Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 19 – Verano 2010
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 


En un diminuto pueblo de interior, rodeado por unas misteriosas montañas, moraba una mujer buena y generosa llamada Rosario. Su cuerpo frágil y menudo contrastaba con una inusitada fortaleza interior, comparable a la de un viejo roble centenario. Era una mujer amable, tierna y cariñosa, y cuando sonreía, parecía un ángel.

La vida de Rosario no había sido fácil: su marido partió un día hacia las montañas y jamás regresó. Desde entonces, la fatalidad había ensombrecido su mirada, aunque jamás logró arrebatarle el coraje y la ilusión.

La mala fortuna quiso pues que la resignada mujer se quedara sola con cuatro hijos de corta edad. Y todavía le esperaba un duro golpe: el más pequeño de ellos no pudo sobrevivir a las miserias de unos tiempos de posguerra en que el hambre y las enfermedades acechaban, desgarrando las esperanzas de unas madres sin consuelo.

A pesar de todo, la abnegada Rosario jamás dejó de luchar por sus tres niños. Con un esfuerzo sobrehumano los sacó adelante, y los cuidó amorosamente, ofreciéndoles todo el cariño que era capaz de albergar su quebrado corazón.

En su hogar nunca faltó nada que llevarse a la boca: crió aves de corral y se ocupó de cultivar una pequeña huerta para evitar que los tres pequeños corrieran la misma suerte que el malogrado benjamín.

Pasaron los años y los retoños se convirtieron en hombres y mujeres de principios que construyeron unos hogares cálidos, con el mismo amor y dedicación que su amorosa madre empleó en ellos.

Una apacible noche de primavera, sentada en su fiel y vetusta mecedora, Rosario se sorprendió a sí misma meciendo sus mejores recuerdos, al ritmo de un lento y somnoliento adagio que la invitaba a recorrer, a modo de flash back, los escasos momentos de felicidad que la vida le había regalado.

Miró, sorprendida, el calendario de su venerada Virgen de los Desamparados y exclamó: ¡7 de mayo! ¿Cómo había podido olvidar una fecha tan especial para ella?

Observó el cielo sereno, preñado de estrellas, y recordó esa mágica noche en que una de ellas se desprendió del manto celeste y voló a sus diminutos y temblorosos brazos. Esa estrella fugaz, que iluminó desde entonces su vida, se llamaba Lucía.

 

 

Lucía era su primera nieta y, por qué no reconocerlo, su ojito derecho. Tan grande era su anhelo por abrazar este maravilloso presente que su llegada al mundo se precipitó, trayendo asimismo consigo un inesperado e inoportuno apagón que dificultó un parto ya de por sí difícil.

Afortunadamente, el bendito médico de aquel pequeño pueblo se rodeó de un equipo de colaboradores que no podía fallar: Rosario apretaba fuertemente las manos sudorosas de su hija, y la reconfortaba con besos y caricias, mientras su yerno guiaba, con una pequeña lámpara de gas, al afanado doctor. Aquel parto debía salir bien a la fuerza.

Fue una noche larga y oscura, en que las miradas se perdían por segundos para volverse a encontrar y posarse, súbitamente, en unos relucientes ojos azules que se empeñaban en escudriñarlo todo.

Así pues, tras unos tensos minutos de incertidumbre, en que el desalentado doctor disimulaba el temor a perder su valioso tesoro, llegó, por fin, el ansiado regalo. Nadie podía creer lo que estaba viendo: ¿cómo una criatura tan frágil podía mostrarse ya tan enérgica y descarada? Girando firmemente su tierno cuellecito, Lucía intentaba poseer con su mirada todo cuanto le ofrecía la humilde recámara de su abuela. Diríase que la altivez iba a presidir la vida de esta pequeña; sin embargo, el tiempo se encargaría de contradecirnos.

Aquella criatura curiosa llegó de puntillas, sin llorar, decidiendo, cual glamurosa dama, que no podía presentarse de tal guisa ante la pasarela de la vida. Las lágrimas no estaban hechas para ser desperdiciadas. Tiempo habría para ello...

La niña de los ojos de Rosario, que había llegado a su vida como pago a su generoso y sufrido corazón, no sólo había heredado sus profundos ojos azules, sino también la sorprendente capacidad de renacer de sus cenizas, ante la adversidad.

Por fin una pequeña Luz se encargaba de alumbrar su longeva existencia. Emocionada y satisfecha, viendo que sus trabajos no habían sido en vano, la venerable anciana cerraba serenamente sus ojos mientras unas alas mágicas le devolvían el dulce fruto de su paciente y amargo caminar.




No llores, abuela. Mira qué nítido se divisa el horizonte, a pesar de la lejanía... ¿Verdad que me crees si te digo que puedo volar hacia él, y transformarme en estrella? Que nadie nos robe este momento... Sabes, me he prometido a mí misma que cada año renovaré el contrato de mi vida con ilusión, y que mis alas mágicas jamás dejarán de volar.
 



A mi querida abuela Rosario, por enseñarme que la vida es el mejor regalo que recibimos al nacer, la fuerza interior, el bastón de apoyo del que nos valemos cuando transitamos por ella, y la serenidad, nuestra inseparable compañera de viaje al emprender la partida.