Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 1 – Invierno 2006
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

 

 
       
La publicación a finales de 2004 de la novela La cena secreta, ha reabierto en varios países el viejo debate sobre las creencias religiosas de Leonardo da Vinci. ¿Fue un buen cristiano? ¿O acaso, como sospechan algunos historiadores, militó en ciertas herejías de su tiempo? El análisis que Javier Sierra ofrece de la obra magna de Leonardo, La Última Cena, podría ayudar a despejar definitivamente ese enigma.
La historia lo juzgará, sin duda. Pero si algún mérito extraliterario le concederá al bestseller de Dan Brown, El código Da Vinci, será el de haber despertado en todo el mundo el interés por los flancos oscuros de la figura del maestro Leonardo. Antes que Brown, muy pocos autores se habían aventurado por esa senda y eran aún menos los que habían aplicado sus sospechas a la mayor de sus obras: La Última Cena.
Este mural de casi nueve metros de largo por cinco de alto, suscitó a finales de la pasada década de los noventa uno de los análisis más curiosos de la historia del arte.
     

Se publicó en un ensayo de Lynn Picknett y Clive Prince titulado La revelación de los templarios, del que Dan Brown tomó las escasas ideas que sobre La Cena incluyó en su novela. En La revelación de los templarios, sus autores subrayaban algunas anomalías desconcertantes. Afirmaban, por ejemplo, que era muy extraño que en una representación de la cena pascual de Cristo no figurara por ninguna parte el Santo Grial.
"Pero no hay vino delante de Jesús, y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa". Y concluían, con acierto, que "pintar la Última Cena sin una cantidad significativa de vino es como pintar el momento culminante de una coronación y omitir la corona".
En ese libro se reseñaban otras anomalías no menos notables. Leonardo, por ejemplo, había optado por pintar al apóstol Juan no apoyado en su pecho como dicen los Evangelios, sino apartándose de él y mostrándolo imberbe, con la cabeza inclinada en señal de sumisión y las manos cruzadas. Exactamente igual a como Leonardo acostumbraba a pintar a las mujeres en sus retratos. Dan Brown, atento, aprovechó bien ese dato, levantando un escándalo mundial al preguntarse qué hacía una mujer entre los apóstoles de La Última Cena.
Los hallazgos de Picknett y Prince guiaron, pues, a Brown para escribir su bestseller. Y es que, según aquéllos, esa mujer no podía ser otra que María Magdalena. Su impresión se reforzaba gracias a los pequeños detalles del lienzo: por ejemplo, el color azul del hábito de San Juan era también común en las Madonnas pintadas en los siglos XV y XVI. Además, el extraño espacio vacío que Leonardo había dejado entre Juan y Jesús presentaba forma de "V", como el pubis femenino. ¿No eran esas pistas que apuntaban claramente a la presencia de una fémina en la mesa pascual de Jesús?
¿Y qué pensar de esa mano que sostiene un cuchillo, que no parece pertenecer a ningún apóstol, que nace a la espalda de Judas y que algunos han pretendido vincular a Pedro? ¿De quién es realmente? ¿Y qué quiere decirnos? "Estos detalles -afirmaban los autores de La revelación de los templarios - desaparecen por completo de la vista y la mente del observador, sencillamente porque son demasiado extraordinarios y chocantes."
Pero, ¿eran correctas las observaciones de Picknett y Prince? Teniendo en cuenta que La Última Cena de Leonardo ha sido objeto de toda clase de retoques y añadidos desde que terminara de ser pintada en 1497, había que extremar la cautela antes de dar ninguna observación por correcta. Y a eso me dediqué durante los tres años de trabajo que precedieron a la redacción de mi novela, La cena secreta.
Por ejemplo, Paul Vulliaud con su ensayo La pensée ésoterique de Léonard de Vinci (Dervy-Livres, Barcelona, 1981)se contaba entre los pocos que habían analizado desde una óptica hermética y de filosofía oculta el pensamiento del genio toscano, antes del "boom" de El código Da Vinci.

  Anomalías o errores
Poco a poco, las ideas de Picknett y Prince, y hasta las de Brown, se irían matizando, descartando algunas de sus suposiciones, confirmando otras y abriendo paso a otras nuevas si cabe aún más reveladoras.
Veamos: Sólo tres años después de que Leonardo terminara de pintar el Cenacolo, unas inundaciones alcanzaron el muro septentrional del refectorio, hiriendo de muerte la escena. El 1652, pese a la fama de "imagen milagrosa" que ya tenía La Última Cena, se clavaron estandartes imperiales sobre ella. Y en 1796 las tropas napoleónicas utilizaron el refectorio como establo y almacén, deteriorando aún más si cabe el mural. En cuanto a las restauraciones, éstas también comenzaron al poco de terminarse la obra. La extraña técnica empleada por Leonardo -que pintó la postrera reunión de Jesús y los Doce a secco, en vez de al fresco, empleando materiales muy perecederos-, hizo que La Última Cena requiriera de auxilio muy pronto. A finales del siglo XVI, los comentarios de quienes admiraron la obra leonardiana hablaban de su estado ruinoso. Es más, casi desde su "estreno", la obra fue rápidamente copiada por otros artistas tanto como admiración al esfuerzo del genio toscano, como por la preocupación de que se perdiera para siempre.
En el siglo XVIII se repintó dos veces. Y entre 1612 y 1977, no faltaron los intentos por devolver La Última Cena a su "antiguo esplendor" (sic), añadiéndole, borrándole o sustituyéndole algunos elementos por el camino.

