Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
75 – Verano 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

El genio y la chica de la calle
«(...) agita Ícaro sus brazos desnudos y, desprovisto de alas, no puede asirse en el aire».
OVIDIO, Las metamorfosis
A Federico
El genio de la lámpara escuchó
sorprendido el único deseo de la chica. «Quiero que el mundo se detenga para todos cuando a mí me venga
en gana. Para todos menos para mí, que podré moverme con entera libertad». Al
genio le pareció peligrosa la idea, pero no tuvo más remedio que conceder la
petición: «Hágase».
Mediante este ardid, la
chica quería cumplir uno de sus sueños: salir de los grandes almacenes con los
bolsillos rebosantes de productos, camino de su barrio
marginal.
Una vez dentro del
establecimiento y antes de salir con su preciado botín, agarró una botella de
anís paloma de los estantes y subió a la azotea, desde la que se divisaba la
ciudad detenida, las personas inmóviles como estatuas. Hasta un pinzón en pleno
vuelo injuriaba a Newton, permaneciendo en el aire. «De modo que es verdad, que me he convertido en la dueña del mundo»,
susurró, empoderada.
A partir de ahora se
acabarían las penurias, y, ebria de anís y envalentonada por su nuevo estatus,
saltó al antepecho para extender sus brazos al universo sin sospechar aún su
desventura: un traspié la precipitó al vacío para estrellarse en la
calzada entre los vehículos quietos a toda velocidad, en foto fija.
De resultas, el mundo quedó
sellado, detenido para siempre.
Te he dejado un poco
«Parecía dar por supuesto que entre él y yo había alguna clase de complicidad, algún tipo de acuerdo».
JUAN JOSÉ MILLÁS, Lo que sé de los hombrecillos
Cuando llegué a mi destino en
el cuartel de artillería, mi amigo del pueblo ya poseía la estolidez alcohólica
de los «abuelos» que esperan desesperados la «blanca».
Esta antigüedad le permitía
dormir en la cama, relegándome con desdén al suelo, algún fin de semana que
coincidíamos de permiso. Y mi amigo volvió por fin al pueblo y yo heredé
derecho a una habitación del hostal legendario que a duras penas había
resistido el paso del tiempo y cuya dueña, inmersa en recuerdos de antiguos
encantos, avistaba ya desde el ventanal la cerrazón del infortunio mientras su
televisión sostenía una bailarina flamenca y desafiante.
Antes de su partida, mi amigo,
embriagado por la euforia, me regaló un enorme queso que le había enviado su
madre y que apenas había cortado un par de veces.
Tras los primeros tajos, lo
envolví en tela y lo colgué cuidadosamente del techo con una cuerda para
protegerlo de los ratones. Degusté los cortes y dormí plácidamente en la cama.
Al alba, el queso estaba
mordisqueado y devorado. Supuse que el ladronzuelo debía de ser un ratón al que
oía corretear a hurtadillas por mi habitación. En represalia moví la cama y el
armario, y rocié de aguardiente todos los orificios de la estancia hasta que
quedé exhausto y dormí.
De noche, a la luz de la luna,
filtrada por la galería, me despertó una vocecilla cercana y entonces lo vi.
Era un hombrecillo de un palmo de altura, sentado en mi regazo, que me hablaba
con la boca llena ofreciéndome una pizca de queso en sus diminutas manos:
—Te he dejado un poco, Juan
José.