Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
1 – Invierno 2006
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Reflexiones en torno al Poema Mitopoeia, de J.R.R. Tolkien |
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Si aceptamos la evidencia etimológica, según la cual “lógos” significa tanto “palabra” como “designio” —en el sentido de plan o diseño general—, entonces la misología (1) no es sólo una aversión a las palabras, a su valor significativo. Una actitud misológica implica también apartarse del sentido que tiene el Lógos como plan cósmico. El misólogo aspira —pienso que, en muchos casos, de manera inconsciente— a la creación de un lenguaje no significativo. Frente a la metáfora, señal evidente de la sobreabundancia de esencia y de significado del mundo y, por tanto, de la necesidad de nombrar la multiplicidad de la realidad, ellos plantean el lenguaje como mero pacto utilitario(2). Frente a lo múltiple de la realidad, la univocidad de sentido; frente al mito, la alegoría. En definitiva, la dictadura del “monoforismo”, del significado único —corolario lógico del nominalismo ockhamiano y sus “flati voces”, que atraviesa la historia de Occidente desde el siglo xiv(3)—, frente a la metáfora esencial de la vida, del ser y la belleza, de una vida y un mundo que se nos presentan cargados de ambigüedad y polisemia (4). |
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Pero vuelvo a mi reflexión. Frente al filólogo, el que “ama las palabras” y el designio creativo que ellas encierran, el misólogo (tanto el deconstruccionista refinado como el inculto, ese nuevo bárbaro alumbrado por la revolución tecnológico-comunicativa interrelacionada “gracias a” la todopoderosa Red Global) ve un mundo empobrecido. No es capaz de entender tanta riqueza porque, literalmente,le faltan las palabras. El cercenamiento con que percibe la realidad significativa deriva en un raquitismo interior. Este proceso también se verifica a la inversa: un saber más metafórico manifiesta un alma más matizada, a la vez que posibilita su desarrollo. El que es en verdad filólogo, sencillamente, SABE MÁS. Conoce mejor y más profundamente la realidad. Por eso, entre otras muchas razones, leer El Señor de los Anillos ensancha nuestra experiencia del mundo, como la ensancha Alice in Wonderland, con su idioma inventado por Lewis Carroll, el jabberwock; o Macondo y el uso del español en manos de García Márquez. Es una prebenda de los clásicos. También por ese motivo cabe afirmar que no llegar a ser un gran lector empobrece al ser humano de modo integral. Lo más terrible de esta tragedia no se limita sólo a un problema de cierto “analfabetismo”, de falta de vocabulario para expresarse ante un público, o en el momento de realizar un examen. La carencia de lenguaje se traduce en una situación permanente de radical carestía existencial que balbucea su ignorancia. Pero esta carencia tiene consecuencias aun más graves. Quien es misologus es también, necesariamente, misomitus: el que odia las palabras “odia”también la Historia y las historias que nos la RE-LATAN: literalmente, que “nos la vuelven a traer” (del latín refero, refers, referre, retuli, RELATUM), actualizándola, haciéndola presente aquí y ahora. El “misomito” odia la Historia porque no la aprecia; no reconoce en ella su valor epistemológico y sapiencial (5). Duda de que sentarse al calor del hogar para escuchar las historias de la abuela (o del abuelo) tenga validez más allá de la obra de caridad, la compañía material (estar de cuerpo presente), o el mero —y evidente— hecho útil de calentarse. Tolkien escribió una vez: «La Historia, la leyenda y el mito están hechos, en última instancia, de la misma materia». A partir de esa afirmación, y dejando a un lado la condición sobrenatural de criatura en este punto de la argumentación, es fácil deducir que una de las maneras —casi la única— de actualizar la verdad sobre el ser humano, que es un ser histórico, es:
