Revista Cultural Digital
ISSN: 1885-4524
Número
75 – Verano 2024
Asociación Cultural Ars Creatio – Torrevieja

Diseño cubierta: Pablo Carrasco Díez
Capítulo 1
La Noche de Reyes es la más feliz del año a pesar del frío. Las calles se encuentran abarrotadas de
familias que parecen haber tomado al completo la ciudad con una alegría
contagiosa. Guillermo Sandemetrio, ajeno a ese sentimiento, se une al tráfico
humano a la salida del Museo del Prado, al tiempo que un viento desagradable le
golpea en la cara. Agarra con fuerza la bolsa con los regalos para sus padres.
Tiene que apartarse tan rápido como puede para no ser atropellado por una
jauría de críos que se dirigen excitados hacia la tradicional cabalgata. No le
cuesta imaginarlos luchando para acumular los caramelos lanzados desde las
carrozas. Guillermo suspira, nunca ha sido demasiado sociable y detesta las
aglomeraciones. Un defecto imperdonable para cualquier habitante de la capital
de España.
El joven detective había acudido al Prado tras realizar las
compras navideñas. Aunque su situación
económica no era demasiado boyante, había decidido hacer un par de buenos
regalos. Un reloj de marca para su padre, y para su madre unos zapatos de tacón
alto, sus favoritos. Su tarjeta de crédito había crujido con el pago. Y eso que
había descartado comprarle nada a Ortega, porque ya sabía que su socio no se lo
iba a agradecer de ninguna manera. Después, se había encaminado hacia el Prado,
al que realizaba periódicas visitas en busca de inspiración para sus novelas.
Pero esa tarde no ha logrado despertar su creatividad. Tampoco contaba con la
temperatura siberiana que le recibe al poner un pie en el exterior del museo.
Trata de acelerar el paso para calentarse, pero entre tanta gente resulta
imposible.
Guillermo se detiene ante la señal en rojo de un paso de
peatones y saca el móvil con un gesto rutinario. Las 18.17 horas. Le llega un WhatsApp.
Tiene que releer varias veces el remitente. Claudia. Hace años que su ex no le
escribe y el mensaje sólo contiene cuatro palabras:
—Han asesinado a Blanca.
A Guillermo le hubiese gustado gritar de dolor, pero no
puede. Se queda paralizado. La bolsa con los regalos se le resbala ligeramente.
Las suelas de sus zapatos se quedan claveteadas al pavimento. Su cuerpo parece
haberse independizado de su voluntad. La noticia ha quebrado algo dentro de él
que le impide derramar lágrimas. La luz del semáforo se pone en verde y la
gente comienza a rebasarle a empujones. Guillermo hace un esfuerzo por tratar
de serenarse y logra poner en marcha sus músculos en dirección a la agencia
Ortega&Sandemetrio. Despacio, como si fuera la primera vez que camina en su
vida. Se da cuenta de que está temblando y está seguro de que el frío no tiene
nada que ver. Siente cómo la ansiedad y la rabia están tomando el control de su
cuerpo. Avanzan por cada una de sus fibras, lentas pero implacables. El
detective no quiere ceder al impulso de los nervios, porque es consciente de
que necesita tener su mente lo más serena posible. Logra aislarse de los ruidos
que sacuden la ciudad en la Noche de Reyes. Mientras coloca un pie delante del
otro, trata de frenar los recuerdos que le asaltan a cada instante. Blanca
había sido su principal apoyo cuando Claudia había roto con él. Después,
Guillermo le había visto abrirse paso en el difícil mundo del periodismo.
Llevaba dos temporadas trabajando para Clara Vaíllo, la presentadora del
programa matinal más famoso e influyente de la parrilla televisiva. Además,
durante años les había echado más de un cable a él y a Ortega.
Se detiene frente a una tienda de electrodomésticos. Las
pantallas de los televisores ya se hacen eco del asesinato de la periodista.
Alternan su imagen con la de su jefa. Vaíllo parece muy afectada, sobrecogida.
Van apareciendo datos, con cuentagotas. Todavía es demasiado pronto para hacer
conjeturas. Guillermo observa su reflejo difuminado ante el cristal del
establecimiento. No se siente cómodo al contemplarse. Sus profundos ojos azules
son lo único que le recuerda otros tiempos. Momentos pasados, épocas más
felices.
Continúa aturdido tratando de asimilar las palabras de su
ex, cuando está a punto de chocar con la mascota de Cervezas el Erizo en la
parada de autobuses. Fija su atención en los intensos ojos verdes de la
caricatura. La mirada de Claudia poseía aquellas mismas tonalidades y Guillermo
se transporta al pasado que habían compartido antes de la publicación de su
primer libro. Con ella todo era mejor. La vida, el sexo, todo. Fue tras lanzar Los
infames del Club Baronet cuando empezaron sus auténticos problemas. No
podía ni haber imaginado hasta dónde iban a llegar los acontecimientos, o más
bien, las desgracias. Sólo le quedaban cuatro personas de esa época: Ortega; su
vieja amiga Emma Montero; Miranda Alcalá, su incansable editora; y Blanca Tur.