  Los nuevos enigmas del Cenacolo
Cuando en 1977 se acometió la postrera restauración de La Última Cena, los expertos se encontraron las heridas de los bombardeos de la II Guerra Mundial sobre el muro. En el verano de 1943 una bomba de dos mil kilos dejó por primera y única vez en quinientos años la pintura a la intemperie, y eso se cobró un alto precio en su conservación. Los trabajos para curar esos daños se prolongaron durante dos décadas, dando tiempo a la doctora Pinin Brambilla Barcilon a obtener un resultado excepcional: no sólo limpió el muro del Cenacolo, sino que rescató elementos oscurecidos por los siglos.
De repente, en 1997, se presentó una Última Cena "nueva", con particularidades que habían pasado desapercibidas tanto a Picknett y Prince -que publicaron su ensayo ese mismo año-, como al propio Dan Brown. Esas particularidades, nunca tenidas antes en cuenta por los expertos, mostraban un Cenacolo aún más misterioso que el que ellos habían interpretado.
La primera sorpresa, por ejemplo, saltó con la mano "fuera de lugar" de Pedro. La restauración de la doctora Brambilla desveló el misterio de Picknett y Prince al aclarar esa zona de sombras y mostrar que, contra sus suposiciones, la mano con el cuchillo no pertenecía a un decimocuarto apóstol, sino indudablemente a San Pedro. Los bocetos de ese brazo, trazados por Leonardo y conservados en el castillo de Windsor, así lo demuestran.
Como también las copias más antiguas de La Última Cena: la de Tommaso Aleni de 1508, conservada en Cremona, o la de Antonio da Gessate de 1506, que sobrevivió hasta los bombardeos de Milán de 1943. Ahora bien, ¿qué quiso representar Leonardo con esa escena? ¿Por qué Pedro oculta a su espalda una daga, lanzándose amenazador sobre el cuello de Juan? ¿Cuál era el significado profundo de esa escena?
Es probable que Leonardo superara la censura de los dominicos, argumentando que la daga anunciaba el arrebato que Pedro tendría en el monte de los Olivos, durante el prendimiento de Jesús que siguió a la cena. Sin embargo, desde una perspectiva teológica ese argumento resulta pobre. Leonardo, sospechoso de herejía en su época, que "llegó a tener -según escribió en 1550 Giorgio Vasari- unas concepciones tan heréticas que no se aproximaba a ninguna religión, pues tenía en mucha más estima el ser filósofo que cristiano", bien pudo haber querido reflejar algo más. En concreto, la lucha que en sus días se libraba entre los seguidores de Pedro (la Iglesia material, de Roma) y los de Juan (la Iglesia del espíritu, libre, que llevaban siglos predicando herejías como la cátara).

 

 

 


Leonardo, seguidor de Juan

Ciertos aspectos de la carrera de Leonardo hacen presumir que el artista estaba profundamente alineado con esa, llamémosla así, Iglesia de Juan. El indicio más elocuente se dio a conocer en 1483, cuando entregó a los franciscanos de Milán una tabla para su altar mayor que no se ajustaba en nada a lo que le habían encargado. En lugar de una escena que ensalzara la inmaculada concepción de la Virgen, Leonardo les presentó a María, el arcángel Uriel, Jesús y San Juan niños, reunidos en una cueva durante su huida a Egipto. La imagen, que no tiene relación alguna con los Evangelios canónicos, hizo que Leonardo y los franciscanos litigaran durante años, y terminó obligando al artista a reelaborar su obra con algunos elementos nuevos.

Hoy son ésas las dos versiones de La Virgen de las Rocas que se conservan en el Louvre y la National Gallery respectivamente.
Pues bien, Leonardo fue acusado de inspirarse para su obra en el libro de un fraile hereje, Amadeo de Portugal, que en sus escritos describía a la Virgen no como madre de Cristo, sino como símbolo de la sabiduría. En su Apocalipsis Nova se elogia también la iglesia "del espíritu" de Juan, y se repudia la materialista de Pedro.

Aquéllos eran los tiempos en los que el dominico Savonarola predicaba desde Florencia contra el Papa Alejandro VI y acusaba al Vaticano de regodearse en sus riquezas. Quizá Leonardo formó parte de ese grupo de intelectuales que criticaba la institución de Pedro y por eso, en la primera versión de La Virgen de las Rocas, pintó a María sin halo de santidad, y a Uriel señalando a Juan con el dedo, marcando así quién de los dos niños era el realmente importante.

