era una mujer amable, tierna y cariñosa, y cuando sonreía, parecía un ángel.
La vida de Rosario no había sido fácil: su marido partió un día hacia las montañas y jamás regresó. Desde entonces, la fatalidad había ensombrecido su mirada, aunque jamás logró arrebatarle el coraje y la ilusión.
La mala fortuna quiso pues que la resignada mujer se quedara sola con cuatro hijos de corta edad. Y todavía le esperaba un duro golpe: el más pequeño de ellos no pudo sobrevivir a las miserias de unos tiempos de posguerra en que el hambre y las enfermedades acechaban, desgarrando las esperanzas de unas madres sin consuelo.
A pesar de todo, la abnegada Rosario jamás dejó de luchar por sus tres niños. Con un esfuerzo sobrehumano los sacó adelante, y los cuidó amorosamente, ofreciéndoles todo el cariño que era capaz de albergar su quebrado corazón.
En su hogar nunca faltó nada que llevarse a la boca: crió aves de corral y se ocupó de cultivar una pequeña huerta para evitar que los tres pequeños corrieran la misma suerte que el malogrado benjamín.
Pasaron los años y los retoños se convirtieron en hombres y mujeres de principios que construyeron unos hogares cálidos, con el mismo amor y dedicación que su amorosa madre empleó en ellos.
Una apacible noche de primavera, sentada en su fiel y vetusta mecedora, Rosario se sorprendió a sí misma meciendo sus mejores recuerdos, al ritmo de un lento y somnoliento adagio que la invitaba a recorrer, a modo de flash back, los escasos momentos de felicidad que la vida le había regalado.
Miró, sorprendida, el calendario de su venerada Virgen de los Desamparados y exclamó: ¡7 de mayo! ¿Cómo había podido olvidar una fecha tan especial para ella?
Observó el cielo sereno, preñado de estrellas, y recordó esa mágica noche en que una de ellas se desprendió del manto celeste y voló a sus diminutos y temblorosos brazos. Esa estrella fugaz, que iluminó desde entonces su vida, se llamaba Lucía.
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