Claudia debía saber que seguía muy unido a su hermana.
Un tipo calvo lo empuja y le saca a la fuerza de su
ensimismamiento. El sujeto le recuerda a su padre y Guillermo tiene ganas de
golpearle. Aprieta los puños, pero es incapaz de ir más allá. Aquel
encontronazo le obliga a moverse y continúa caminando hasta alcanzar el
edificio de la agencia. Se cruza con un vecino en el portal al que saluda
mecánicamente. El hombre parece no darse cuenta de su existencia y el detective no tiene tiempo ni para
suspirar.
El ascensor vuelve a estar estropeado y sube los dos pisos que le separan de sus oficinas arrastrando los pies. Guillermo se siente incapaz de experimentar nada más allá del desconsuelo por el asesinato de su mejor amiga, pero su instinto se abre paso gritándole que un peligro desconocido le acecha. Se detiene cuando le asalta la idea de que esa amenaza se cierne también sobre la gente que ha sido importante en su vida. Como un puñetazo en el estómago activa sus mecanismos de protección más primarios. Forcejea con la llave antes de caer en la cuenta de una macabra relación: primero, hacía menos de un mes, había fallecido el profesor Mediero; dos semanas más tarde, Anastasio Rodríguez se había suicidado; y ahora, alguien había asesinado a Blanca. Entra en la estancia, deja la bolsa con los regalos junto a la puerta y, ajeno a la posible presencia de Ortega, se encamina hacia la estantería donde su socio almacena los libros que nunca leía. Reconoce cubierto de polvo el lomo de Los infames del Club Baronet y agarra la novela sin titubear por la última página. Tiene que leer los malditos agradecimientos:
Escribir Los
infames del Club Baronet ha sido un reto personal en el que necesitaba
sacar de dentro de mí una realidad tan compleja que serían necesarias mil
páginas más para poder contar toda la verdad. Pero sé que con esta obra,
algunos malos no podrán dormir tranquilos.
Tengo mucho que agradecer a
todas las personas que me ayudaron en esta tarea. En primer lugar, al profesor Mediero,
porque su pericia, experiencia y conocimiento no tienen parangón en este mundo
nuestro. En segundo, al forense Anastasio Rodríguez, porque cuando hay una
incógnita nadie mejor que él para bosquejar todas las respuestas plausibles.
Pero, además, no perdonaría
dejarme en el tintero a la periodista Blanca Tur, que me ayudó a definir el
papel de muchos de los personajes.
El libro tampoco se hubiese
sostenido sin Emma Montero, la primera lectora, la más dura y crítica y a la
vez su más fiel defensora.
No es posible olvidar a Paco
Zuluaga, amigo y compañero de batalla, cuyo juicio sagaz siempre fue certero y
en particular en una ocasión. Tú sabes cuál. Además, porque fue el paciente
espectador al que narré todos los detalles del libro conforme lo fui
escribiendo.
También a Miranda Alcalá,
por su guía a la hora de revisar cada párrafo. No creo que haya una editora
mejor y este libro es tan tuyo como mío.
No puedo olvidar la ayuda,
consejo y ejemplo de Ortega, un detective de los de antes.
Y finalmente, a mis padres, porque es imposible imaginar dos personas más ejemplares y que se hayan esforzado más en la educación de un hijo.
Los recuerda casi de memoria, pero necesitaba asegurarse.
Mediero, Anastasio, Blanca. Guillermo no puede calcular qué probabilidad hay de
que se hubieran producido esos tres fallecimientos en ese orden de manera
casual. Nunca ha sido un tipo optimista, pero el pensamiento que le ronda la
mente es demasiado macabro.
Vuelve a revisar el resto de la dedicatoria: Emma Montero,
Paco Zuluaga, Miranda Alcalá, Ortega y sus padres. Sabe que esa última
referencia estaba un poco forzada. Pero su madre no le hubiese perdonado no
hacerlo. Se arrepentiría el resto de su vida de haber incluido a Zuluaga. Había
supuesto la ruptura total de la relación con él. Había retirado esas líneas en
una edición posterior, pero no había logrado el perdón de su amigo. Era una
herida que seguía doliéndole, pero necesitaba concentrarse en el presente. El
detective toma aire antes de preguntarse seriamente si alguien está asesinando
a todas las personas a las que había dedicado su primera novela.
Guillermo considera que hasta entonces la vida le había
dado un buen montón de motivos para estar preocupado, incluso asustado. Pero no
había llegado a interiorizar que alguien corriese un auténtico peligro de
muerte por su relación con él. Evoca en ese momento las palabras amenazantes
del inspector jefe Pont abordándolo en un callejón a la salida de una de las
presentaciones de su primera novela. Aunque habían pasado más de ocho años,
recuerda perfectamente su voz áspera escupiendo:
—Algún día, escritor, cuando menos te lo esperes, iremos a
por ti y a por todo lo que quieres.