Estoy seguro de que la convicción de Tolkien sobre el poder creador del Lógos (8), entendido en su doble acepción de “designio cósmico” y “palabra”, esa idea tan nuclear de la poética tolkieniana según la cual son los idiomas los que alumbran un mundo entero (y no al revés), puede ser la base para una adecuada y luminosa hermenéutica de películas como Kill Bill, Matrix, Spider-Man, y también de la versión que Peter Jackson ha hecho de El Señor de los Anillos. El cine de la posmodernidad no aspira a crear “verdad” porque, sencillamente, no cree que exista, ni mucho menos que se pueda llegar a conocerla. El conocimiento de la verdad haría posible su posesión, con la consiguiente alegría que deriva de ese amor gozoso y estable. Quizá por esa razón el cine de la posmodernidad es profundamente triste. Los personajes a duras penas son “felices”, en el sentido antropológico: amantes de una verdad sobre sus vidas y sobre sí mismos que les alcance una conciencia de sí y un cierto dominio de sus almas. Todo queda en manos de un destino ciego que, en su fatalidad, aboca a la dictadura del relativismo, manifestado en un sentido del humor amargo. Ese relativismo —cuyas raíces están en el paso del mythos al lógos en la Grecia platónica, pero que nos ha venido actualizado más recientemente por la Ilustración— es el culpable de la mala fama de la “fantasía” y, más en concreto, de la épica: “cuentos de viejas”, dicen, burlones, quienes han recogido el testigo del racionalismo ilustrado, de Nietzsche y del empirismo positivista en todos los ámbitos. Pero el problema persiste, porque el deseo del corazón humano es demasiado fuerte y perentorio, y no acepta excusas o evasivas. La visión de Tolkien aún resuena en los fotogramas de la versión de Peter Jackson, aunque él no lo sabe. Y también por ese motivo hay que analizar la película como una sola, y no como tres. Las necesidades de la comercialización (posmodernidad) han obligado a que la obra de arte quede mediatizada (más posmodernidad) para llegar al público. En el camino, empero, ha quedado gran parte de la esencia, a pesar de las “exigencias del cine comercial”. Sin embargo, la intención del autor original perdura. El lógos tolkieniano se alza como punto de referencia que ilumina la cuestión del carácter fragmentario del universo habitado por el hombre posterior a la “muerte de Dios”, precisamente desde la necesidad de recuperar la unidad del ser, perdida entre promesas incumplidas de caóticos paraísos intramundanos. Tolkien consideraba su subcreación como una unidad de designio articulada a través de las palabras, de los idiomas “inventados” (del latín invenire, “encontrar, hallar”). En la invención tolkieniana, esos “hallazgos lingüísticos” estuvieron presididos en todo momento, durante más de cincuenta y cinco años, por una visión artística unitaria (su lógos); a saber: la voluntad creativa acerca de la historia de los Elfos y su convivencia con las demás razas, hasta llegar a la explicación del destino de los Hombres, y la inserción de los hobbits en todo el ciclo. En medio de ese plan, Tolkien tuvo que lidiar con las aparentes casualidades —la Providencia— que se entretejían en la vida cotidiana: la llegada de sus hijos al hogar y la necesidad de entretenerles, que dio lugar a las aventuras de Bilbo y a los demás cuentos de la década de 1920; aquella alumna que encontró accidentalmente el manuscrito de El hobbit; la petición de una “continuación” para las aventuras de Bilbo; y lo demás es historia de las Letras. Al llegar el momento de contar la Guerra del Anillo, la mente de Tolkien seguía dominada por aquella visión única que había echado a rodar El libro de los Cuentos Perdidos c. 1916: el designio creador sobre toda la Tierra Media, último eslabón de la Historia de ese universo hallado en la indagación lingüística. Es decir, Tolkien empleó la capacidad inherente a las palabras para crear verdad. A través de esa capacidad, el escritor tenía en sus manos el poder de un mago: era capaz de hacer posible la «credibilidad secundaria» frente a la simple «voluntaria suspensión de la incredulidad» que esgrimía Coleridge como privilegio de Fantasía. Tolkien llegaba mucho más lejos. Si la polisemia de la realidad necesita ser designada de múltiples maneras, porque la verdad del mundo es metafórica, entonces sólo designando la múltiple esencia del mundo llega el escritor a cantar la polisemia del universo de forma adecuada. Porque, como dice la Escritura, «a toda la tierra alcanza su pregón, y el universo canta la gloria de la obra de Sus manos». A