Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
76 – Otoño 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

(Relato publicado tras el fallecimiento de su autor, Alfonso Pérez Gracia, colaborador de esta revista en varios números anteriores)
La calle
El Cañón es una de las más típicas de la ciudad amurallada de Portobono. Es
bastante conocida por propios y extraños, ya que está muy cerca de la plaza del
Ayuntamiento y además hace picoesquina con la calle Mayor. En ella se han
instalado tiendas de todo tipo que suelen estar muy concurridas.
La tienda
de ultramarinos de don Santiago Heredero, situada en una de sus esquinas, es
una de las más antiguas del barrio. Aunque tuvo su esplendor, en los últimos
años sus ventas han caído mucho y se rumorea que pueden traspasarla o incluso,
si no se encuentra a un comprador, cerrarla.
Aunque no
era habitual, aquel día había en la tienda más gente de la normal. Clientes y
curiosos habían formado una especie de semicírculo alrededor del mostrador de
la charcutería. En el techo, las aspas de dos ventiladores trataban, con poco
éxito, de remover el aire caliente del mes de junio que se había ido acumulando
en la sala de ventas. Antonio Acosta, un veterano estibador de las Obras del
Puerto, y cliente usual, había apostado parte de su paga a que ningún
dependiente del establecimiento era capaz de vencerlo a un pulso. Félix Roca
había sido el primero en aceptar el desafío. A sus treinta años sus músculos
seguían siendo fuertes. Él era el que organizaba las descargas de la mercancía
que traían los camiones. Era capaz de llevar con facilidad sacos de cincuenta
kilos de azúcar. Don Santiago le había ofrecido ser el encargado, pero las
bajas ventas y las dificultades de reorganizar el negocio le hicieron rechazar
el cargo.
Félix se
ha sentado por detrás del mostrador, enfrente del estibador. Apoya su codo
derecho sobre el mármol y agarra la mano de su adversario. Luego, coloca su
brazo izquierdo en la espalda. Mientras mira a los ojos del portuario, su brazo
derecho da un tirón de prueba. El brazo de su rival no se mueve. El golpe de
gracia llegó a los veinticinco segundos. Después de dos engaños, Antonio
descargó toda su fuerza sobre el brazo de Félix. El golpe de los nudillos sobre
el mostrador se mezcla con gritos de admiración. No hay duda de quién ha
ganado. Se oyen algunas risas burlándose del dependiente. «Félix, estás flojo
hoy. ¿Es que no has comido?».
Detrás del
mostrador, el encargado de la tienda aprieta los dos puños. Enrique Ramos sólo
tiene dieciocho años y es su primer año al frente del comercio. Se siente
fuerte, pero nunca ha retado a nadie a un pulso. La cajera lo ha mirado de
refilón. Anita trabaja allí desde hace sólo tres meses. La anterior se casó y
le dieron el finiquito. Ese puesto no podía ser para una mujer casada, le
explicaron los dueños del establecimiento. Anita, desde que empezó a trabajar,
se ha fijado en el encargado. Le gustan su altura y su porte, aunque la cara la
tiene aniñada y está delgado. Hasta ahora se ha portado bien con ella y la ha
ayudado en un par de ocasiones a cuadrar la caja.
Ambos se
miran. Ella sabe que es fuerte, pero tiene miedo de que le hagan daño. «No lo
hagas, Enrique, te puede romper un hueso». Él le sonríe. «No me conoces
todavía. Sé lo que hago. Déjame cinco duros». Ella lo mira preocupada. «Si
pierdes, me despiden».
Cuando
empieza el pulso, la tienda está llena de gente. Incluso hay personas que
intentan mirar a través del escaparate. Los dos brazos están tensos en el
centro del mostrador, pero la balanza no se inclina hacia ninguno de los lados.
Antonio se sorprende al principio de la fuerza del chaval. Empuja con más
fuerza y Enrique parece ceder. Cuando todo parece decidido, el brazo de Enrique
se tensa como la cuerda de un arco, para después empujar hacia la mesa el brazo
de Antonio. Se oyen gritos de admiración y algunos aplausos.
Más tarde
todo son risas y felicitaciones. El estibador le entrega el dinero al joven
encargado. Anita respira aliviada de que Enrique no se hiciera daño. Félix
siente envidia de su joven compañero y lo felicita a regañadientes. «Le has
ganado porque primero se enfrentó conmigo y estaba cansado». Enrique les sonríe
a los dos y los invita a una cerveza con el dinero de la apuesta.
Don
Santiago acaba de entrar en la tienda. Se hace el silencio y muchos curiosos
aprovechan para salir del establecimiento. Anita guarda en la caja con disimulo
el dinero que han ganado en la apuesta. Pese a estar sorprendido, don Santiago
no parece estar enfadado. Pregunta cuánto dinero hay en la caja. Luego sonríe.
«Enrique
sabía que contigo no me equivocaba. Nunca he visto tanta gente en mi tienda y
una recaudación tan alta a final de mes. Pero no olvides que esto no es un bar,
sino una tienda de ultramarinos».
Los
curiosos terminaron de salir. Enrique cerró la puerta para que no entraran más
clientes; mientras, se terminó de despachar a los que ya habían entrado.
Juanito, el empleado más joven, echó serrín al suelo y comenzó a barrer. Anita
cuadró el dinero de la caja; mientras, con disimulo, le guiñó un ojo a Enrique.
Don Santiago se despidió de todos. Mientras salía, pensó que quizás no iba a ser necesario vender la tienda.