Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
77 – Invierno 2025
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Capítulo 3
Ortega deja de mirarle y se dirige
hacia el mueble donde esconde el brandy. Se pone una copa sin dar demasiado
crédito a las especulaciones de Guillermo. El viejo detective levanta el vaso y
el alcohol transita raudo por su castigada garganta. Gira la cabeza hacia su
socio, que sigue pensando en su amiga asesinada. En silencio, dubitativo. Da
otro trago. Más largo que el anterior. Niega con la cabeza antes de toser
violentamente. El ruido devuelve a Guillermo al presente.
—Tenemos que movernos.
Ortega no se da por aludido. Suele
actuar así cuando un asunto no le interesa. Guillermo resopla, despacio,
hinchando los carrillos. Un tic nervioso se adueña de uno de sus párpados. Toma
aire profundamente. El aire que necesita para hacer frente al desasosiego que
siente. Ortega continúa contemplando indiferente un vaso del que ya ha
descargado la mayoría del brandy. Guillermo hace el esfuerzo de serenarse, de
elegir bien sus próximas palabras. Como un artesano del lenguaje. Sólo que un
artesano dentro de un edificio en llamas. Generalmente es él quien pone la
cordura. Pero en ese momento, se ve incapaz de hacerlo y sabe que si los dos
estallan, las consecuencias son imprevisibles. Sin embargo, vuelve a sentir la
misma sensación de su adolescencia, ésa que no puede nombrar, que no sabe bien
cómo describir. La que tenía casi olvidada, dormida. Dejarse llevar le suena
demasiado bien. Una descarga que se extiende por todo su cuerpo, desde el
estómago hasta los tobillos, hasta las puntas de los pelos. Una furia cegadora
le arrebata el control de sus acciones y su dedo índice apunta inquisidor hacia
Ortega:
—Sabes que tengo razón, joder.
—Gañán, relájate.
La réplica enerva todavía más al
joven detective, que da dos pasos en dirección a su socio contoneándose por la
furia.
—Ni se te ocurra volver a decirme
que me relaje cuando hay personas importantes para mí en peligro de muerte.
—No puedes estar seguro de eso.
—De lo que no estoy seguro es de
que te importe lo más mínimo.
El silencio vuelve a conquistar la
estancia mientras los dos hombres se miran como fieras enjauladas. Guillermo
siente el corazón palpitar y la garganta seca. Un martilleo sacude sus sienes.
Se muerde el labio con fuerza para refrenar su arrebato de ira. Ortega,
impasible, se atreve a retomar el intercambio de reproches:
—Te estás dejando llevar por tus
prejuicios.
—¿Por qué alguien querría matarla?
—Algún cabrón. O tal vez alguno de
sus reportajes ha ido demasiado lejos.
—¿Tú crees?
—Lo de la mafia holandesa de la
Costa del Sol. O la historia sobre las basuras en Alicante y Orihuela.
No lo había pensado. Pero Blanca
era de las que se metían de cabeza en los asuntos más turbios. Como había hecho
con el Club Baronet una década antes. Sólo que entonces su jefe, un estirado
que manoseaba a las becarias, no había aceptado publicarlo. Guillermo se queda
en silencio. Su mente vuelve a trabajar conectando piezas hasta que retoma su
argumentación:
—En poco menos de un mes, han
fallecido el profesor Mediero, el forense Anastasio Rodríguez y ahora Blanca
Tur. No tendría por qué haber ninguna relación. Mediero era un hombre mayor y
su fallecimiento era esperable. Muerte natural. Anastasio se suicidó. Algo
imposible de creer para cualquiera que le conociera. Y ahora, Blanca es
asesinada. ¿De verdad quieres decirme que son todo casualidades?
—¿Y por qué alguien haría algo así?
—Para mandarme un mensaje. Para
joderme la vida.
—Creo que no me gusta por dónde
vas.
—Los infames del Club Baronet.
Ortega pone los ojos en blanco,
detesta toda aquella historia y cree que Guillermo vivía obsesionado con el
maldito club.
—¿Otra vez? ¿Vamos a volver a
hablar de eso? Creo que ninguno de los dos acabamos bien la última vez que
tratamos ese tema.
—Mediero, Anastasio y Blanca han
salido peor parados.
—Nosotros podríamos haber corrido
la misma suerte. Hace diez años, joder.
—Hay más —recuerda Guillermo de
pronto.
—Sorpréndeme.
—Desde hace algún tiempo recibo
llamadas de un número desconocido.
—¿Y qué te dice?
—Nada. Se queda en silencio.
—¿Cuántas has recibido?
—No sé. Doce, quince.
—¿Sigues cogiendo el maldito
teléfono?
