Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 1 – Invierno 2006
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

El cosquilleo era tan sólo una suave caricia del viento, una brisa húmeda que enfriaba las gotas de sudor y mar que aún se deslizaban por sus brazos y piernas. A aquel mimo se le unió otro, el abrazo de una joven que conocía muy bien. Unos dedos finos y delicados recorrieron su piel tostada por el sol, oyó una risa suave y cálida a la que le siguieron un par de pasos. Él trató de cogerla con los ojos cerrados, de saborear el cálido tacto de sus labios, de arrastrarla consigo, de tenerla más cerca. La risa cubrió el murmullo del viento marino por segunda vez, más pícara y divertida que nunca. Escuchó cómo sus pisadas comenzaron a alejarse al igual que su risa, levantando arena a su paso.

Y luego cesó de oír. La mañana comenzó a pronunciarse y sintió cómo el suelo en el que dormía comenzaba a abrasarle. La luz del verano adquiría fuerza con el paso de los segundos y los minutos.

Sus párpados se abrieron débilmente, permitiendo que sus ojos no se vieran cegados por la luz del sol, y el aroma a arena mojada le llegó antes de lo previsto como un vapor exótico para aspirar en silencio, en paz. Aquel aroma contenía también el sudor del cuerpo de ella, el olor de su pelo revuelto por el agua de mar. Parpadeó un par de veces, aturdido, aunque no más que la primera vez que llegó allí. Se acostumbró rápido.

Cuando terminó de desperezarse el océano estaba en calma.

La figura de ella resaltaba por estar situado frente a él, por ser en la playa desierta el único movimiento a excepción de las pequeñas olas que devoraban débilmente la orilla. Su cabello negro como el azabache le colgaba chorreante por un hombro y el agua le llegaba hasta los pies. Hacía horas quizás de su primer chapuzón.En aquella zona de la costa apenas había profundidad y el joven podía observar cómo aquel cuerpo avanzaba con delicadeza decenas metros hacia el océano para un segundo baño. Su figura desnuda se mantenía intacta alejándose de la orilla,manteniéndose su cuerpo descubierto por el mismo nivel del líquido lamiendo aún sus tobillos con la misma tranquilidad. No fue hasta que casi la perdió de vista cuando el agua comenzó a cubrir su espalda y sus brazos comenzaron a nadar, creando trazos de blanquecina espuma. Incluso en aquella lejanía la pudo oír riéndose y disfrutando con el agua, chapoteando y nadando de espaldas. Desde la playa el joven la llamó pero no logró escuchar sus palabras. Sonrió, sin embargo. El cielo estaba despejado desde el desastre, apenas había nubes, agua y horizonte se fundían en uno en el que era imposible distinguir cuál era cuál. El joven se preguntaba en ocasiones dónde terminaba uno y dónde comenzaba otro. Miró a los dos y enseguida lo comprendió.

El océano siempre estaba en calma.

La figura de ella comenzaba a volver a la orilla. Él se dirigió a su encuentro, sus pies se introdujeron rápidamente en el agua. Mientras lo hacía pudo observar tras el agua transparente y clara cómo pequeños peces seguían la estela del paso de sus pies, cómo seres pequeños nadaban zigzagueantes a ras de la arena.

Una pequeña ola sin apenas fuerza lamió sus pies y le salpicó hasta las rodillas. Los peces desaparecieron de su vista pero cuando las ondas se disiparon el joven apreció cómo seguían allí, cómo sus destellos pardos y rojizos continuaban persiguiéndose entre los huecos de sus piernas, cómo algunos incluso reposaban en las uñas de sus pies. El joven los contempló al igual que todas las mañanas cuando se introducía en el océano por primera vez. La vida reposaba allí mismo, junto a él. No había que ir más lejos para buscarla. El joven sonrió.

El grito de un alma fémina rompió la magia. Aterrado, levantó la cabeza.

Sus pisadas salpicaron el agua convirtiendo todo a su paso en una salvaje fuente en cascada. La muchacha se hallaba de rodillas y el agua le llegaba hasta la cintura. Su pelo continuaba húmedo pero sus ojos ya no eran cálidos sino fríos. Transmitían pánico. Pánico al desastre. El joven lo supo incluso antes de atravesar los veinte metros que le separaban de ella, lo comprendió entristecido cuando vislumbró que sus pupilas miraban a lo alto. Más allá de la playa.

La cascada desapareció cuando llegó a su encuentro, apenas algunas gotas salpicaron su espalda desnuda, cálida. De sus ojos comenzaban a brotar lágrimas que se mezclaban con el océano y se perdían en él, olvidándolas, confundiéndolas. Trató de levantarla, de hacerla mirar hacia otro lugar que no fuera aquel. Su piel resultaba suave y acarició sus hombros a la vez que susurraba palabras tranquilizadoras. Sus piernas estaban rígidas pero cuando consiguió hacerla levantar se volvieron blandas. La muchacha gimió. El joven tuvo que sujetarla para que no se cayera. La abrazó y su abrazo supuso el consuelo que necesitaba. Colocó su rostro hacia el océano y dejó que sus cabellos rozaran débilmente su barbilla.

Los ojos del joven miraron al causante de todo aquello, miró hacia más allá de la playa al igual que lo había hecho ella, más allá de la costa. Miró allí donde el cielo y el océano se distinguían uno del otro, allí donde los pocos edificios que se mantenían en pie despuntaban como gigantes en el horizonte del mundo destruido por la guerra. Escudriñó las hileras de escombros que se levantaban a kilómetros de distancia de ellos, los restos que todavía en aquella mañana elevaban columnas de humo gris. El mundo muerto y sus humeantes cenizas.

La voz del joven sonaba distinta cada vez que alguno de ellos volvía a mirar, pero sus palabras sonaron igual de serenas y cálidas que siempre, cercanas a ella y a su oreja envuelta en cabellos que el viento volteaba sin cesar. Mientras la tranquilizaba su mano se posó sobre su pecho a la vez que con la otra le limpiaba las lágrimas que tanto afeaban su rostro puro, hermoso. Luego ella le miró a él. Ambos se estremecieron un segundo cuando una ráfaga de viento barrió la playa desierta y les secó la piel. Pero no les importó.

Se hallaban en el agua, y ésta estaba viva. Mientras estuvieran en ella estarían a salvo.Destellos rojos y pardos rodeaban sus pies y giraban entre sus cuerpos abrazados y fundidos en una sola silueta. Pronto decidieron avanzar un poco más adentro. Aquello tampoco les preocupó.

El océano siempre estaría en calma.