Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 76 – Otoño 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

La niebla


Es muy difícil escribir con los dedos doloridos. A veces marco una letra por otra y el corrector, en vez de ayudar y corregir, lo toma como un estímulo para buscar la palabra más inadecuada, hasta la más ofensiva. Si escribo «pura», me lo cambia por «puta». Una vez quise sentirme «empoderada» y, en cambio, acabé «empotrada».

Echo de menos aquellos días de cuaderno y boli bic, la fragancia inigualable del café, la neblina cayendo despacio fuera, el tiempo que se deslizaba como agua sobre la hierba, mediodía ya y la comida sin hacer, pero nada importaba porque las palabras brotaban de entre mis dedos, goce y dolor, chocolate que se espesa como saliva en momentos de angustia, y la arena de los relojes que se vierte formando una playa, y las olas que golpean, y el infinito es de color naranja como una estrella de mar varada en la orilla, y tú llegabas y yo escanciaba vino blanco en las copas traslúcidas y, mientras tú me contabas tu mañana, yo iba troceando tomates y pimientos, mezclándolos con atún de lata, orégano, albahaca y huevos duros que siempre tenía de reserva, y qué bueno está todo lo que haces, me decías, y yo cortaba un pedazo de queso duro, bien curado, y en tus labios las gotitas del vino brillaban como minúsculos diamantes, y el olor del café, y tu partida, y de nuevo mi mundo se cerraba sobre mí, éramos el cuaderno, el bolígrafo y yo, esa felicidad que nadie entiende, la compañía de una soledad encantada, y un día tú no volviste y yo te esperé y te esperé, y la noche me envolvió y ya no había pájaros ni rosas, y el nudo que me atenazaba el pecho se fue cerrando hasta estrangular cada palabra hermosa que quisiera surgir de mí.

Te fuiste, o yo me perdí, nunca he estado segura. Se rompieron las copas que un día compramos juntos, se derramó el vino por desagües oxidados, ya no había pan ni queso, pronto no hubo café, ni casa, sólo la niebla cayendo sobre mí y este carrito gris donde guardé tus cartas y tus fotografías, mis libros de poemas y el cepillo de concha con el que algunas noches te gustaba desenredarme la melena. Peinabas y peinabas mis crenchas, cuidadoso, tus manos eran cálidas, y tu aliento me envolvía como una gasa que lo vistiese todo de dorado. Me besabas después, tus labios sobre mi hombro, los dos frente al espejo del tocador —¿recuerdas?—, nuestro amor era una burbuja que nos separaba del resto del mundo, que nos protegía y nos aislaba. Pero el amor no es suficiente cuando los hombres se odian, cuando por el cielo desfilan, atronadores, los pájaros de estaño que arrojan globos hinchados de muerte, y desde fríos despachos relucientes de madera y cueros, un dedo sin alma pulsa los botones que deciden el futuro de padres, madres, niños, ciudades, perros y árboles.

Recuerdo polvo, piedras, edificios que mostraban al aire, con desvergüenza, sus tripas de hierro y cemento. Recuerdo hombres y mujeres que no miraban a los ojos, que no buscaban a nadie ya, que me aceptaron entre ellos con la resignación de quien ya no se desinfecta las heridas. Me enseñaron a guardar un mendrugo de pan, desmenuzarlo y acechar a las palomas que, hambrientas como nosotros, se disputaban las migas. Me enseñaron a tomar lo que no era mío y salir corriendo, a encogerme de hombros si me alcanzaban, a masticar raíces y ramitas de hierba para engañar el vacío del estómago. Recuerdo caminos polvorientos donde olía a sudor, a miedo, a sálvese quien pueda. Vías infinitas por donde trenes sin destino cortaban el aire, rostros borrosos que se diluían ante nuestros ojos cansados, nubes de humo pendiendo sobre ciudades grises que se desbordaban sobre campos verdes, amarillos o rojos.

Llega un día en que comprendes que se ha acabado la búsqueda, que no hay más camino para hacer, que has llegado, no a la meta, sino a la tapia donde se cierran las salidas. Lo vas aprendiendo poco a poco, a medida que el aire se espesa a tu alrededor. Descubres que el sol sale cada día entre los mismos edificios, que son los mismos perros los que se te acercan en el mismo parque, los mismos transeúntes, la tienda de la esquina, la cafetería que miras desde fuera, la llovizna en tu pelo. Alguien te regala un abrigo oscuro, porque ya eres oscura, como los viejos, y encuentras una boina en una tienda de segunda mano. Hace mucho que dejaste de ser la que escribía en un cuaderno azul, la que saboreaba amor y seguridad cada mañana. Pero tienes un teléfono plano que te conecta al mundo, donde puedes abrir un mapa y recorrer con el dedo el camino de vuelta adonde nunca regresarás, y puedes ver fotografías que te muerden la garganta de nostalgia, y repetir nombres en el idioma en el que tu madre te contaba sus cuentos. Recuerdas el olor dulce y penetrante de la niebla que descendía sobre las aceras, el verdor que bañaba tu ventana en primavera, el pájaro feliz que saltaba en tu pecho a mediodía y tus dedos, aun doloridos en los nudillos, teclean palabras que te recuerdan que aún no estás muerta. A lo mejor un día alguien se sienta en el otro extremo de ese banco en el que ya no esperas cada mañana, y en sus ojos reconoces una mirada hermana, y tal vez, sin pensarlo, continuéis un diálogo comenzado antes de que el mundo se nos diera la vuelta. A lo mejor otra boca guarda como un tesoro las palabras que nunca pudiste teclear, las que sólo adquieren verdadero sentido cuando quien las pronuncia lo hace en voz queda, muy cerca de tu oído, más aliento que voz.

A lo mejor aún quedan otros vinos para saborear despacio, sorbo a sorbo, como aquella neblina que humedecía tu pelo cuando aún eras rubia y tus ojos brillaban.