—Lo hago por si es un nuevo
cliente. No estamos como para dejar pasar encargos —la situación financiera de
la agencia no era precisamente boyante. Ortega contesta con un gruñido.
—Siguen siendo casualidades.
—¿Estás ciego? ¡Es imposible que
sea así! —la voz de Guillermo ha debido escucharse en toda la manzana.
—Repasemos lo que sabemos. Mediero,
que tenía unos cuatrocientos años y fumaba puros y bebía whisky del caro, murió
en su casa mientras dormía con su mujer. Anastasio, que tenía la jodida
profesión de forense, se suicidó. ¿Cómo lo hizo?
—Se emborrachó, se metió en la
bañera y se cortó las venas. Su mujer, que también es médico, estaba de guardia
en el hospital y lo encontró al día siguiente.
—¿Lo investigaron?
—Había una nota.
—¿Qué ponía?
—No lo sé exactamente, pero al
parecer era muy explícita.
—¿Y estaba escrita por él?
—Según el grafólogo, sí.
—Eso no es suficiente.
—Pues no sé qué más decirte,
Ortega.
—Gañán, si tienes razón, ninguna de
esas dos muertes fueron lo que parece. Así que la nota tiene que ser
necesariamente falsa.
—¿Y qué podemos hacer?
Ortega se toma unos segundos antes
de continuar.
—¿Del crimen de tu amiguita se sabe
algo?
—Lo poco que ha salido en la
prensa. Que iba andando por la calle cuando alguien la sorprendió y la degolló.
Tal vez un robo, porque le habían quitado el bolso y el reloj.
—Eso suena a película americana.
Aquí los atracos callejeros no acaban así.
—Pues de momento, según los medios,
es la principal línea de investigación.
—Algún imbécil se estará encargando
—murmura Ortega. Su consideración hacia la policía era más bien escasa.
—Pues tú dirás qué hacemos.
—¿No lo ves claro, gañán? Sólo
podemos investigar a ver si esas dos primeras muertes fueron o no lo que la
gente cree. Pero antes tenemos que hablar con la familia de tu amiga.
—¿Con la familia?
A Guillermo no le hace especial
ilusión ver a Claudia y está seguro de que su suegra no desea tenerle por allí.
—Es inevitable.
—¿Para qué?
—Para presentar nuestros respetos y
ofrecer nuestros servicios para colaborar en la investigación.
—Ni nos escucharán. Son de los que
confían en la policía.
—Deben ser los únicos en todo el
puñetero país.
—Tal vez, pero no querrán saber
nada de nosotros.
—Habla por ti.
Ortega era incorregible. Sin
embargo, acaba asintiendo con la cabeza. Ni siquiera él sabe por qué. Pero le
acaba dando la razón.
—Tendríamos que ir al tanatorio.
Aunque imagino que, siendo un asesinato, no tendrán todavía el cuerpo. Estarán
en la casa familiar.
Guillermo asiente consciente de que
no va a ser un momento fácil para él. Deciden ponerse en marcha. En el último
segundo, el joven detective se acuerda de los regalos de sus padres y agarra la
bolsa desde la puerta justo antes de abandonar la agencia en dirección al viejo
Peugeot 205 de Ortega.
—Maldito el día en que nos pusimos
con el jodido Club Baronet.
Ortega se queja con su voz ronca
mientras descienden las escaleras del edificio. Siente arreciar los dolores de
su pierna derecha. La cojera se acentúa y su mal humor también.
La calefacción del coche de Ortega
se ha vuelto a romper. El destartalado 205 agoniza ante la falta de cuidados de
su dueño. Las cuchilladas heladas les acribillan indefensos durante el trayecto
hasta la casa de la familia Tur. Guillermo ha aceptado el viaje como algo
inevitable. Guarda silencio resignado. Ortega conduce como acostumbra.
Demasiado rápido. Demasiado pegado al coche de delante. Dando frenazos. Sin
usar los intermitentes. Intimidando con las largas y abusando del claxon. Mientras
tanto, Guillermo se siente como un animal al que conducen al matadero. Imagina
un destino fatal cuando el coche llegue al hogar de la familia Tur. Le tiemblan
las manos de los nervios y su mente imagina los peores finales posibles. En un
momento de lucidez, recuerda que debe avisar al resto de personas que cree que
corren peligro. Saca su móvil y redacta a toda prisa un mensaje para Emma y
otro para Miranda. No les detalla lo que cree que sucede, sino que les comenta
que tiene algo importante que decirles. Contesta el mensaje que tenía pendiente
de su madre y le confirma que irá a cenar. No se decide a escribir a Zuluaga.