finales de 1937, en el momento de retomar la historia de Bilbo, el autor veía la necesidad de seguir desarrollando los idiomas, antes que inventar nuevas líneas argumentales. La “originalidad” de El Señor de los Anillos se enraizaba más y más en el desarrollo de las etimologías, de los nuevos idiomas, y del empleo adecuado del inglés —la “Lengua Común” en la Tierra Media—, usado por cada personaje, raza y pueblo del modo acorde con las relaciones entre fondo y forma en un escenario épico. La estrofa central del poema Mitopoeia recoge este pensamiento, profundamente tolkieniano, que tiene su correlato exacto en la praxis literaria del autor. Se trata de un poema que Tolkien dedicó a C.S. Lewis quien, desde mediados de la década de 1920 hasta aproximadamente 1933, seguía pensando que los mitos eran “mentiras hermosas”. Así reza la dedicatoria que encabeza el poema: «To one who said that myths were lies and therefore worthless, even though ‘breathed through silver’. Philomythus to Misomythus». Para Tolkien la creación literaria a partir del poder significativo, de la carga semántica de cada palabra, es uno de los modos de recuperar la unidad del ser del mundo, de su sentido y del significado global del Lógos divino. Por tanto, la metáfora se alza como el útil adecuado para la tarea del escritor, el subcreador que alumbra nuevos mundos desde los que volver a descubrir la belleza de éste; y, en un estadio superior, más profundo, la Belleza de Dios: |
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«El corazón del hombre no está hecho de engaños, y obtiene sabiduría del único que es Sabio, y todavía lo invoca. Aunque ahora exiliado, el hombre no se ha perdido ni del todo ha cambiado. Quizá conozca la des-gracia, pero no ha sido destronado, y aún lleva los harapos de su señorío, el dominio del mundo por medio de actos creativos: y nunca adora al Gran Artefacto, hombre, subcreador, luz refractada a través del cual se separa en fragmentos de Blanco de numerosos matices que se continúan sin fin en formas vivas que van de mente en mente». |
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Cabría preguntarse: ¿el Gran Artefacto es el progreso? ¿Se refiere Tolkien a lo que impide que observemos la realidad y la renovemos nombrándola? En efecto, guarda relación con eso. La Máquina o Artefacto (lo fabricado de manera artificial) es, en el pensamiento de Tolkien, lo contrario de la Magia, que es para el autor la capacidad “élfica” de llevar a su plenitud el modo de ser propio de cada esencia. El Anillo es, según eso, la Máquina por antonomasia (9). Por tanto, en la Tierra Media y en Beleriand es “mago”, “mágico”, el que ama el modo de ser natural del mundo. Tom Bombadil, Bárbol y los hobbits son mágicos en ese sentido, y su comunión con la tierra se refiere a esa connaturalidad con ella. Sauron, en cambio, es señalado como un brujo, un hechicero (su nombre en El hobbit es el «Nigromante»). Así lo atestiguan las intrigas palaciegas que urde para llevar a los reyes de Númenor a los cultos idolátricos y la apostasía que desencadenan el final de la Segunda Edad (10). Sólo el subcreador puede llevar a su plenitud el conocimiento y la expresión de la potencialmente infinita riqueza de significado y sentido de este mundo, precisamente creando mundos secundarios. El Gran Artefacto nos intenta convencer de que sólo existe el Mundo Primario, y también de que a duras penas podemos llegar a conocerlo y nombrarlo. Pues sólo conocemos plenamente lo que podemos nombrar (a excepción de Dios, cuyos nombres no agotan su Esencia). De modo que, en rigor, la obra de Tolkien no es en absoluto “fantasía” si aceptamos que su creación es un modo adecuado de redescubrir la verdad profunda del mundo, mirándolo con una luz nueva, más adecuada, desde el espejo del mito. Ahora bien, ¿cómo puede el hombre separar la luz en fragmentos de Blanco por medio de la creación literaria, artística? La respuesta de Tolkien es clara: porque el Blanco es la verdad, y los mitos (cada narración coherente, verosímil, en el sentido que Tolkien da a ese término) son un medio para conocer la Verdad. Como para el autor la alegoría no es válida como literatura, él preconiza la necesidad de preservar la aplicabilidad libre de cada historia para cada