Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número 76 – Otoño 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Continuación del capítulo 1


Diseño cubierta: Pablo Carrasco Díez


Capítulo 2 

Recibió el bofetón de su padre con toda la entereza de la que se es capaz cuando se tienen trece años. No se engañaba. Se lo había ganado y era el precio justo por su hazaña de esa misma mañana. Había sido expulsado del instituto de Nuestro Señor de los Clavos Ardientes y lo mínimo que podía acarrearle era un tortazo paterno. Un golpe seco, directo, nacido de la furia y sin rastro de premeditación. Sintió que le ardía la mejilla y se imaginó el color rojo adueñándose de su rostro. Su cara se teñía con facilidad cada vez que le pegaban o le maltrataban. Era además el paso previo al llanto. Pese al dolor y la rabia, logró contener las lágrimas. Pero ni el golpe ni la humillación le dolían tanto como el odio que desprendía su madre. La mirada de Elvira Iglesias rezumaba desprecio y vergüenza a partes iguales. El color verde de sus ojos ardía con la furia de un dragón recién despertado. Guillermo sintió que no iba a perdonarle por toda la eternidad y notó que le faltaba el aire. El director del instituto parecía complacido mientras su padre lo abroncaba inmisericorde y su madre suspiraba deseosa de escapar de aquella situación. Cuando Victoriano Sandemetrio acabó de vomitar su ira, amarga y espesa, le agarró del brazo y lo sacó de allí a empujones con la energía de un vikingo en plena cacería. Entonces Guillermo se sintió frágil, aterrorizado, deseoso de volver atrás y que fuesen otros los que le maltratasen.

Recordaba aquel día perfectamente. Al final su padre se había contentado con gritarle a pleno pulmón, con darle media docena de pellizcos y algunas collejas más. Pero Guillermo lo había conseguido. Había logrado escapar de las vejaciones a las que le sometían sus compañeros desde el colegio. Desde su primer día se mofaban de él, muchos por hacerse los graciosos, otros por integrarse y algunos por rutina. A veces incluso le pegaban, le escupían por la espalda, le ponían zancadillas y le robaban todo lo que podían. Él lloraba cada día y trataba de disimular ante sus padres. No sabía por qué, pero era incapaz de decirles nada. Tal vez porque cuando lo había intentado había recibido un «son cosas de críos» por respuesta. Guillermo no tenía más esperanza que sobrevivir cada día hasta que acabase el colegio. Tal vez el instituto fuese diferente, pensaba ingenuo.

Para cursar la educación secundaria, sus padres escogieron un centro privado de primera categoría y Guillermo sintió un puñetazo en el estómago. Se levantó corriendo al váter para vomitar con más miedo que angustia. Decidió que haría lo posible para evitar la inscripción en el Nuestro Señor de los Clavos Ardientes, un instituto de prestigio situado a las afueras de Madrid. No quedaba lejos del colegio y muchos de los alumnos pasaban de uno al otro. Guillermo sabía que allí sólo habría dos tipos de pijos: los estirados y los descarriados, y que no iba a llevarse bien con ninguno de los dos. Eran los que llevaban desde los seis años haciéndole la vida imposible. Sus quejas y súplicas no tuvieron ningún éxito y sus padres le acabaron inscribiendo. Guillermo sudaba imaginando el nuevo curso. Quiere dejar de sufrir, ponerle fin a todo. Solo, encerrado en su habitación, valora las posibles opciones. Tiene miedo a las alturas y acaba pensando que la mejor opción está en el metro. Las vacaciones adormecen sus sentimientos más oscuros.

El verano transcurre lento en las vacaciones familiares. Lejos de Madrid, Guillermo se permite algunos momentos de felicidad. Disfruta de días de lectura y noches de cine de verano. Hasta que los días comienzan a acortarse. Entonces, vuelve a ser consciente de que tendrá que verse con los mismos indeseables. Regresan los llantos, los miedos y los intentos de disimular ante sus padres. Se imagina ante el vagón del metro. Quiere dejar de sufrir. Pero algo cambia dentro de él. Su voluntad, sumisa por definición, se rebela. Nace en él un sentimiento que desconoce y va conquistando cada fibra de su cuerpo. El miedo no le abandona, pero cohabita con esa nueva emoción. Decide hacer todo lo que esté en su mano para ser expulsado a la más mínima oportunidad. Le reciben con burlas y, para asombro de todos, se abalanza como una fiera sobre el primero de los chicos. Golpea con más rabia que habilidad. Entre tres lo reducen y le pegan con una mezcla de sorpresa y excitación. Guillermo recibe cada golpe sabiendo que es el peaje a pagar para lograr su objetivo. No le importa el dolor, algo que le dice que es sólo pasajero. Llega a casa con el uniforme roto, resquebrajado por las axilas y una amonestación que sorprende a sus padres. Al día siguiente, se repite la historia, pero tampoco es suficiente para lograr su objetivo. No le queda otra alternativa que ser más ambicioso con su plan. Come poco y duerme mal mientras imagina la forma de conseguir ser expulsado de manera fulminante. Guillermo acaba teniendo algo cercano a una visión. En un instante sabe qué tiene que hacer.