No sabe qué decirle. Ni si sigue usando el mismo número. Al final, se arma de
valor y le expone que tiene que hablar con él. El mensaje llega a su
destinatario. Zuluaga mantiene su antiguo número. El pulso de Guillermo se
acelera. No tiene claro si es debido al contacto con su antiguo amigo o a la
forma de conducir de su socio.
Aguza el oído y escucha la noticia
que comentan en la radio. Habían detenido al comisario Requena. Ortega, que le
conocía, masculla algo en voz baja. Aquel hombre era un personaje oscuro y
corrupto. Siempre le había extrañado que Requena no estuviese metido también en
lo del Club Baronet, pero posiblemente Inglada y el Jesuita no querían
compartir con él su parte del pastel. Ortega conduce maldiciendo el país de
corruptos en el que viven. Aunque él mismo no es la personificación de la
virtud, hay que reconocer que tiene un código ético propio. Resulta difícil de
comprobar, pero aparece cuando menos se le espera.
Mientras el joven ha estado
escribiendo con el móvil, Ortega ha abandonado su apatía. Tan sólo para mostrar
su irascibilidad. Le sucede siempre que va al volante. Ya ha usado el claxon en
varias ocasiones para amedrentar a otros conductores. Guillermo empieza a
sentir un embotamiento en la cabeza y un regusto extraño en el estómago. Es
algo inevitable cuando el viaje dura más de diez minutos si conduce Ortega.
Además, no debería haber usado el teléfono. Un pitido le indica que alguien le
ha contestado. Está seguro de que es Miranda. Muestra una tímida sonrisa cuando
comprueba su acierto. El resto ni siquiera ha leído todavía sus mensajes. Pero
su editora es adicta al móvil. Su cuerpo y su mente parecen moverse más rápido
que el resto de la humanidad. Miranda Alcalá apenas ni duerme. Su energía es
desbordante y se percibe incluso a través de su forma de escribir. Le ha
contestado con media docena de mensajes. Le pregunta por cómo está, por su
nuevo manuscrito, y le dice que tiene un hueco antes de la cena por si quiere
tomar algo en la cafetería Olmedo, donde siempre quedaban. Guillermo obvia el
tema del nuevo libro, saca cuentas y cree que le da tiempo a ir a la casa de la
familia Tur, una cerveza con Miranda y llegar a cenar con sus padres la Noche
de Reyes.
Responde que sí a la invitación de
su editora justo cuando siente la primera arcada. No sabe si pedirle a Ortega
que detenga el vehículo. Lo de usar el móvil ha sido una pésima elección.
Tampoco lo necesitaba para marearse. Era algo inevitable, siente ansiedad y se
tapa la boca para disimular sus ganas de vomitar. Casi desea tener un accidente
para detener el vehículo. Ni siquiera el frío evita el mareo que controla su
cuerpo. Ortega se da cuenta entonces del estado de su socio.
—Gañán, estás flojo hoy.
Aunque el viejo detective suaviza
sus palabras, Guillermo no se engaña. Tan sólo ha comenzado con su ataque. No
le contesta. Ni quiere. Intenta controlar la respiración. Piensa que el cerebro
puede controlar el cuerpo. ¡Y un cuerno! Las ganas de vomitar van en aumento.
Intenta viajar con su mente a otro lugar, a otro momento, antes de que sea
demasiado tarde. Y se planta en la cafetería Olmedo. Allí había conocido a
Miranda Alcalá casi una década atrás.
Miranda era la única persona que le
llevaba ayudando desde el principio, pese a todo lo que Guillermo había hecho.
Sabe que no se merece la fe que tiene depositada en él. Era el único
responsable de la ruptura que había habido en su relación. Desde que la habían recompuesto,
hacía todo lo posible para que sintiese que merecía la pena trabajar con él.
Aunque sus últimas obras tenían unas ventas decentes, las cifras se alejaban
mucho de las que había conseguido con las primeras. Tanto su segunda novela, La
mujer del fular rojo, como la primera, Los infames del Club Baronet,
habían sido dos importantes éxitos editoriales.
Su primer libro había surgido a
partir de su trabajo como detective. La investigación a los miembros del Club
Baronet había sido un fiasco. Pero Guillermo había decidido novelar todo lo que
habían averiguado. Y aunque había cambiado los nombres de los protagonistas,
tenía claro que muchas personas implicadas se podrían sentir identificadas en
la trama. Incluidos el comisario Inglada y el inspector jefe Pont, que eran los
mandos principales de la comisaría de Policía Nacional del barrio de Salamanca
en Madrid. Pero ésa era su pequeña venganza. Se podía escribir en defensa
propia, recordaba haber leído en una entrevista a un conocido director de cine.
