Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
77 – Invierno 2025
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Vuelo al sur
El
niño se tumba en la hierba húmeda. Observa bandadas de aves aletear en la misma
dirección. El niño saborea ese ritual, le regocija suponer ser también un
pájaro alejándose rumbo al templado clima que persiste al final del viaje. El
niño se nutre del último olor a tierra rociada, del último cielo ya gris
insípido y melancólico, eficiente en la explicación de por qué las aves parten
entre graznidos, perfectamente formadas, a velocidad de crucero y persuadidas
del entender de sus alas.
Una,
dos tres... pasan ante mis ojos ondeando el mismo entusiasmo con el que
partieron los romanos a conquistar grandeza para su emperador. Puedo adivinar esos
pequeños ojos centelleantes dispuestos al asalto del horizonte, impulsados por alones
firmes, metódicos, acompasados, tenaces, repletos de mañana. No hay divergencias,
el propósito es único y el regreso se dictará cuando lo notifique la prudencia.
El
niño se revuelve en la hierba, madura la existencia de un ave discordante. Esa
ave no puede ser parte de una sociedad de plumas uniformes, con reglas
precisas, inviolables. Tiene que constituir una diversidad. Los niños somos
diversos, los pájaros deben serlo.
—Debo
entrar en la bandada, contar cada ave, una a una —se convence a sí mismo—. Así
será posible distinguir, reconocer, el ave de la discordia. La que rompa con lo
establecido aun siendo infinita minoría.
Seguro
que está, para encontrarla me exigiré más, me divertiré más. Sí, lo haré,
contaré cada pájaro y seguro que lo veré rebelde, contestatario, con sus alas pintarrajeadas
de rojo, proclamando que su volar es una recreación, no la necesidad de transportarse.
Que migrar no es lo adecuado, que procrearse no debe ser el fin si la formación,
la obligatoriedad, la disciplina, entendida como militar, sólo permuta en ausencia
de libertad.
¿Dónde
estás, pájaro de alas rojas? ¿En qué parte de la bandada vuelas? Uno, dos,
tres, cuatro... No puedo seguir. Son más veloces y al contar no supero la
decena, quizás alguna más, y todo es una masa uniforme, obscura, firme, segura
de lo que quiere.
Aquí
llega una bandada más. Vuelvo a intentarlo. Son demasiadas aves las que vuelan,
incontables aunque sean sólo un número, una idea fija, un mandato de la
naturaleza. Autocensura. No observo diferencia alguna y todas siguen, al
compás, su música de vuelo. Enhiestas, vanidosas, sin mostrar fisura alguna.
Cuello contra cuello, ala con ala, son una, sólo una. El ave de plumas pintadas
de rojo no existe o, si constó, fue con el único fin de agrupar más el vuelo
colectivo.
Con
el paso de los años, no he vuelto a tumbarme en la hierba, salvo para solearme.
Ahora, adulto, no dejo de observar con añoranza de infancia las aves
migratorias, sigue asombrándome su cielo, el plomo del atardecer y la añoranza
de la verde humedad, el olor a tierra y el ensueño de integrar uno de esos
vuelos, tan anónimos como capaces de obviar la retina humana.
Aún arde el deseo de que exista el ave discordante. Seguro que no es ciudadana en su reino, un ave de alas rojas obligada a extinguirse formando otro conglomerado de plumas, una masa dócil, de regido mundo, aferrada a unas usanzas sólo alteradas por la presencia de algún niño que, tumbado en la hierba, entre poderosas alas rojas, espera volar atendiendo, cual Ícaro, a sus costados desplumados y derretidos. Extemporáneo para desear ese vuelo sin motor, transoceánico, esa expedición al sur a la que no he podido renunciar.