receptor. De ese modo, la luz se “refracta” al pasar a través de los prismas adecuados («de mente en mente»), hablando de modo diverso a la diversidad de receptores. Otros pasajes de este poema resultan igualmente iluminadores. Por ejemplo, aquél en el que Tolkien habla de que «una estrella es una estrella / una bola de materia obligada a seguir un curso matemático (...)». En esta metáfora se encierra mucho de lo que el autor pensaba sobre el poder subcreador de la metáfora. Es quizá en esos versos donde se concentra el núcleo de la poética tolkieniana en estado puro. ¿En qué sentido? Para Tolkien, el poeta aporta elementos esenciales para el conocimiento completo de la realidad. Su mirada penetra la esencia del mundo. La poesía deviene así epistemología, un camino hacia el conocimiento y una más plena sabiduría del mundo, a la vez que sigue siendo su finalidad contribuir al gozo estético (11). El conocimiento poético pone de manifiesto la honda raigambre del Arte en el ser humano, su anhelo de una vida más plena que sólo se alcanza mediante la contemplación, que hace posible la vida del espíritu. El contraste de esta visión con la vida moderna explica, en parte, la atracción que muchos lectores sienten por la mitología tolkieniana. Todo lo analizado hasta ahora refleja la teoría de Tolkien expuesta en su ensayo Sobre los cuentos de hadas. Pero, ¿se pueden interpretar estas ideas aplicándolas a la lectura de El Señor de los Anillos? ¿No sería Aragorn identificable con el “hombre que conoce la des-gracia, pero no ha sido destronado”? Hasta cierto punto. En el caso de Aragorn, una hermenéutica tan a la letra parece un poco forzada. Tolkien se refiere más bien al hombre como ser que ha perdido el estado de gracia en que fue creado por Dios: toda mujer y todo hombre como seres des-graciados después del Caída, pero que no han quedado destronados, pues la herencia les sigue perteneciendo. Por eso «aún lleva[n] los harapos de su señorío» como herederos que son del Reino de Dios, “rescatado” por Jesucristo. En el caso del artista, esa herencia es recuperable precisamente a través «de actos creativos»; porque, para Tolkien, uno de los modos de recuperar la gracia es el Arte, la plasmación de la Belleza y la Verdad en forma de mundos posibles. El Arte puede así llegar a ser redentor. Y de ese modo se cierra el círculo. Tolkien creó un mundo a la medida de las posibilidades creativas de un idioma. Así lo explica Verlyn Flieger: un mundo «that was commensurate with the possibilities of a language, a world that lived up to what the language was capable of expressing». Esto, unido a la afirmación (tan profunda, tan brillante) de la misma autora, «what is metaphorical for us is literal in The Lord of the Rings», invita a pensar que el planteamiento de Tolkien al subcrear la Tierra Media era radical: creación desde el lenguaje, pues creamos a imagen y semejanza de un creador: «Aún creamos según la ley en la que fuimos creados» (Mitopoeia). Así pues, en la poética de Tolkien la necesidad de la metáfora no es sólo significativa; es decir, no sólo hace referencia al plano de la designación de las cosas. Es ONTOLÓGICA en la tarea del escritor. Poseer el mundo secundario —en un triple plano: intelectual, emocional y estético—, exige y requiere la designación de ese mundo a la elevada escala estética que demanda la propia coherencia interna de la narración (lo que Todorov agrupa bajo el concepto de “lo maravilloso”: los Ents, los Elfos, el miruvor, la athelas, la vara de Gandalf que se enciende al imperio de su voz, de su palabra, el Árbol Blanco, etcétera). La verosimilitud aristotélica, en este caso, no es sólo argumental («las historias deben versar antes sobre lo verosímil que sobre lo real», Poética, 4151b), sino esencial para la narración. Por tanto, más importante que saber qué es un huargo o un Nazgûl, es conocer la carga semántica e histórica de terror y esclavitud moral (en el caso del espectro), así como la etimología de esas palabras. Y en ese nivel significativo, la metáfora se convierte en un útil imprescindible para el escritor, al hacer plenamente creíble lo mítico del mito. El Señor de los Anillos está lleno de ejemplos de estas ideas. Cuando el texto de Tolkien dice que la oscuridad en el