Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
2 – Primavera 2006
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja
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Circula por los mentideros una devastadora definición de sociólogo: «Los sociólogos son unos señores muy serios que se reúnen para descubrir lo que ya era de dominio público». A este respecto, suelen armar un nimio revuelo algunos estudios sobre el comportamiento del Homo sapiens nacional. Luego de una concienzuda labor refrendada por la encuesta —sin encuesta, no hay estudio que valga— y exprimirse las neuronas con denuedo, proclaman la novedad a bombo y platillo: «Una meticulosa investigación revela que los españoles no vuelven con agrado al trabajo después de las vacaciones». «Exhaustivos sondeos verifican que las personas casadas prefieren que su cónyuge les sea fiel». «Rigurosos análisis han demostrado que el bagaje cultural de nuestros escolares no alcanza el nivel deseable». Y se quedan tan anchos, ufanos por su contribución a la ciencia. Tanto, que el firmante se enternece y contiene el impulso de autoproponerse, ante quien corresponda, para desarrollar en solitario el próximo «experimento sociológico», cuyas conclusiones redactaría en un santiamén y además por la mitad de lo estipulado. Si lo aprietan, por la cuarta parte. Por supuesto, en el gremio citado no escasearán los expertos. El curioso mundo de las evidencias tiene sus propios expertos, tal vez los más cotizados. Y es que vivimos rodeados de expertos. Contamos con expertos igual para un roto que para un descosido. Es decir, para sostener una opinión o para refutarla con la contraria. Somos unos privilegiados al disponer de expertos para todo. Absolutamente para todo. Basta con ver un telediario, tanto da de qué cadena. Incluso basta con ver una sección de un telediario. Por baladí o intrascendente que parezca la noticia, surgirá la inevitable referencia a los no menos inevitables expertos. Si hace frío en enero, los expertos afirman esto. Si llueve en abril, los expertos aseguran aquello. Si hace calor en agosto, los expertos aseveran lo otro. Si cae la hoja en octubre, los expertos sentencian lo de más allá. Y si cae la Purísima en diciembre, algo relevante habrán de transmitir los expertos. Existen expertos para elegir el momento propicio de cambiar de coche, el traje adecuado para una velada teatral, el libro idóneo según la distancia de un viaje, el entretenimiento apropiado para las tardes de ventisca en una casa rural, o el color pintiparado de las paredes del piso de una familia de cinco miembros, perro aparte. De verdad, ¿cómo nos las habíamos arreglado hasta hoy sin los expertos? Expertos por aquí, expertos por allí, expertos por acullá. Cualquier día nos encontraremos un experto en la sopa. No un experto en sopa, pues de ésos seguro que también habrá. El origen de esta repentina profusión pudiera localizarse —pensando mal y, en consecuencia, acertando— en el éxito de los denominados «comités de expertos», configurados a propósito y con el único fin de conceder la razón a la Administración en lo que a ésta se le antoje. Desde entonces, los redactores de noticias se agarran al socorrido comodín —vocablo derivado de cómodo, adviértase— de los expertos para eludir farragosas argumentaciones, no siempre al alcance de los del oficio, y además multiplican el crédito de sus reportajes. Si los Gobiernos lo utilizan con total impunidad, ¿no perdonaremos un pecadillo venial a un modesto tribulete? Sin embargo, no hablamos aquí de los expertos de carne y hueso, sino de un grupo mucho más inquietante, siniestro y amenazador: la amenaza de lo recóndito. Hablamos de los «expertos fantasma». En efecto, los informativos nos atosigan constantemente con la mención de expertos. Pero no nos facilitan ni el más remoto dato sobre sus identidades, ni sobre la materia en que se especializaron, ni sobre la época en que obtuvieron su graduación, ni sobre la aplicación de su pericia al tema tratado, ni sobre los