Se cuela en la sala de megafonía con un cassette en el que había grabado La Internacional. Ya conoce la estancia, la había visitado previamente. Sabe cómo hacer sonar el himno comunista a través de todos los altavoces del centro. Aun así, le tiemblan las piernas y le cuesta introducir el cassette correctamente. Le da al play y durante un instante no sucede nada. Su corazón late desbocado y se muerde el labio hasta hacerlo sangrar. La decepción ya está adueñándose de él cuando el sonido rasgado de la cinta mal grabada comienza a brotar por todo el centro. Grita de alegría y suelta varias carcajadas maníacas. El mismísimo director entra corriendo en la sala desde la que Guillermo ha perpetrado su pequeño atentado cultural con el rostro desencajado mientras suena una estrofa que dice:

Ni en dioses, reyes ni tribunos,

está el supremo salvador.

Nosotros mismos realicemos

el esfuerzo redentor.


El director no se atreve a golpearle, aunque no le faltan ganas. Llama de inmediato a sus padres para comunicarles su expulsión del centro y el requerimiento urgente de que acudan a llevarse al pequeño revolucionario de unas instalaciones con una trayectoria histórica intachable de más de medio siglo. Guillermo ha logrado su objetivo y recibe la orden de expulsión con más satisfacción que si hubiera perdido la virginidad. Cree que por fin va a librarse de las burlas y humillaciones que lleva años sufriendo. Usan la sala de profesores como su centro de detención particular. Allí aguanta con orgullo las miradas de odio de la mayoría del profesorado mientras espera que sus padres le recojan. Otros lo contemplan con lástima. Ha alborotado a todo el instituto y muchos de los alumnos se burlan de él a través de las ventanas. Guillermo experimenta cómo el placer que su expulsión le había provocado va siendo poco a poco desplazado por el miedo a su propio padre. Los latidos de su corazón se aceleran, el sudor fluye por su espalda y sus piernas se ponen a temblar fuera de control. Guillermo se da cuenta de que tal vez ha llegado demasiado lejos. Comienza a imaginar las posibles represalias y su cuerpo se estremece al imaginar el castigo físico. Además de las humillaciones verbales que está seguro de que va a recibir. La escena se resuelve rápidamente. Victoriano Sandemetrio le propina un tortazo de inmediato que recibe coro en las risas de un gran número de estudiantes que asisten al espectáculo con más ganas de sangre que de justicia. Son las mismas carcajadas que le habían acompañado toda su vida cada vez que tartamudeaba en clase. Agacha la cabeza, como tantas otras veces, avergonzado durante un segundo. Después, algo dentro de él le hace levantar poco a poco el gesto. Es el mismo sentimiento que le había llevado a intentar que lo expulsasen. Algo nuevo que es incapaz de definir. Una emoción que compite con el niño que estaba dejando de ser.

Un niño que había experimentado sensaciones muy diferentes en su primer día de clase años antes. Una excitación que le hacía temblar las manos, que agudizaba su tartamudez. La esperanza de hacer nuevos amigos y la alegría de aprender nuevos juegos. Se acordaba de sus padres orgullosos acompañándole hasta la puerta del colegio. Pero, sobre todo, Guillermo rememoraba las risas burlonas que acompañaron a su presentación en cuanto comenzó a tartamudear. Era la primera vez que alguien se mofaba de él por el hecho de que las palabras se atascasen en su boca. Aquellas burlas precoces serían un motivo recurrente en sus pesadillas durante años. Podía estar disfrutando del más agradable de los sueños hasta que las carcajadas maliciosas se desataban a su alrededor. Entonces aparecían ante él los chicos que se mofaban de su forma de hablar. Jaime Espinosa de los Monteros, Hernán de Sáez, Sebastián Alvarado o cualquiera de esos estirados que disfrutaban humillándole. Había mojado muchas veces la cama por culpa esos sueños. Durante años se había seguido despertando sudando, nervioso.

Guillermo había puesto fin a su relación con todos aquellos personajes con su pequeño acto de rebeldía. Sus padres habían cedido y habían tenido que inscribirle en un centro público. Había suspirado aliviado al escucharlo. Estaba seguro de que en un instituto cualquiera iba a poder pasar más inadvertido. Iban a apuntarle en el IES Fierro, cuyo nombre parecía provenir de un filósofo humanista del siglo pasado, pero del que las malas lenguas señalaban que hacía referencia a la férrea lucha por la supervivencia a la que se enfrentaban sus alumnos.