antro de Ella-laraña era impenetrable y afectaba a los corazones de Frodo y Sam, o que ante el grito de los Nazgûl eran los corazones los que desfallecían, pues una tenebrosa desesperanza invadía las mentes, eso debe ser leído e interpretado al pie de la letra, del mismo modo que Bilbo se quedó literalmente sin aliento al entrar en el cubil de Smaug (12). Hemos venido considerando de qué modo filología y misología son dos actitudes ante el mundo y su significado cósmico. En El Señor de los Anillos, los personajes que pertenecen a los llamados Pueblos Libres son profundamente “filólogos”. Aman los idiomas singulares y su riqueza semántica; aprecian el sonido de esas lenguas; y aman la tradición y las historias del pasado que actualizan la verdad cósmica de la Tierra Media como lógos viable. Los personajes sabios de este universo son capaces de “actualizar” el pasado, de traer al presente la trascendencia de hechos que se pierden en las tinieblas de la Historia (los llamados «Días Antiguos»). Gandalf en Bolsón Cerrado, narrando la historia del Anillo ante Frodo, o Elrond en Rivendel, desplegando ante los oyentes la visión de los estandartes de Gil-galad, son dos buenos ejemplos. La reacción de Sam al escuchar a Gimli hablar en khuzdûl, resulta igualmente esclarecedora al respecto del modo en que la eufonía de un idioma contribuye al entendimiento y, sobre todo, al deseo de la sabiduría que sólo esa lengua es capaz de cantar y transmitir. En esta esfera, el fracaso de Frodo y su misión se manifestaría también en la pérdida del folclore propio de cada pueblo, expresado en sus idiomas particulares. De ahí el miedo de Gandalf a que la Lengua Negra de Mordor pueda llegar a ser la koiné en un mundo esclavizado. Por otro lado, si como vimos al principio el filólogo es también filomito, entonces debería verificarse en El Señor de los Anillos la presencia de personajes que aman las historias y que se saben parte de ellas. Desde esa perspectiva, son filomitos los cuatro hobbits en la Cima de los Vientos, cuando piden a Trancos que les cuente relatos del ancho mundo —una petición que Frodo hacía de forma habitual a Gandalf cada vez que el anciano llegaba a Bolsón Cerrado—, y se dice en el texto que se asombraban de cuántas historias sabía, «y se preguntaban dónde habría aprendido todo aquello»; es decir, qué viajes le habían revelado esa ciencia de lugares nunca antes vistos, verosímiles y deseables, pero nunca experimentados en ese estadio del relato por los hobbits, e incluso nunca experimentables, al pertenecer al pasado. También Bilbo es un personaje profundamente afín a los relatos y a su valor sapiencial. Su decisión de retirarse a Rivendel está motivada por dos razones: encontrar la tranquilidad que precisa para acabar su libro, y escribir poesía que se nutra, en parte, de los relatos y la tradición oral que pasean entre los muros del Último Hogar de los Elfos. Poesía e historias van de la mano. Cabe pensar, por tanto, que la tradición recogida en la casa de Elrond fuese, fundamentalmente, una tradición élfica versificada, poemas épicos que, por tanto, se transmitirían sobre todo de manera oral (13). Sam Gamyi reflexiona de manera análoga sobre la profunda relación entre la vida y los relatos a medida que el Portador se acerca al Monte del Destino; es decir, en un momento en que la esperanza no parece viable, y el fracaso aboca a los personajes a las últimas preguntas, las que se refieren al sentido de la vida. En esta óptica, cabe hablar de un matiz marcadamente existencialista en la obra de Tolkien (14). La balada de Beren y Lúthien Tinúviel, que es la historia que viene al recuerdo del hobbit en ese momento, hace que Sam caiga en la cuenta de que las «grandes historias no terminan nunca», pues la luz de Eärendil que titila en el frasco de Galadriel, es la misma luz primigenia que lucía en el silmaril rescatado por los amantes de la corona de hierro de Morgoth. A la vez, en la pregunta de Sam late también esta otra: ¿es probable que él mismo no sea sino un personaje más dentro del gran drama de la Historia? Así es, dice Frodo —para entonces, un Mediano sabio, que ha «crecido», como nota Saruman hacia el final de la narración—: cada uno debe llegar a escena en este «gran teatro» que es el