resultados y consecuencias de anteriores tesis emitidas por sus cacúmenes. El espectador se siente así impelido a creer algo a pies juntillas sólo porque dicen los locutores que lo dicen los expertos. Ahora bien, ¿quiénes, dónde, cuándo, cómo y por qué? ¡Ah!, eso carece de importancia. ¿No lo dicen los expertos? ¿Pues qué más da quiénes son o en qué se basan? Mira si los calentamientos de cabeza a estas alturas... Lo dicen los expertos y se acabó. Además, fíjate si aciertan: los expertos habían anticipado que este año, en la noche del Viernes Santo habría luna llena... A tal extremo ha llegado el asunto de los —tan abundantes como ignotos— expertos fantasma, que procede con urgencia una puesta en orden. La ciudadanía ésa exige una documentación veraz. Hasta que nos cercioremos, y aunque nos duela admitirlo, tendremos que valernos de nuestros propios recursos. Pero con cuidado: las iniciativas individuales, sin las oportunas precauciones, pueden terminar de forma contraproducente. Aún eriza el cabello recordar el dramático suceso acaecido a un vecino del barrio de la Punta, empleado de banca jubilado, y por deformación profesional aficionado a las cifras y estricto en los cálculos. Por razones obvias, y por si las represalias, protegeremos su anonimato llamándolo «don Menudencio». Abrumado por la masiva proliferación de expertos en los noticieros, el hombre había echado sus cuentas y no le cuadraban los números: o sobraban expertos, o faltaba humanidad. Así que, ni corto ni perezoso, tomó la determinación de cotejar ambas cantidades por sí mismo, costara lo que costara. Aunque dejara su último aliento en el empeño. Imponía la descomunal tarea. Pero no escatimaría esfuerzos, pues la gente —no sólo él— quería saber. Necesitaba saber. No pretendía homenajes, ni siquiera agradecimientos; era una cuestión de honor y, sobre todo, de seguridad. Porque ¿quién nos garantiza que, al pasear, no nos cruzaremos con un experto en adivinar las fantasías eróticas del prójimo?; ¿o con otro experto en propinar patadas traicioneras en las espinillas? Ya planificado el muestreo hasta sus mínimos detalles, una fresca mañana de sábado salió nuestro intrépido e ingenuo personaje provisto de cuaderno y bolígrafo, dispuesto a abordar a cuantos transeúntes se tropezara. El primero fue un sujeto de cierta edad, quizá cuarentañero, aceptablemente vestido, no recién afeitado y con aspecto de ejercer una profesión liberal. Si hubiera que inclinarse por alguna, diríase que profesor de instituto (de Enseñanza Secundaria, dentro de lo que cabe en los duros tiempos actuales que corren y peores futuros que se barruntan). Aceptable espécimen para empezar la búsqueda y posterior clasificación. Don Menudencio se le acercó y, haciendo gala de unos exquisitos modales, requirió su atención en estos términos: —Buenos días nos dé Dios, caballero. Me presentaré a usted. Verá, yo soy [...], y quisiera disipar de mi espíritu una niebla pertinaz que me atormenta, para lo cual estimo de impagable ayuda su declaración. ¿Tendría la deferencia de dedicarme unos instantes, si no le supone una molestia excesiva, para responder la sencilla pregunta que le formularé acto seguido? ¿Me concedería ese inmenso privilegio? ¿Sí? Muchas gracias, probo viandante. Ahí va la pregunta: ¿es usted experto? Nunca habría imaginado la reacción del interpelado. Un rostro en principio sereno transfigurose hasta dibujar una horrible mueca. Su mirada perdió la orientación. Pareció poblársele de súbito la incipiente barba. Ganaba entonces enteros la hipótesis de que ese sujeto de cierta edad, quizá cuarentañero, era profesor de instituto. Alzando la voz hasta rebasar el límite de decibelios permitido por las leyes vigentes, tronó: —¿He oído lo que he oído? ¿Cómo osa espetarme semejante pregunta? ¿Por quién me ha tomado? ¿Y quién se ha creído usted que es para arrogarse tamañas libertades con los paisanos decentes? ¿Es que no puede uno andar por la calle sin peligro de que se le encare un desconocido con la intención de