Una vez terminado el primer
borrador, intentó que las principales editoriales del país se lo publicasen. La
mayoría de ellas ni siquiera le respondieron y el resto declinaron su
ofrecimiento. Guillermo desconocía los entresijos del mundo editorial y se
sintió completamente desanimado. Sin embargo, por suerte para él, Emma Montero
tenía una idea. Conocía a una persona que estaba montando su propia editorial.
Se llamaba Miranda Alcalá y le puso en contacto con ella. El joven detective
con aspiraciones literarias le envió el manuscrito por e-mail y se
olvidó del asunto. Tras todos los rechazos editoriales, Guillermo había perdido
la fe en su novela. Así que el día en que vio entrar a Miranda en la cafetería
Olmedo, un lugar sin nada especial de Madrid, no esperaba gran cosa. La mujer
miró hacia ambos lados desde la puerta. Le había dicho que llevaría el borrador
de la novela y gracias a él la reconoció. Apenas superaba el metro y medio,
tenía un rostro anodino y estaba extremadamente delgada. Vestía de manera
informal y aparentaba una edad indeterminada entre los quince y los cincuenta
años. Sin embargo, su actitud vitalista sorprendió a Guillermo. Traía su
manuscrito plagado de marcadores de páginas, subrayados y comentarios. Parecía
como si una profesora de secundaria hubiese corregido una redacción mediocre.
Pero desde el primer momento, le transmitió su intención de publicar Los infames
del Club Baronet. Las palabras de Miranda Alcalá emocionaron a Guillermo
Sandemetrio como no imaginaba que nada en el mundo pudiera hacerlo.
Sin embargo, la editora le insistió
en la necesidad de mejorar el manuscrito, tarea a la que se dedicaron en cuerpo
y alma los siguientes meses. Durante ese tiempo, Miranda le demostró la
metódica planificación que aplicaba tanto a su trabajo como a su vida personal.
Era obsesiva hasta el punto de que cumplía los mismos rituales de manera casi
religiosa. Sus semanas estaban diseñadas siguiendo un esquema prácticamente
calcado: acudía al fisioterapeuta todos los lunes a las 16.00 horas, cada
martes cumplía con una actividad de voluntariado en una asociación desde hacía
años, y los jueves quedaba con sus amigas de la facultad a la misma hora y
lugar. Era tal su nivel de perfeccionismo que si Miranda Alcalá hubiese
dirigido la Unión Soviética, hoy el mundo entero escribiría en su currículum
ruso nivel medio.
Finalmente, Los infames del Club
Baronet vio la luz dentro del modesto sello editorial Estang Books y,
contra todo pronóstico, fue un absoluto éxito de ventas. Había sido el inicio
de todo, recordó Guillermo asaltado por una nostalgia contaminada por el
arrepentimiento.
Entonces Ortega, que había
continuado hostigándole verbalmente, aparca el vehículo de manera brusca.
—Ya estamos aquí, princesa.
Habían llegado frente a la casa de
la familia Tur. Guillermo abre la puerta y se dobla para vomitar en la acera.
Un par de curiosos se detienen a mirarle. No tiene gran cosa en el estómago.
Así que es algo rápido. Violento, pero rápido. Ortega se apoya en el coche y
saca un cigarro. No le importa esperar. Observa con una mueca sarcástica sus
tribulaciones. Guillermo se toma el tiempo necesario. Finalmente, su socio le
pregunta:
—¿Tienes algún plan?
Guillermo niega con la cabeza
mientras se limpia la boca como puede. Ortega carraspea antes de continuar:
—Presentamos nuestros respetos a la
familia y ofrecemos nuestros servicios.
—Sé que no lo dices en serio.
El joven detective trata de sonar
conciliador recurriendo a sus mejores dotes diplomáticas.
—¿No te parece una buena idea?
—No.
—No tenemos nada mejor que hacer
aquí.
—Decirles lo mucho que lo sentimos.
Ortega da una calada profunda y
mira hacia un extremo de la calle con la mirada perdida. Un escalofrío recorre
la espalda de Guillermo. Se da cuenta de que no está seguro de que haya algo
que a su mentor le importe realmente. Estiran ese tiempo muerto, en silencio.
Tiritando de frío. Guillermo vuelve a revisar su móvil. Su madre da por buena
su respuesta. Ni rastro de Emma o Zuluaga. Ortega sigue fumando con resignación
hasta que un ataque de tos le provoca espasmos por todo el cuerpo.
—Nunca vas a cambiar —le dice
Guillermo.
—¿Yo? ¿A mi edad?
—Nunca es tarde.
—Mejor apúntate tú a esa filosofía.
Mira, ahí hay uno de esos patinetes que tanto te gustan —la sorna supura en
cada una de sus palabras.
Lo de destrozar patinetes
eléctricos tiene su historia. Ortega, que la conoce, disfruta restregándoselo.
Es la última herida que le queda de su relación con Claudia.