mundo, aportar su actuación, importante o no; y marcharse, pues el tiempo transcurre de manera inexorable. Pero al ser la Tierra Media un mundo pagano, donde no ha habido Revelación ni, por tanto, Redención, la ausencia de una promesa de vida eterna posterior a la muerte corporal hace inviable la esperanza en un cielo, en un paraíso (15) . Por esa razón, lo importante en eldevenir histórico personal es que cada uno haga todo lo que pueda, pues esas hazañas serán dignas de convertirse en materia de un cantar de gesta. Lo decisivo, la verdadera recompensa, es hacerse merecedor del recuerdo, alcanzar el privilegio de que las generaciones posteriores guarden memoria de los muertos. Ése es el estipendio adecuado en la Tierra Media —un mundo largamente embebido de épica y heroísmo—, su “paraíso particular” como universo literario. Y así, Sam Gamyi se atreve a poner título a su propio cantar de gesta, aunque en su sencilla humildad ni se le ocurre que él sea uno de los actantes principales. Ha de ser Frodo quien añada a la historia de «Frodo Nuevededos» las proezas de «Samsagaz el Bravo», sin cuyo concurso nada de aquello habría ocurrido: no habría quedado memoria histórica de la búsqueda de Frodo y de la destrucción de Sauron. Ya en la conclusión de El hobbit, Tolkien ponía de relieve esta noción de la continuidad de las historias con la Historia —y, por tanto, con la Leyenda y el Mito, hechas «de la misma materia», según vimos. En un breve diálogo entre Gandalf y Bilbo, el Mago llamaba la atención del hobbit haciéndole notar que no se debe dejar de creer en las historias y las profecías porque uno mismo haya ayudado a que se cumplan. Porque cada uno es, en este sentido, el único protagonista adecuado de su epopeya personal, el único mitopoeta adecuado, autorizado para cantar y contar su mito, su relato, su historia, con las palabras adecuadas; con esa filo-logía precisa, en el fondo y en la forma, que aprecie y se detenga en la riqueza semántica de cada vocablo y en la armonía del todo lógico, cósmico. Porque nada hay más sobrenatural y fantástico que este mundo que llamamos real. |
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Dibujo realizado por Nicolás Mirete Ruiz, en el año 1990, se pueden apreciar los parecidos con los actores de la película rodada en el año 2001. | |||
1.- A lo largo de estas páginas empleo los términos “filología” y “misología” en su sentido etimológico, literal. Asimismo, “filólogo” y “misólogo” describen actitudes vitales ante la sabiduría, y nada tienen que ver con una profesión o unos estudios determinados.2.- Un diálogo de la película El club de los poetas muertos, de Peter Weir, ilustra perfectamente de qué modo una actitud misológica puede llevar a considerar que «el lenguaje fue desarrollado con un propósito, que fue ¿señor Anderson? (...) ¿Señor Perry? (Balbuciendo) “Para c-c-comunicarse”. “¡Nooo!”, dice el profesor Keating; y susurrando, añade: “Para cortejar a las mujeres” (Risas)». Pero resulta que es exactamente para eso para lo que fue ideado; para cantar y contar la belleza y el dolor.3.- Me refiero al Nominalismo por ser, quizá, la doctrina filosófica de mayor trascendencia al respecto de mi objetivo actual. Pero las raíces de esa disociación entre palabra y significado están ya larvadas en el paso del mythos al lógos que tuvo por escenario la antigua Grecia. Tal visión ha sido una constante en la historia intelectual de Occidente, hasta llegar a Saussure.4.-Pienso que toda la depreciación del valor del ser que domina nuestra época, es la consecuencia lógica y dolorosa de la muerte de la Metafísica, asesinada a traición. Su acta de defunción nos ha dejado ciegos para atisbar siquiera los corolarios existenciales que nuestros hijos deberán sufrir por culpa de los sayones asesinos del ser. Sin embargo, a pesar de lo que prometieron quienes recogieron el testigo de Nietzsche y su vaticinio de la muerte de Dios, ya han empezado a vencer las infinitas letras que deberemos pagar.5.