Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 76 – Otoño 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

El devenir del tiempo

Salí al amplio porche de la casa y miré a mi alrededor. Era algo que hacía todos los días, pero no por rutinario me resultaba monótono o aburrido.

 Mi mirada se detuvo en las moreras que estaban situadas a la derecha del jardín. En la época en la que nos encontrábamos (finales de la primavera, comienzo del verano) se veían majestuosas. Sus frondosas ramas de hojas verdes formaban una suerte de cúpula abombada que caía desmayadamente como si de sauces llorones se tratase.

Este año las habíamos podado hasta que sus ramas caídas quedaron a la mitad del tronco, y en este momento, se movían acompasadamente con el soplo del ligero vientecillo que acababa de levantarse.

Los cipreses que rodeaban la pequeña finca seguían, con sus copas altas y espigadas, el mismo ritmo, acompañando a esta improvisada coreografía creada por la naturaleza.

...Y luego estaban los naranjos, esos árboles que tantas satisfacciones me proporcionaban.

 En esta estación del año estaban repletos de lo que yo consideraba el más excelente de los frutos que la vida concedió a los hombres. Ese néctar exquisito del que me gustaba y lo apreciaba todo, el color, el olor, el sabor, la vista, el tacto. Todos los sentidos en perfecta armonía unidos indisolublemente en esa pieza maestra llamada «naranja».

El murmullo del agua de la piscina me hizo dirigir la mirada hacia ella.

El motor estaba en marcha, y el ruido que se producía al agitar suavemente el agua evocaba el sonido de una pequeña cascada en el fluir de un río.

La habíamos reformado recientemente, y el color que ahora ofrecía el agua había pasado de un intenso azul mediterráneo a un delicioso turquesa caribeño.

Respiré hondo, y un aire cargado de olor a madreselva inundó mis pulmones.

De uno de los sillones situados sobre el césped artificial al resguardo del sol, surgió una voz:

—¡Buenos días, Ana!

—¡Buenos días, «abuela»!

Allí estaba ella, la abuela de todos, la madre sólo para mí.

Uno de los pilares fundamentales de mi vida.

Nuestros ojos se cruzaron, y como siempre, me encontré con su conocida y amplia sonrisa.

Me fijé en su pelo, grisáceo y perfecto, gracias a los cuidados que ella le dedicaba, y a la peluquería a la que su coquetería le impedía dejar de asistir, al menos una vez por semana.

Una maraña de arruguitas leves y arrugas más profundas surcaba su rostro, unidas a un sinfín de pequeños capilares violáceos, asemejándose este conjunto a una constelación de colores cuyas estrellas eran lo más llamativo del conjunto, sus ojos.

Ojos verdes, profundos, serenos y grandes, muy grandes. ¿Cómo era posible que el paso de tantos años no los hubiese empequeñecido?

Quizá habían perdido parte del brillo y la viveza de tiempos pasados, pero a cambio, habían desarrollado una enorme capacidad de introspección y empatía. Esta mañana parecían acariciarte cada vez que abatía los párpados.

Me acerqué a ella, su cuerpo bien proporcionado, pequeño y huesudo seguía resultando elegante.

Apilé unos cojines sobre el suelo, me senté sobre ellos y puse mi cabeza sobre sus rodillas, esperando lo que yo sabía que iba a suceder a continuación.

Sus dedos comenzaron a entrelazar suavemente mi pelo al tiempo que presionaban delicadamente mi cabeza, comenzando, de este modo, el delicioso masaje que ella sabía ejercer con la maestría de una consumada profesional.

Era una experiencia única, mágica, llena de ternura y que nos pertenecía sólo a ella y a mí.

—Mamá, ¡qué pocas cosas son comparables a esto!

Su sonrisa se agrandó, sus arrugas se hicieron más patentes a la altura de las ojeras, donde se dibujaban unas bolsas que, lejos de afearla, a mi parecer, le proporcionaban un plus de prestigio a su senectud.

Sus manos seguían trabajando cuidadosamente mi pelo.

Se acomodó un poco mejor en el sillón, dejó su mirada vagar sin rumbo definido y contestó:

—Creo entenderte, en efecto, son pocas las cosas que nos hacen sentir en una comunión perfecta con alguien o con algo. Para ti éste puede ser uno de esos momentos, yo recuerdo otros que los considero hitos en el transcurso de mi vida.

Me miró con dulzura y prosiguió:

—Uno de ellos fue verte la cara cuando naciste. Aún podría definir claramente cada uno de tus rasgos, tu color, tu olor, sobre todo tu olor, esa capacidad ancestral de pertenencia que nos proporciona la existencia. Creo que habría podido reconocerte sin verte, entre una multitud de bebés, sólo por el olor.

Cerré los ojos y traté de revivir mi propia experiencia. Es curioso, recuerdo el nacimiento de mi hijo como una etapa en tres fases.

La primera, la del parto, la recuerdo con ansiedad, sabía que era un niño bastante grande. Fue un parto natural, pero le costó nacer, quedé exhausta.

La segunda, cuando lo vi por primera vez, hinchado y con la cabeza un tanto deforme (hubo necesidad de usar fórceps).

La tercera, a los pocos días de nacer, cuando la situación se normalizó y se convirtió en el niño más precioso que se haya visto jamás.

Sus rasgos podría definirlos sólo a partir de ese momento.

Abrí los ojos y los achiné por efecto de la luminosidad que se había adueñado de la mañana.

Volví a cerrarlos.

No pensaba moverme lo más mínimo, quieta, en plan estatua yacente, seguiría así por tiempo indefinido, ya podía caer sobre mí el cosmos al completo.

Casi adormecida, oí que mi madre hablaba y decía como tantas otras veces:

—Hija, ¡es que no tienes hartura!

Involuntariamente las comisuras de mis labios ascendieron hacia mis mejillas y dibujaron una perezosa sonrisa.

¡Era todo tan perfecto!

Ha pasado mucho tiempo, las sucesivas estaciones del año han ido dando paso al discurrir del mismo.

Hoy me encuentro en el mismo lugar del jardín, en la misma postura y acariciando recuerdos.

Noto un peso casi etéreo sobre mí, y vislumbro una melena oscura, sedosa y ondulante sobre mis piernas. Es entonces cuando escucho una voz acaramelada y zalamera que me dice:

—Abuela, ¿me das un masajito en la cabeza?

Mari Carmen Juárez Ramos

Doctora en Psicopedagogía