provocarlo en público? Después de lanzar a los cuatro vientos otros tantos interrogantes retóricos de idéntico calado, el profesor de instituto —sí, sí, lo era; ya no había dudas— marchó del lugar como alma que lleva el diablo y sin mengua en su escándalo. Y, según argüía, no le ponía un pleito a su efímero interlocutor, teniéndolo bien merecido, porque los expertos recomendaban evitar los papeleos y el trato con abogados; lo afirmó el telediario de anteanoche. Huero pretexto, pues el verdadero motivo era que, con la descarga de adrenalina inmediata a la pregunta de marras, sufrió un breve lapsus de memoria que desalojó de su cerebro el nombre y los apellidos —los hemos omitido aquí por la integridad y la reputación de don Menudencio— del causante de su cólera, que éste le había comunicado en la presentación. Y no iba a volver para solicitarlos al susodicho. Bastante había oído ya. Mejor tener la fiesta en paz. Pero si lo hubiera pillado en un día malo, ése se enteraba. Vaya si se enteraba. La habría montado más gorda que cuando aquel curso en que le tocó, sin consultarle previamente, impartir Alternativa a la Religión. La violencia nunca es justificable, pero en trances como el narrado hay que hacerse cargo de lo que pasa por las mentes. O por las glándulas suprarrenales. En cuanto a don Menudencio... Vistos los acontecimientos, y muy a su pesar, truncó el apasionante trabajo de campo, a los treinta y tres segundos y setenta y dos centésimas del prometedor comienzo, y sin una sola nota en sus papeles. Desde la nefanda jornada, permanece encerrado en su casa, sumido en un mar de vergüenza y oprobio. Únicamente departe con su gato, el cuarto jueves de cada mes y en horas de oficina; y aun en tan lamentables condiciones anímicas todavía conjetura —emociona su perseverancia— si el minino será por ventura experto en raspas de pescado o en roedores urbanos. Una cosa es el honor y la necesidad de saber, y otra, bien distinta, la exposición a ser agredido, encima con todos los atenuantes en favor del agresor. Entre la voluntad y el heroísmo media un largo trecho que él no se sentía con bríos para recorrer. Aunque le suplicaran. De modo que a otros correspondería enfrentarse al gran enigma del siglo XXI. Otros disfrutarían la gloria de la resolución. Una sombra de envidia enturbia sus cogitaciones. En su juventud, no habría sucumbido así. Tan loable propósito no ha de caer en los voraces abismos del olvido. No, mientras quede un ápice de nobleza sobre el planeta. Por ello, una vez confrontados los placeres de la vida muelle con las penurias del ejercicio del deber, y considerando la vocación científica y el ideal de servicio que guía a Ars Creatio, esta revista virtual ha recogido el testigo. No resultó grata la decisión. Menos grata resultará su realización. Varios miembros del consejo de redacción, aterrorizados, se plantearon la posibilidad de dimitir y huir de España. Felizmente, tras reflexionar sobre su cometido, y en un alarde de pundonor, superaron la debilidad y optaron por continuar. Juntos habremos de afrontar, aquí y ahora, nuestros respectivos destinos en pro de la colectividad. Juntos habremos de salvar infinidad de obstáculos en el camino durante los próximos años, o lustros, o decenios. Somos conscientes. Estamos preparados. Nuestro léxico no registra las palabras fracaso, desidia o rendición. Ahora, tampoco la palabra miedo; al menos, eso creemos. La grandeza de los pioneros radica en la grandeza de sus empresas. Una fuerza poderosísima, insoslayable, irresistible, nos empuja hacia usted, amable leyente. Con sinceridad, si no confiáramos en la benevolencia y la comprensión que nos dispensa, no le pediríamos esta colaboración. Si no alentáramos la esperanza de nuestros atribulados congéneres, ni por asomo nos atreveríamos a tanto. Si no custodiáramos la responsabilidad de prender y portar la antorcha que alumbre en las tinieblas, jamás rebasaríamos la barrera que hoy nos vemos obligados a rebasar. En fin, amable leyente: ¿es usted experto? |