La noche anterior a su incorporación al IES Fierro mojó la cama. No había ni rastro de esa nueva sensación que se había adueñado de su personalidad. Guillermo volvía a ser el niño tartamudo del que se reían los demás. Se había despertado de madrugada y, temiendo la reacción de su madre, había cambiado las sábanas. Después, se había duchado. No había podido volver a dormirse y por la mañana era un manojo de nervios. Elvira se dio cuenta de que había vuelto a orinarse y le dio una reprimenda movida por el hartazgo. Le dijo que no quería saber nada de él y le mandó andando al instituto. Las dudas no dejan de asaltarle a cada paso durante el camino. Al llegar, Guillermo vuelve a sentir la sensación de estar entrando en un lugar plagado de peligros. Comprobó que en su clase menos de la mitad de los alumnos son españoles. Hay gente de todos los lugares y todas las condiciones, excepto del tipo de pijos que estudiaban en el Nuestro Señor de los Clavos Ardientes. La tutora le sienta al lado de un chico ancho de espaldas que con trece años mide más de un metro setenta y tiene la fuerza de un toro. Se le ve incluso una sombra en el bigote. Se presenta como Paco Zuluaga. Guillermo teme el momento de comenzar a hablar y tartamudear. Sabe que puede ser el inicio de nuevas burlas y humillaciones. Sigue sin encontrar ni un ápice de esa energía que le había espoleado hasta lograr la expulsión. Se siente solo y casi derrotado. Cuando le toca presentarse y se atasca al decir su apellido, hay algunas leves risas al fondo, pero son rápidamente acalladas por un gesto de su compañero de pupitre. Así que Guillermo se siente mucho más integrado desde el primer día. Tampoco vuelve a mojar la cama.

Unos días después su madre, mientras comen, le pregunta con poco interés sobre cómo le iba en el nuevo centro:

—Mucho mejor.

—Espero que no se te ocurra hacer ninguna barbaridad —tercia su padre. Guillermo inspira el aroma del cordero que estaban comiendo antes de contestar.

—No. Estoy contento. Tengo un amigo. Zuluaga.

—¿Un vasco? —su madre continúa sin prestarle mucha atención.

—Sí. Hijo de un policía y de una trabajadora social.

Sus padres niegan con la cabeza. Guillermo sabe que creen que su nuevo compañero no se corresponde con su clase social. Su madre retoma la conversación:

—En el otro instituto hubieses tenido un futuro.

—Aquí también puedo tenerlo.

—No compares. Allí estabas rodeado de los hijos de la élite financiera y política. En el público podrás relacionarte como mucho con el hijo de un policía.

—Tampoco es un mal trabajo.

Su padre se levanta mascullando y abandona la cocina sin haber terminado la sopa. Su madre se queda en silencio mirándole sin verle hasta que se cansa y le deja allí solo. Siente una sensación extraña. Con trece años no es capaz de poner nombre a todas sus emociones. Por un lado, está feliz por los cambios recientes. Pero por otro, se ve completamente ajeno a su propia familia y siente que los está defraudando. No sabe qué hacer durante más de media hora en la que está removiendo los restos de la comida. Al final, se levanta sin saber si es digno de sus propios padres.

Pero sus indirectas caen en saco roto. Guillermo y Zuluaga se hacen inseparables durante el curso. Conocen juntos el alcohol y el tabaco y fantasean imaginando cómo sería estar con alguna de las chicas de clase. Su compañero ya queda con algunas, pero Guillermo tardará años en dar su primer beso. El chico siente una densa mezcla de admiración y envidia hacia su amigo.

El padre de su compañero es un policía nacional de San Sebastián que tiene destino en Madrid y que contaba públicamente que su trabajo se limitaba a realizar informes de extranjería. Pero su amigo, en una de sus primeras y tempranas borracheras, le confiesa orgulloso que se dedica a la lucha antiterrorista. En cuanto comienza a hablar de él su voz se engola, y su pecho se hincha. Paco Zuluaga admira profundamente a su padre. Sabe que es una labor peligrosa y que exige mucho sacrificio, pero para él no hay mayor honor.

—¿No te da miedo que le pase algo? —le pregunta un día Guillermo.

—No —miente Zuluaga.

—Yo no sé si podría hacer algo así.

—Espero poder llegar a ser tan buen policía como él.

Paco Zuluaga tiene claro que quiere seguir los pasos de su progenitor. Por el contrario, Guillermo Sandemetrio sólo desea dedicarse a cualquier cosa diferente a lo que habían hecho los suyos.