Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
18 – Primavera 2010
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Hasta mañana, señor. Cinco minutos antes, su secretaria le había entregado la carpeta con todo lo relacionado al último y más importante contrato de la empresa. No se molestó en leerlo. Pensaba que faltaban diez minutos para que, como todos los días, de lunes a viernes, comenzara a girar el sillón lentamente, muy lentamente, hasta quedar de espaldas a su escritorio, con la mirada fija en las paredes grises del edifico que tras la amplia ventana asoma a su oficina. Conozco de memoria cada una de las cláusulas. Eso sí, los planos no le decían nada. Nunca le dijeron nada. Son cosa de arquitectos. Lo mío es convencer y vender. Sí, convencer para sentirme satisfecho como ahora. Mucho trabajó la empresa para esto. Mucho he trabajado para esto.
Con paso más torpe que apresurado fue hasta la puerta acristalada de su despacho. La entreabrió. Observó los percheros vacíos. Deslizó con suavidad el seguro. De la nevera eligió la botella de Magno. Prefiero el brandy frío. Una excentricidad según mi mujer, pensó antes de servirlo en una copa decorada con el logo de la empresa.
Volvió al sillón para contemplar su firma garabateada cien veces en un mismo papel. Le complacía mantener largo rato el primer sorbo en la boca, dudando si tragarlo o no. Tienen más estilo los arquitectos, repitió. Se encogió de hombros y disfrutó el bouquet. Al fin, cuando el líquido quemó con placer la garganta y el reloj de pared con siete idénticas campanadas le dio la certeza de que ya todos sus empleados se habían marchado, sintió que el instante esperado había llegado, la ceremonia medida con precisión.
Descolgó el teléfono. Su mujer daba vuelta a las páginas del último catálogo en la exclusiva boutique que adivinaba oculta detrás la M de McDonalds, ante la impaciencia de la vendedora y la cajera, que veían retrasar su salida por el capricho habitual de una buena cliente. La mejor.
Seguro estará allí. La luz del segundo piso sigue apagada. En las ventanas del tercero y el cuarto ya se han encendido.
El edificio deja de ser gris. La mayoría de sus huecos se iluminan. Observa el juego de las sombras mientras estira hacia atrás el brazo derecho para alcanzar los prismáticos.
Aún no se decide cuál puede ser el vestido que mejor se adapte al color de su pelo, a la forma de su peinado. La cena es nada menos que con el ministro. La firma definitiva de un contrato para la construcción de mil quinientos panteones de lujo en el nuevo cementerio. Estará la prensa. Sonreiré a todos. En especial al ministro, es tan atractivo.
Se retrasan, seguro que hoy las retrasa. Siempre es igual cuando está ella. Entra faltando dos minutos para cerrar. Disfruta viendo la cara de ira de la cajera. Le envidia y por eso la martiriza. Al final de cuentas, la vendedora tiene su comisión. Quisiera tener su cuerpo. Sus piernas. Su cara. Su sonrisa. Su simpatía.
Sí, es muy simpática. Bajo personalmente a pagar las facturas. Disfruto de sus ojos de noche. La tormenta en sus labios sonriendo. Gracias, señor, no importa la tardanza. Su señora es nuestro mejor cliente. Siempre lo repite. La más asquerosa. La que entra cuando vamos a cerrar. La que no tiene prisa porque sabe que no nos pagan horas extras. La puta que me hace llegar tarde a recoger a mi hijo. La bruja con bigotes. Es una bruja con el bigote depilado. Es cierto, vive en guerra con su bigote. Ella es siempre bienvenida. Tiene un gusto exquisito. Hacen tan buena pareja. ¿Será terriblemente cierto? Me gusta el pelo de la vendedora. El culo de la cajera. Los pechos de la vendedora. La cintura de la cajera. ¿Será verdad que hacemos buena pareja?
Puede que se decidiera a decirles que hace rato está decidida. Pero no, antes prefiere probar otros modelos. Ese sombrero le sienta horrible. Como su cara. Como su figura. ¿Cuál figura? Muchos billetes. Muchos billetes, uno arriba de otro, ésa es su belleza, señora.
Ahora están haciendo la nota de compra. Qué bueno es tener un marido con mucho dinero. Qué le habrá visto a esta bruja. Es encantador el sombrero, les da más brillo a sus ojos. No. No podemos nunca hacer buena pareja.
Por fin se enciende la luz del segundo piso. Están subiendo la escalera. La cajera usa ropa interior negra. La vendedora, pocas veces transparente.
Lleva su mano a la bragueta. Una silueta está ya en la habitación. Siempre entra primero la vendedora, pero es la última en salir. Se maquilla antes de vestirse.
Levanta los prismáticos. Hablan. Me señalan. O tan sólo lo crees. Los pezones de la cajera asoman puntuales tras el raso blanco. Hoy cambió el color. Me sonríe. La vendedora ríe. Buena comisión te has llevado. Le besa la mejilla. Le acaricia los hombros. Esa boca. Tiene sed. Compró el modelo que peor le queda, pero es el más caro. Se besan. Nos besamos. Tomo otro sorbo de Magno.
Por un momento se pierden de su vista. Todo lo veo. Vuelven en el espejo fusionadas para mirarme y reírse de mí.
La cajera hace un ademán. Ya es tarde. Las deseo a las dos por igual. No me desean. La vendedora se maquilla. Aplauden al público. Una reverencia y salen del escenario. Mi mujer, cargada de paquetes, asoma su sombrero bajo la M, cruza la calle y se dirige a la puerta de nuestro edificio. De nuestro panteón.
Las sombras escapadas del espejo van hacia la puerta. Giro el sillón más de prisa. Se levanta con cuidado, tratando de no manchar los planos. Camina más torpe aún hacia el pequeño lavabo, junto a la nevera. Abro el grifo con la mano derecha. El agua corre alegre. Termina como todos los días cansado. Una mano lava la otra. Suena el intercomunicador de portería. La izquierda ya no tiene semen. Su señora lo espera.
Se seca. Retira la copa vacía del escritorio. Con sumo cuidado la lava. Es más tarde que de costumbre. Ajusta el nudo de la corbata. El edifico de enfrente otra vez está en penumbras. Mañana la cajera me pasará la cuenta. Me volveré a enamorar de ella. Qué guapa estás, querida. Es que he comprado todo esto. Tal vez pienses que es demasiado. No, amor, no importa. El ministro paga.