Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 76 – Otoño 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja


Sinvergüenza

 

Un insulto ha cruzado hoy mi calle. ¡Sinvergüenza! Un esputo de verano, seco como una planta rodante. Desde la casa vieja de enfrente, la de la tapia alta, ha atravesado veintidós metros de asfalto y se ha elevado sobre el calor, el escape de una moto y el cansino mensaje comercial del tapicero (siempre me recuerda que necesito una descalzadora). No he podido ver quién ha pronunciado tan grueso epíteto. El timbre de voz podía ser de una mujer mayor, pero también de un hombre joven. Me inclino por lo primero: su tono, entre iracundo y resignado, contenía demasiada rabia masticada.

Tampoco he visto a quién se dirigía porque los antiguos dueños decidieron rodear el jardín con un muro de tres metros de altura. Granito sin pulir contra las mañas de los ladrones y las miradas vecinas, ejercitadas entre los visillos más finos de la comarca. Me pregunto por el receptor del improperio. ¿Un cuñado gorrón al que se invitó una semanita en julio y, llegado el veinte de agosto, aún no ha preparado la maleta? ¿Una comodidosa prima que nunca ayuda a poner la mesa? ¿El nieto malcriado que no se quita la arena de los pies al volver de la playa?

Lo pienso mientras abro otra cerveza, la octava o novena de la mañana. ¿Qué habrá empujado a la señora, que ya imagino con un vestido azul y descuidadas raíces canosas, a gritar así? Si no ha sido una disputa familiar, tan frecuentes en estas fechas de sudor y populosas convivencias veraniegas, algo muy ardiente debía anidarle en las entrañas para hacerle explotar así.

Quizás veía distraída la tele, un programa ligero de verano, y ha insultado a ese presentador que todo lo critica, excepto lo que ve en los espejos. El de las chaquetas de colores que le dice cuánto tiene que pesar, cómo ha de vestir, de qué se tiene que operar. O, por la hora, podría estar atendiendo las últimas novedades sobre ese político distraído que, ora en Bélgica, ora en Barcelona, viaja gratis mientras ella se ahoga con una pensión de quinientos euros.

Puede que descargue su cólera, podrida tras ocho meses sin que le den cita para su resonancia de rodilla, en esos dos dirigentes que no saben ponerse de acuerdo en nada, excepto en la revisión anual de su sueldo y el de sus acólitos.

O que haya auscultado el cielo y, entre las escasas nubes, le haya parecido ver a ese dios que les dio sabiduría a sus hijos para inventar las armas, pero no para destruirlas; para cultivar los alimentos, pero no para repartirlos.

Se repite el grito. ¡Sinvergüenza!

Pero ahora no ha sido la mujer mayor. Al abrir la décima o undécima, se lo he chillado yo a mi propio reflejo, moteado en una ventana tan sucia como el resto del apartamento. No tengo trabajo, ni salud, tampoco la custodia, pero mi copia de cristal ni se ha inmutado con el grito. La última cerveza ha anestesiado mis temblores, también la pena amarga de los que conocen la vergüenza. ¿Fue Séneca quien habló de eso?

Qué más me da.