  ¿Dónde está el halo?
¡El halo! Elemento clave.
Su ausencia no sólo se deja notar en la primera versión de La Virgen de las Rocas, sino también en La Última Cena. La restauración de la doctora Brambilla no halló restos de él por ninguna parte. Gracias a ella sabemos que ninguna de las trece figuras del mural lo lució jamás. Leonardo, contraviniendo todas las normas de la época, no pintó un grupo de santos... sino una reunión de hombres de carne y hueso. Y tan obvia observación, también pasó desapercibida a Picknett y Prince.
Hay más: Dan Brown desestimó para su novela un elemento fundamental del Cenacolo. Leonardo da Vinci se autorretrató entre los discípulos. En efecto: se trata del segundo personaje empezando a contar por la derecha. De largas melenas y barbas blancas, encarna a Judas Tadeo y cruza sus brazos en aspa mientras conversa con el apóstol Simón. Pero lo realmente peculiar de ese retrato es que Da Vinci se incluye en la escena ¡dándole la espalda a Jesús! ¿Cómo debe entenderse ese nuevo símbolo? ¿Por qué el maestro pintor se alinea tan claramente en contra de la ortodoxia de su tiempo? ¿Y quiénes son, en realidad, los dos personajes que le rodean y que también dan la espalda a Cristo?
Escribí La cena secreta en parte para dar respuesta a esos interrogantes. Sin embargo, la investigación histórica en la que me sumergí antes de redactar esa novela, terminó conduciéndome a conclusiones que no esperaba.
Que Leonardo diseñó el Cenacolo contra lo religiosamente correcto en su época no sólo lo reflejaban la ausencia de cabezas nimbadas, el arma en manos de Pedro, y su propia actitud en la escena. También había que fijarse en otros detalles. Por ejemplo, en la comida. En la mesa de La Última Cena, Jesús no instaura la eucaristía, como era tradicional hasta ese momento. No hay ni rastro del Grial, ni de la hostia o el pan que repartirá. Según explicó Leonardo a los dominicos de Santa Maria, la acción de su mural remitía al capítulo 13 del evangelio de Juan, cuando Jesús anuncia que "en verdad os digo que uno de vosotros me traicionará". Esto se hace en medio del convite de la Pascua judía en el que la tradición obligaba a servir cordero en el banquete. Pues bien, la restauración de la doctora Brambilla descubrió que no era cordero lo que habían cenado esa noche los Doce, sino pescado, naranjas y un poco de vino. ¿Pescado? ¿Acaso quería remitirnos Leonardo al más antiguo símbolo cristiano que se conoce, ya en desuso en el siglo XV? ¿Y por qué?.

 

Leonardo, el misterioso
Tuve que buscar la respuesta a esos interrogantes en una dirección jamás propuesta por los historiadores del arte.
Da Vinci fue un personaje que jamás pasó desapercibido. Alto, fuerte, de largas cabelleras y complexión de gigante, siempre vestía de blanco y tenía unos hábitos bien extraños para su época. Nunca se le conoció pareja -ni masculina, ni femenina-, y tampoco se le vio comer carne. Sus manías como pintor eran no menos excéntricas: pese a que, con frecuencia, sus mejores mecenas eran religiosos, jamás pintó una crucifixión. Era como si abominara la cruz como símbolo religioso.
Lo cierto es que todas esas peculiaridades son difíciles de encontrar juntas en un solo individuo... salvo que fuera un cátaro. En efecto. Los bonhommes u hombres puros que los dominicos persiguieron con saña en el Languedoc, fueron supuestamente exterminados en Montségur en 1244. Sin embargo, hoy los historiadores admiten que numerosas familias cátaras fueron a refugiarse a la Lombardía, cerca de Milán, donde sus cultos sobrevivieron en paz hasta el siglo XV. ¿Fue ahí donde Leonardo trabó contacto con ellos? Sólo eso explicaría satisfactoriamente algunas de las veleidades artísticas del toscano: los cátaros creían que Jesús fue, ante todo, un hombre. Y como tal, lo retrató Leonardo en el Cenacolo. Abominaban del sexo, considerando todo lo relacionado con el cuerpo como algo satánico. Su dieta, vegetariana, excluía cuanto procediera del coito. Curiosamente, sólo salvaban el pescado: creían que los peces estaban exentos de la actividad sexual y permitían su ingesta. Y por si estas pistas fueran pocas, los cátaros sólo admitían un sacramento: el consolamentum. Llamaban así a una ceremonia en la que el aspirante a hombre puro se sometía a una suerte de imposición de manos del perfecto o guía de su comunidad. ¿Y no es eso, una imposición de manos, lo que en realidad parece estar haciendo Jesús en La Última Cena de Leonardo?
Cuando conseguí el permiso necesario en Milán para visitar el Cenacolo, lo comprendí todo. Su diseño está a una altura suficiente con respecto al suelo, como para permitir a una persona colocarse bajo la efigie del Mesías y recibir su "consuelo". Nada de eucaristía. Para los cátaros, lo que aquella noche instauró Jesús fue un sacramento mucho más fuerte y revolucionario. Su secreto había sido guardado en el único lugar donde nadie lo buscaría: a la vista de todo el mundo. Fue -no lo dudo ya- el acertijo más ingenioso que jamás pergeñó el genio de Leonardo.