- En la base de los nacionalismos de cualquier signo está la ignorancia culpable del pasado, el desprecio de la historia de la propia comunidad. Al exaltar en exceso lo local, se pierde irremisiblemente el sentido global, cósmico (el Lógos) de la vida personal y colectiva. De ahí derivan el odio y la falta de aprecio al vecino, que se percibe como amenaza y no como potencial riqueza de sentido para la comunidad. El aislamiento es el horizonte inmediato de esa actitud, cuando no el enfrentamiento. No ver la Historia como magistra vitae aboca a los mismos errores del pasado. De hecho, es común en ámbitos nacionalistas la perversión de la Historia, que se re-cuenta falseada con el fin de justificar un lógos partidista, sesgado y pueblerino.6.- Más adelante trato de explicitar el alcance de esa metáfora en la poética tolkieniana.7.- La Historia de la humanidad está, de hecho, llena de “vacíos”, de lapsos de información. Es lícito que el ser humano imagine modos de llenar esos espacios por medio, precisamente, de la creación artística. Los mundos secundarios que el escritor subcrea son versiones creíbles de este mundo; pero no agotan su polifonía semántica. La novela histórica se apoya en esta certeza de un derecho a imaginar el mundo. Tolkien dice en su poema Mitopoeia que «aún creamos según la ley en la que fuimos creados»; es decir, creamos a imagen y semejanza de un creador, según los criterios de credibilidad y verosimilitud que nos señalan como seres humanos, porque los seres humanos «aún lleva[mos] los harapos de su [nuestro] señorío / el dominio del mundo por medio de actos creativos».8.-El Lógos divino alumbró de hecho este mundo, como atestiguan los diecisiete primeros versículos del evangelio de San Juan.9.-El epistolario publicado del autor está atravesado por estas ideas.10.- Es interesante señalar que el hundimiento y la Caída de Númenor sobrevienen por el engaño de Sauron, quien consigue convencer a los reyes númenóreanos de que la inmortalidad es algo “natural” y, por tanto, un derecho; y de que los Valar mantienen ese “don” lejos de los Hombres por miedo a su creciente poder. La magia perversa de Sauron pretende materializar la inmortalidad como un hecho aquí y ahora, como una potestad de alterar el modo natural de ser de las cosas. Pero el hombre inmortal es anti-natural en la mitología tolkieniana: su “don” es la mortalidad; de ahí la perversidad del desafío a Ilúvatar y los Valar, que provoca el anegamiento de la Isla.11.-En el ejemplo citado, al conocimiento del astrofísico le haría falta saber que «no ve una estrella quien no la ve ante todo como hebras de plata que estallan en un cantar de gesta» (Mitopoeia). Para conocer de manera cabal y completa, qué es una estrella, precisamos el saber de ambos.12.- Ese momento fue señalado por Tolkien como el ejemplo de la influencia que otro inkling, Owen Barfield, y su obra Poetic Diction, habían tenido en su propia poética.13.- De hecho, en el capítulo Muchos encuentros, Frodo escucha los cantos que provienen de la gran sala de la chimenea en Rivendel, y esos cantos forman en su mente imágenes de lugares que él nunca ha visto. El lenguaje actúa sobre él como un hechizo, como una puerta hacia la belleza de un mundo desconocido, pero no por eso menos real y deseable.14.- Bilbo y Frodo son dos buenos ejemplos de personajes nostálgicos, de caracteres teñidos por una preocupación que mira siempre hacia las fronteras exteriores del mundo, «más allá del Mar». Los dos saben que Bolsón Cerrado, la Comarca, nunca más será su hogar. También Éowyn y su lógica de la muerte desesperada y, sin embargo, redentora, ofrece los anclajes para este análisis. Los pensamientos de Théoden al encontrar la muerte gloriosa en el Pelennor, se mueven en la misma lógica interna, al igual que el grito de Éomer, «¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Que la Muerte nos lleve a todos!». Todo lo cual otorga una gran coherencia a la civilización de los Jinetes, y una profundidad de campo enorme al sentido de la vida y la lealtad para la Marca, que juró ayudar a Gondor en el pasado, y ve cumplida en ese momento la hora de hacer valer la palabra empeñada por los antepasados. La Historia acumulativa deja sentir todo su peso en la historia particular de esa época, el final de la Tercera Edad del mundo.15.- Valinor no es el cielo, ni siquiera el lugar de bienaventuranza que la fe católica llama limbo. Tampoco es un purgatorio. Es, simplemente, el Reino Bienaventurado de los Elfos, lo cual no es del todo consolador para un hobbit. |