Siente erizarse todo el vello de su piel, es consciente de
que el corrupto policía es capaz de cualquier cosa. Sus ojos siguen clavados en
aquellos agradecimientos. Las manos comienzan a sudarle y su corazón late
nervioso. Es incapaz de pensar, de moverse o de pedir ayuda a gritos.
Son las toses de Ortega, salpicadas de algún que otro
gruñido, las que le sacan de su ensimismamiento. No había sido consciente ni de
su presencia. Su socio lo observa desde un sofá que ha conocido días mejores.
Parece molesto, aunque ese es su estado más habitual. Su mirada cansada se posa
sobre el libro que Guillermo sostiene en las manos.
—¿Qué diablos te pasa, gañán?
—No te lo vas a creer.
—Lo más probable es que ni siquiera me interese.
El viejo detective hace uno de sus gestos con la mano
derecha y trata de zafarse de la conversación. Detesta todo lo relacionado con
la primera novela de Guillermo y se lo deja patente a la menor oportunidad.
Tampoco puede culparle. Su socio ya era un detective peculiar cuando lo había
conocido una década antes y el tiempo no le había tratado demasiado bien. Es
bajo y achaparrado, le sobra barriga y le falta pelo. Emite un potente olor
corporal y su vestimenta deja mucho que desear. Fuma con un ardor asesino y
abusa del alcohol y de su ácido sentido del humor a partes iguales. Su mesa
está siempre atestada de papeles desordenados. El viejo es el caos
personificado. Pero tiene una extraña inteligencia escondida tras sus ojos de
sapo. Guillermo continúa mirándole fijamente. Ortega vuelve a dirigirse a él:
—¿Has desmontado algún patinete? ¿No había ninguna máquina
de vending que boicotear?
Pasa por alto los comentarios sobre sus puntuales y
secretas actividades delictivas y trata de exponerle los hechos:
—Han asesinado a Blanca Tur. Claudia me ha escrito para
avisarme.
Su socio asiente en silencio.
—Pero hay más. Por eso he cogido la novela.
Ortega contesta con un gruñido, recordándole el poco
aprecio que tiene al libro. No le faltan motivos.
—Hace menos de un mes, el profesor Mediero apareció muerto
de un paro cardíaco. Algo hasta esperable dada su edad. Poco después, Anastasio
Rodríguez se suicidó. Debes reconocer que eso te extrañó incluso a ti.
Ortega confirma de mala gana con un gesto de su mano
derecha.
—Y ahora, Blanca.
—¿Qué estás rumiando, gañán?
—Que esos tres fallecimientos siguen exactamente el orden
en que aparecen en los agradecimientos de la novela.
Se hace un silencio que Ortega aprovecha para poner en
marcha sus neuronas.
—¿Quieres decir que alguien se está cargando a la gente a
la que dedicaste tu maldito libro?
Suena demasiado rebuscado. Guillermo siente un nudo
aprisionando en la garganta antes de asentir con la cabeza. Ortega niega con
todo el cuerpo, sin dar mucha credibilidad a la teoría de su socio. Toma aire
ruidosamente y se pone en pie con dificultad. Camina un par de pasos cojeando
por la estancia, mientras Guillermo le observa en silencio. Sabe que la cadera
derecha le duele horrores, especialmente los días de mucha humedad.
—¿Qué piensas?
—Que es poco probable que tengas razón. Y me estaba
preguntando si también me incluiste a mí.
—Sí, por supuesto, creía que lo habías leído.
—¿Para qué? Ya conocía la historia. Y su desenlace.
Con otro movimiento cansado de su mano le invita a
recitarle los nombres y cuando acaba, Ortega suspira aliviado. Guillermo es
incapaz de interpretar el significado de ese gesto y se queda en silencio,
expectante.
—Podemos tomárnoslo con calma.
—¿De qué estás hablando?
—Bueno, hay tres nombres antes del mío. Si tienes razón,
tengo tiempo de sobra para protegerme.
Guillermo se deja llevar por la indignación cuando entiende
a qué se refiere su socio. Levanta la voz para gritarle a Ortega que es un
imbécil y que no pueden quedarse de brazos cruzados mientras alguien asesina a
esas personas. El viejo asiente de mal humor, asumiendo que la pesadilla de la
que creían haber escapado hacía años había regresado para destruir lo que
quedaba de ellos.
—¿Y qué le has respondido?
—¿A quién?
—A Claudia.
Guillermo agacha la cabeza y vuelve a sumirse en una
profunda oscuridad preguntándose qué demonios puede contestarle a la mujer a la
que llevaba más de diez años intentando olvidar.