Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
10 – Primavera 2008
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

I
Tras setenta y dos horas de navegación, el patrullero había iniciado el rumbo de regreso a su base. Era una de tantas navegaciones de vigilancia rutinarias que raramente ofrecían sorpresas a la dotación.
El buque, al mando de un teniente de navío, contaba con una dotación de unos cuarenta hombres, entre oficiales, suboficiales y marinería.
Aunque perteneciente a la Armada, no era un buque de línea. Su armamento se limitaba a un cañón de 37 mm., dos ametralladoras antiaéreas de 20 mm. y una batería de cargas de profundidad antisubmarinos. El sistema de propulsión: dos máquinas alternativas de triple expansión movidas por vapor de agua, producido en calderas alimentadas con carbón de piedra, permitían al buque una velocidad de crucero de diez nudos. Cuando, tres días antes, el barco salió de puerto, el plácido Mediterráneo nos recibió con una mar rizada, engañosamente dócil, que apenas hacía sentir que el buque estaba en movimiento. Un cielo limpio y un sol radiante invitaban a permanecer en cubierta aspirando el aire fresco de la mañana, dejando que la vista se perdiera en el lejano horizonte, que a esa hora, por efecto de la bruma, hacía difícil delimitar la línea de encuentro entre mar y cielo. Sólo una ligera vibración, producida por el sistema de propulsión, perceptible en cualquier zona del barco, hacía sentir que se estaba navegando. En estas condiciones, la navegación es relativamente cómoda, pese a las incomodidades y servidumbres que impone un pequeño buque cuya misión no es precisamente el turismo ni el ocio. Y entiéndase por comodidad el simple hecho de desplazarse por el barco sin ir golpeándose contra los mamparos a causa de los bandazos, que en las comidas no sea necesario ingerir alimentos con los platos en la mano para evitar que cobren vida propia, o que, al afectar el mal de mar, sea algo más que incómodo seguir desempeñando con efectividad la misión a bordo.
Con este tiempo, navegar es un placer difícilmente superable. Una sensación de paz invade los sentidos ante la belleza del poderoso mar que, humilde, no sólo se abre al paso del insignificante barquichuelo, sino que, además, lo mece y acaricia suavemente con las pequeñas olas —llagas de la herida— que el osado intruso le ocasiona con la cortante roda.
Y, aun cuando en alta mar la salida y la puesta de sol son espectáculos impresionantes, ninguno es comparable a la contemplación de la bóveda celeste en ausencia de contaminación lumínica propia de las ciudades. Un cielo inmenso, cual gigantesca carpa de circo, cubre todo el espacio visible hasta confundirse con el horizonte; negro, profundo, limpio de nubes y cuajado de estrellas parpadeantes que en función de la temperatura de su superficie presentan color blanco azulado, amarillo, anaranjado o rojo. Allí está la Polar, poco brillante, pero que por su proximidad al Polo Norte celeste nos da la dirección del Norte verdadero. Y Dubhe, Merak, Alioth, Mizar y Alkaid, que con Delta y Gamma forman la constelación de la Osa Mayor. Y tantas otras que la fantasía de los primeros observadores de la bóveda celeste bautizó con nombres mitológicos, de animales u objetos, según lo que la forma de la constelación le sugería. Y no por utilizarlas como instrumentos de trabajo deja el marino de percibir la belleza de su conjunto ni de extasiarse ante la magnificencia de ese universo que sobrecoge por su grandeza y nos conciencia de la insignificancia de lo humano en lo material. Pero también nos afirma en la grandeza del hombre en lo intelectual, al conseguir desvelar y profundizar cada día en los misterios que ese universo guarda celosamente. Ante el espectáculo de ese cielo en el silencio de la noche, apenas turbado por el leve murmullo de las ondas que produce el barco al surcar la mar, es difícil permanecer indiferente a los muchos interrogantes que nos sugiere.
Pero cielo y mar pueden ser aterradores cuando los elementos desatados de la naturaleza imponen su ley de dominio absoluto sobre cualquier obra humana. No obstante, aun en estos casos, si las condiciones no son extremas, se puede percibir belleza en la lucha del hombre contra los elementos. Buena muestra de ello es el desafío de un barco —pequeño o grande, que para la mar ninguno es lo bastante grande— enfrentado a un temporal.
Hay múltiples sensaciones que pueden ser tan intensas o más que las que se experimentan en un temporal. El hombre frente al toro sin otra defensa que un trozo de franela, la incertidumbre de un salto al vacío confiando en que el paracaídas se desplegará, el motociclismo de competición, y tantas otras. Pero son sensaciones de corta duración. En breve tiempo la tensión cede y, con la relajación, se experimenta el placer de culminar con éxito el riesgo voluntariamente afrontado.
Un temporal no es algo que se afronte voluntariamente. Es algo que uno se encuentra, o él nos encuentra a nosotros, y, aun queriendo escapar de su nefasta influencia, no siempre se consigue con la rapidez deseable.
Puede ser necesario capearlo durante muchas horas, incluso días, con intensidades que van desde la paliza hasta...
Tampoco toda la dotación vive —sufre o disfruta— el temporal de igual forma. El marearse o no, el tener destino de cubierta o de interior, y otras diversas circunstancias personales, pueden influir en la forma de vivir el temporal. Incluso la inconsciencia del peligro cuando existe, o el temor reprimido cuando no hay motivos para ello.
Donde realmente se vive el temporal es en el puente. Nadie como el personal que navega en el puente conoce en todo momento la situación, porque tiene la formación y cuenta con la información necesaria para evaluarla y tomar las decisiones oportunas.
Es en el puente donde mejor se percibe la titánica y desproporcionada lucha del buque con la furia desatada de esos dos elementos, mar y viento, que son la base de los temporales. Cada ola rugiente es un obstáculo que vencer en un interminable mar de obstáculos, una montaña de agua espumosa y chorreante que escalar en una cordillera irregular e interminable. Al empuje de sus máquinas, el buque se lanza decidido contra el obstáculo tratando de henderlo, pero éste se resiste, se opone furiosamente a ser atravesado. Abusando de su poderío, rechaza al buque hacia la cresta. Una cresta que no tiene continuidad. Al llegar a ella, el buque vacila, y por su propia inercia se precipita en un abismo que, inmediatamente después, lo conduce a otra montaña. Y la siguiente, o la otra, llegan sin tiempo para que el barco se reponga. La montaña se le viene encima, lo cubre y sepulta durante unos momentos que se hacen eternos al sentir, bajo nuestros pies, el estremecimiento del casco luchando por liberarse de la masa de agua que lo envuelve.
Cuando, por fin, chorreando agua y espuma por los costados, el barco se alza triunfante sobre la cresta de la siguiente ola, es posible sentir temor a que la próxima, o la otra, no consiga superarla y se vaya por ojo. ¡Y son tantas las olas que pueden cruzarse en una hora o un día de navegación, que la tensión nerviosa del timorato llega a ser angustiosa!
Pero también esa lucha puede provocar en el marino sensaciones excitantes cuando, conocedor de las condiciones marineras del barco y de su capacidad para afrontar la tormenta, se identifica con él y goza del placer de verlo pelear y salir airoso de la pelea.
(Continuará)